Capítulo 11
El encargo del ajuar de la novia no fue como su madre lo había imaginado. En las innumerables veces que la oyó relatar cómo sería ese momento, Hana siempre era la protagonista principal, por delante incluso de la novia. Anelise tuvo que encargarse de todo y su actitud poco dada al derroche hizo que se ajustara a lo estrictamente imprescindible sin resultar mezquina.
El día fijado para la boda fue el veintitrés de octubre. Había tiempo de sobra para los preparativos, pero Anelise sentía una fuerte presión que se vio acrecentada cuando leyó los acuerdos prenupciales. Rayner insistió en que podía cambiar lo que deseara, que de ningún modo quería que se sintiera perjudicada, pero Anelise comprendía que todo aquello era consustancial al hecho de que iba a casarse con un aristócrata inglés, heredero de un título que ostentaba su familia desde hacía más de doscientos cincuenta años.
El día amaneció nublado. Anelise pidió que la dejaran sola mientras se ponía la preciosa lencería con encaje y las medias de seda. Se ruborizó al imaginar lo que ocurriría en aquella habitación que había sido solo suya hasta ese día. Al darse la vuelta se vio en el espejo y una turbadora sensación la estremeció. No sabía nada de los detalles, tan solo conocía el acto en sí, su madre se lo había explicado sin ahondar demasiado y, según entendió de dichas explicaciones, Rayner no la vería tal y como ella se estaba viendo en ese momento. Se pondría el camisón y él acudiría a su habitación para consumar el matrimonio.
Cuando sus mejillas recuperaron el color normal, dejó entrar a la doncella encargada de ayudarla con el vestido. Las diferentes capas de tela fueron cayendo sobre Anelise, después la doncella la ayudó a introducir los brazos en las ajustadas mangas y anudó las cintas del corpiño, poniendo especial cuidado en no dañar el encaje. Anelise se miró en el espejo una vez terminada la ardua tarea. Había hecho bordar con hilo de plata a la cola de su vestido unas viejas perlas de su madre. No olvidaba que aquella era la boda que ella siempre quiso para su hija.
Selig Vandermer no pudo disimular su emoción al llevarla hasta el altar para entregársela al que iba a ser su marido. Anelise se sentía pletórica, una felicidad inmensa henchía de gozo su corazón cada vez que sus ojos se cruzaban con los de Rayner y veía en ellos el inmenso amor que le profesaba. Se cantaron himnos en los que se ensalzaba el amor verdadero después de que se dijeran los votos matrimoniales con temblorosa voz.
Tan solo hubo un hecho que podría haber enturbiado aquella preciosa boda. Durante la ceremonia Crofton Bourne entró en la iglesia y se sentó en el último banco. Selig se percató de su presencia y comprendió que cuando los novios atravesaran el pasillo Anelise se cruzaría con él. Con disimulo, el padre de la novia se acercó al joven vaquero y lo hizo salir. Cuando Anelise escuchó el golpe de las puertas al cerrarse, se volvió como si su subconsciente la hubiese advertido. Pero no vio nada.
Selig Vandermer no escatimó en gastos y la comida que se celebró después de la ceremonia fue digna de un rey. Anelise observaba a Rayner mientras hablaba con los invitados y se preguntaba si los dioses la castigarían por tanta felicidad. Al día siguiente partirían en barco hacia Inglaterra, donde estaría su hogar a partir de ahora. Echaría de menos Nueva York, pero le ilusionaba la idea de empezar de nuevo en otro lugar.
El futuro conde de Cottesburg se colocó tras ella. Los festejos de la boda habían concluido y ambos se habían retirado a su dormitorio. Anelise contemplaba la luna a través del ventanal y sintió el calor que emanaba del cuerpo de su ya esposo.
Rayner la rodeó con sus brazos, acunándola suavemente. Permanecieron en silencio durante unos minutos, disfrutando del contacto mutuo, con la certeza de que después de esa noche se pertenecerían por completo el uno al otro.
—Toda mi vida he sentido una insaciable sed por aprender —dijo Rayner en un tono quedo y profundo—. El mundo se me antoja un lugar increíble, repleto de secretos apasionantes. Siempre he sido consciente del poco tiempo que tenía para experimentar, pero desde que te conocí toda esa ansia ha cambiado de dirección y ahora siento aún más fuerte la presión del tiempo en mi espalda.
Empezó a deshacer el intrincado y complejo peinado y no se detuvo hasta que los cabellos de Anelise cayeron libres sobre sus hombros. Lo cogió con una de sus manos y aspiró su aroma como si de un fabuloso néctar se tratase. Ella se estremeció al notar su aliento en el cuello y cerró los ojos al sentir que sus labios se posaban ardientes sobre su piel.
Lentamente se volvió hacia él y lo miró entregada, completamente rendida a su amor. Rayner se acercó despacio, alargando el momento previo a aquel beso tan esperado. Anelise se sintió sobre un volcán cuando su lengua, caliente y suave, se sumergió en su boca. Le rodeó el cuello con los brazos, temerosa de perder el equilibrio si no se sujetaba.
Cuando Rayner se separó de ella Anelise tenía los ojos vidriosos, como aquellos que se pasan con el whisky. Su esposo sonrió ligeramente y comenzó a desvestirse.
—Iré a buscar mi camisón... —dijo la novia con evidente nerviosismo.
Pero él la sujetó del brazo con suavidad mientras su mirada le pedía que no se moviese. Anelise no sabía cómo debía comportarse y apartaba la mirada, temerosa.
—¿Te resulto desagradable? —preguntó él con la voz ronca.
Anelise lo miró. Los músculos bien definidos de su pecho, sus brazos y aquel abdomen duro y fuerte, junto a sus equilibradas proporciones, hacían de su cuerpo un claro ejemplo de perfección. Pero aún llevaba los pantalones y Anelise no se veía capaz de soportar la escena si continuaba desnudándose frente a ella.
—Soy tu esposo —dijo él con dulzura—. Hemos unido nuestros corazones y ahora gozaremos de nuestros cuerpos. Pero tranquila, hoy no te haré mía por completo. Quiero aprenderme cada centímetro de tu piel. Noche tras noche contemplaré cada porción de tu cuerpo hasta sabérmelo de memoria. Y solo entonces, te poseeré.
Anelise respiraba con dificultad. Su cabeza era un torbellino de emociones desconocidas. Con Rayner nada era nunca como ella imaginaba. Lo vio llevarse las manos a los botones de su pantalón y un segundo después estaba completamente desnudo ante ella.
Para ella fue más complicado, demasiados botones y demasiadas cintas, pero él esperó paciente sin dejar de mirarla. Poco a poco Anelise fue dejando de sentirse turbada por la visión de aquella parte del cuerpo masculino tan abrumadora. Pisó con delicadeza fuera del vestido, que había dejado caer al suelo, y se deshizo de la lencería de encaje que se había puesto aquella mañana.
Se acercó a él tímidamente y Rayner la rodeó con sus manos acercándola despacio hasta que sus cuerpos hicieron contacto. Así, pegados el uno contra el otro y sin dejar de mirarse, caminaron hacia la cama y el roce acompasado del cuerpo de Rayner contra el suyo provocó en Anelise una excitación desconocida e incendiaria.
La tumbó con delicadeza, sin apenas apartarse, y se colocó sobre ella. Cuando inclinó la cabeza Anelise sintió su aliento acariciando el botón que se erguía en su pecho y acto seguido sintió sus labios atenazándolo con firmeza. Cerró los ojos y se arqueó involuntariamente provocando que el miembro masculino encontrase fácilmente el camino que buscaba.
—Esto es solo el principio, mi amor —dijo él sin dejar de mirarla a los ojos—. No temas, de momento no sentirás ningún dolor, tan solo un ansia que se extenderá por todo tu cuerpo y que yo saciaré con mis manos y mi boca.
Anelise se estremeció al ver que encontraba lugar entre sus piernas y sin saber qué estaba pasando se dejó arrastrar por la oleada de pasión que la arrolló.
Entró en el salón con movimientos cantarines y su padre sonrió al verla tan feliz. Había mandado a una doncella a buscarla poniendo especial hincapié en que quería hablar con ella a solas.
—¿Qué ocurre, papá? —preguntó acercándose a él y depositando un tierno beso en su mejilla.
—Siéntate, hija, tengo algo que decirte antes de que emprendas tu viaje a Inglaterra.
Anelise se puso seria y obedeció, sentándose junto a él.
—Ayer ocurrió algo —empezó Selig Vandermer— que te oculté porque no quería que nada estropeara un día tan importante para ti. Crofton Bourne estuvo en la iglesia.
Anelise empalideció. Después de tanto tiempo...
—Pensé que había venido a reclamarte algo y me adelanté a los acontecimientos sacándolo de allí. Quería verte a toda costa, pero le convencí de que no era buena idea en esos momentos.
—¿Qué quería, papá? —preguntó temerosa.
—No ha venido a reclamarte nada, tan solo quiere explicarte por qué no volvió y...
—Eso ya no importa —dijo Anelise poniéndose de pie con brusquedad—. Estoy casada y amo a mi marido.
—Él también está casado.
Anelise miró a su padre con sorpresa y volvió a sentarse lentamente.
—¿Está casado?
Selig asintió.
—Es lo que ha venido a contarte. Tiene una hijita —dijo con tacto—. Está aquí de paso con su esposa. Pero todo eso es mejor que te lo cuente él mismo. Le dije que viniera hoy y te está esperando en los establos. Insistió en quedarse allí, no quiere molestar a... Rayner.
Anelise no pudo evitar el temblor en sus manos cuando caminaba hacia los establos. El vaquero la esperaba con el sombrero en la mano y emoción contenida.
—Anelise... —musitó cuando estuvo frente a él.
—Crofton —dijo ella con la misma ternura.
—Te felicito por tu boda —dijo el vaquero—. Estabas bellísima. Tal y como siempre te imaginé.
Anelise sonrió tratando de calmar los latidos de su corazón.
—Yo también te felicito, sé que tienes una hija.
Crofton asintió y su mirada no dejaba lugar a dudas: estaba muy orgulloso.
—No quiero molestarte con mi visita —empezó—. Mi mujer, mi hija y yo hemos vuelto a América para...
—¿No habías vuelto aún? —le interrumpió.
Crofton negó con la cabeza.
—Vivimos en Nueva Zelanda. Te escribí para contártelo todo, pero nunca respondiste a mis cartas.
Anelise frunció el ceño.
—Nunca recibí carta tuya —dijo.
Crofton asintió.
—Tal y como dijo tu padre —contestó—. Tu madre debió interceptarlas.
Anelise empalideció y lo miró como si lo viese de nuevo por primera vez.
—¿Me escribiste?
Él asintió y permanecieron en silencio unos segundos.
—Sentémonos ahí —dijo Anelise señalando un banco.
Cuando estuvieron instalados, Crofton comenzó su relato. Le explicó que inició su viaje con el corazón roto y que tardó meses en empezar a recuperarse. Viajó por toda Europa y también por Asia. Su último destino era Nueva Zelanda y allí fue donde su viaje cobró por fin todo el sentido. La cultura maorí lo sedujo de un modo abrumador, sus costumbres y tradiciones calaron hondo en él y pronto sintió que aquel podía ser el lugar que había estado buscando. No quería marcharse. Además, había conocido a alguien y su corazón suspiraba por ella. No quiso que ocurriera, de hecho se resistió al principio, pero...
—No tienes que justificarte —lo interrumpió ella con una sonrisa—. Entiendo bien lo que te pasó. A mí me pasó lo mismo.
—Me mortificaba la idea de que pensaras que te había traicionado.
—No había ningún compromiso entre nosotros —respondió Anelise—, pero yo sentía lo mismo. La primera vez que mi esposo me pidió matrimonio le dije que no por ti. Tenía que hablar contigo antes de aceptarlo. Explicarte...
Crofton asintió, comprensivo.
—Pero háblame de tu mujer —pidió ella.
—Es maestra —explicó el vaquero—, enseña a niños maoríes e ingleses en su escuela.
—¿Juntos? —se extrañó Anelise, consciente de la dificultad que eso debió conllevar.
Crofton asintió sonriendo abiertamente.
—Ya te haces una idea de la clase de persona que es.
—Debe tener un gran carácter para enfrentarse a tales convencionalismos.
—Eso fue lo primero que me atrajo de ella. Tiene una personalidad arrolladora. Es decidida e inflexible cuando defiende algo. Ha conseguido cosas que...
—Está claro que, además de amarla, la admiras.
Crofton bajó la mirada con timidez.
—¿Y tú? —preguntó después de un momento—. ¿Cómo es el conde?
—Futuro conde —aclaró ella con una sonrisa—. Es un hombre muy peculiar, sincero y leal. Confío plenamente en él y... lo amo profundamente.
—Era lo que quería oír —dijo en voz alta.
Cuando salieron de los establos, Anelise lo acompañó hasta el sendero para despedirlo.
—Me habría gustado conocer a tu esposa. Si nuestro barco no zarpase mañana...
Crofton le tendió la mano y Anelise se la estrechó en un gesto muy poco habitual. Había cariño en sus miradas y una tierna inocencia que permanecería para siempre en sus corazones.
—Te deseo toda la felicidad del mundo, Anelise —dijo él visiblemente aliviado.
—Y yo a ti, Crofton.
El vaquero subió a su caballo y se alejó de allí mientras, en una de las ventanas del piso superior, Rayner observaba la escena con una punzada de celos atravesándole el costado.
El viaje a Inglaterra apenas duró unas pocas semanas. Gracias a los barcos de vapor, cruzar el Atlántico resultaba ahora mucho más cómodo. Lo hicieron en uno de los barcos de su padre y tuvieron la mejor atención por parte del capitán y la tripulación.
Anelise era muy feliz, aunque sentía cierta preocupación por cómo se habían desarrollado las cosas. Estaba segura de que lo que ocurría en su cama por las noches no era lo habitual en un matrimonio. Rayner era dulce y apasionado al mismo tiempo y habían hecho cosas en las que no podía pensar sin ruborizarse, pero por alguna extraña razón el matrimonio no había sido consumado aún. No es que tuviese demasiada información, pero sabía en lo que consistía el acto en sí y no se había producido.
Se dijo que quizá su esposo quería esperar a estar instalados en su nueva casa. Quizá era importante para él hacerlo en la que sería su verdadera cama, así que decidió no volver a pensar en ello hasta que su vida juntos se iniciase como tal. Ahora mismo lo que más le preocupaba era lo que les esperaba cuando llegasen a Cottesburg.
Ninguno de los acontecimientos que había vivido en las últimas semanas le producía el terror que sentía ante aquella reunión familiar. Por fin iba a ser presentada a la familia Brogan-Dinsdale al completo, y no calmaron un ápice su ansiedad ni las palabras tranquilizadoras de su esposo ni el hecho de que ya conociese a sus padres.
Rayner aprovechó el viaje en tren hasta Cottesburg para explicarle las diferentes ramificaciones de su familia y para ponerla sobre aviso de en quién debía poner su confianza y contra quién debía protegerse. Para Anelise, siendo americana, las complejas estructuras de la aristocracia inglesa resultaban absurdas en algunos casos, pero comprendía que debía reprimirse para no demostrar su visión del asunto.
—Los Dinsdale son una familia formidable —dijo Rayner—. La encabeza mi abuela materna, lady Sarah, duquesa viuda de Cadwell, una mujer orgullosa, altiva y con una lengua afilada. Su padre era el duque de Chandelor y ella es un claro ejemplo de la aristocracia heredada. Del mismo modo que su madre hizo con ella, educó a mi madre para ser una perfecta condesa, antes incluso de saber que se casaría con un conde. De niño pensaba que mi abuela tenía poderes mágicos. A veces, aún lo creo. —Sonrió, pícaro—. Mi madre tiene dos hermanas: lady Rosheen, la mayor, casada con Walter Cattermoul, un auténtico gentleman, y lady Mauve Cadwell, que no quiso casarse nunca a pesar de recibir numerosas proposiciones. A mi tía Mauve te la ganarás enseguida si introduces en una conversación el nombre de Mary Wollstonecraft.
—¿Una aristócrata interesada en el sufragismo?
Rayner asintió divertido.
—Cuando hables del tema procura que mi abuela paterna no esté cerca —dijo en tono conspiratorio—, podría darle un síncope. Hablando de ella, la condesa viuda encabeza la rama Brogan de la familia. Como sabes, mis dos abuelos ya fallecieron y son sus esposas las que ocupan el lugar preponderante de nuestro árbol genealógico. Lady Abigail, la madre de mi padre, tiene un concepto muy particular de cuáles deben ser las virtudes de una dama. La belleza y el decoro son cualidades imprescindibles en cualquier mujer que quiera permanecer en la misma habitación que ella. La única excepción a esa regla es mi abuela materna, a la que considera poco menos que un adefesio.
Anelise se echó a reír a carcajadas ante aquel comentario tan irreverente y Rayner le cogió la mano con ternura. Pocas cosas lo hacían tan feliz como verla reír.
—Tú superarás con creces sus expectativas en cuanto a belleza y decoro y también las de mi abuela Sarah, a la que le interesará mucho más tu inteligencia. —La besó ligeramente en los labios antes de proseguir—. Luego están los hermanos de mi padre, Randolph y Warren, medio hermanos, en realidad, ya que son hijos del segundo marido de mi abuela, lord Bolton, también fallecido. Solo les interesa la política, no hablan de otra cosa, ya lo verás. Mis primos, los hijos de...
—Basta, basta —suplicó Anelise—, tantos nombres me están poniendo muy nerviosa.
—Creí que habías dicho que querías estar preparada —dijo él con aquella pícara expresión de nuevo.
—Es usted muy malo, señor Brogan —susurró ella cogiéndole la cara con las manos.
—Tiene razón, señora Brogan —respondió con voz profunda—, hace más de una hora que no le digo lo mucho que la amo. Espero que sabré hacerme perdonar...
Se levantó de su asiento y bajó la cortinilla que protegía el cristal de la puerta.
—No te atreverás a hacerme esas cosas aquí —dijo asustada.
Rayner sonrió burlón.
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