020. drug peeta
↯ CAPÍTULO VEINTE
▬ ❝ drogue a peeta ❞ ▬
ACTUALIDAD
narra kamari
ME PASO UNA HORA TRATANDO DE CONVENCER A PEETA PARA QUE SE TRAGUE EL CALDO, suplicándole, amenazándole y, sí, besándolo, hasta que al final, sorbito a sorbito, vacía la olla. Entonces dejo que se quede dormido y me ocupo de mí; me zampo una cena de granso y raíces mientras veo el informe diario en el cielo. No hay muertes. De todos modos, Peeta y yo le hemos ofrecido un día bastante interesante a la audiencia, así que, con suerte, los Vigilantes nos concederán una noche tranquila.
Espero.
La costumbre hace que empiece a buscar un buen árbol para acurrucarme, antes de caer en la cuenta de que eso se acabó, al menos por un tiempo. No puedo dejar a Peeta sin protección en el suelo. No toqué nada en el lugar de su último escondite junto al arroyo (¿cómo iba a ocultar nada?), y estamos a cuarenta y cinco metros escasos de allí, aguas abajo. Me pongo las gafas, preparo las armas y me dispongo a montar guardia.
La temperatura baja rápidamente y, en pocos minutos, estoy helada como un polo. Al final me doy por vencida y me meto en el saco de dormir con Peeta. Está calentito y me acurruco con gusto hasta que me doy cuenta de que está algo más que calentito: es un horno, porque el saco está reflejando la fiebre de Peeta.
Le pongo la mano en la frente y compruebo que está ardiendo. El pánico se hace presente en mi cuerpo. No sé qué hacer. ¿Lo dejo en el saco y espero a que el exceso de calor lo haga sudar la fiebre? ¿Lo saco y espero a que el aire nocturno lo refresque? Acabo humedeciendo una venda y colocándosela en la cabeza. Parece poca cosa, pero no me atrevo a tomar ninguna decisión drástica.
Me paso la noche medio sentada, medio tumbada al lado de Peeta, refrescando la venda e intentando no pensar en que soy más vulnerable ahora que me he aliado con él que cuando estaba sola. Anclada en el suelo, en guardia, con un enfermo a mi cargo. Sin embargo, sabía que estaba herido y, a pesar de ello, vine a por él. Tengo que confiar en que el instinto que me hizo ir a buscarlo fuese acertado.
Cuando el cielo adquiere un tinte rosado, veo la capa de sudor sobre el labio de Peeta y descubro que le ha bajado la fiebre, no hasta la temperatura normal, pero sí varios grados. Como la noche anterior, cuando recogía vides, me encontré con uno de los arbustos de bayas que me había enseñado Rue, salgo a recoger la fruta y la aplasto en la olla del caldo, mezclándola con agua fría.
—Me desperté y no estabas —me dice Peeta, intentando levantarse, cuando llego a la cueva—. Estaba preocupado por ti.
Encarnó una de mis cejas.
—¿Que tú estabas preocupado por mí? —pregunto, sin poder evitar la risa, mientras lo tumbo otra vez, poniendo una mano sobre su pecho—. ¿Te has echado un vistazo últimamente, Mellark?
—Creía que Cato y Clove te habían encontrado. Les gusta cazar
de noche —sigue diciendo él, todavía muy serio.
—¿Clove? ¿Quién es? —ladee mi cabeza, confundida.
—La chica del Distrito 2. Sigue viva, ¿no?
—Sí —asentí de mala gana—. Estamos ellos, nosotros, Thresh y la Comadreja. Es el apodo de la chica del 5 —le hago saber, al ver que no entendía de quien le hablaba. Separó mi mano de su pecho al darme cuenta que había permanecido ahí un par de largos segundos y me mordí el interior de mi mejilla, maldiciendo el nerviosismo que me abarcó—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor que ayer. Esto es mucho mejor que el lodo: ropa limpia,
medicinas, un saco de dormir... y tú.
Ah, okey, volvemos al tema del romance. Sus palabras surgen algo de efecto, supongo que es por el gran actor que es: fácilmente podría vivir de ello si salimos de aquí con vida.
Le toco la mejilla con cuidado, y él me
toma la mano y se la lleva a los labios, depositando un suave y tierno beso en mis nudillos, brindándole caricias a mi mano con sus dedos.
Recuerdo que eso mismo hacía mi ex-cuñado con mi hermana y me pregunto dónde lo habrá visto Peeta, porque seguro que no ha sido entre su padre y esa bruja con la que se casó.
—Se acabaron los besos hasta que comas —le digo.
Lo ayudo a apoyar la espalda en la pared y él se traga obedientemente las cucharadas de papilla de bayas que le doy, aunque otra vez se niega a probar el granso.
—No has dormido —me dice cuando dejo de lado el granso.
—Estoy bien —respondo, a pesar de que me encuentro agotada.
—Duerme un poco. Yo vigilaré. Te despierto si pasa algo. Kamari
—sigue diciendo, al verme vacilar—, no puedes estar despierta para siempre.
En eso tiene razón, en algún momento tendré que dormir, y mejor hacerlo ahora que Peeta está relativamente alerta y tenemos la luz del sol a nuestro favor.
—De acuerdo, pero sólo unas cuantas horas; después me despiertas.
Ahora hace demasiado calor para el saco de dormir, así que lo coloco sobre el suelo de la cueva y me tumbo encima, con el arco cargado en una mano, por si tengo que disparar en cuestión de segundos. Peeta se sienta a mi lado, apoyado en la pared, con la pierna mala estirada delante de él y los ojos clavados en el mundo exterior.
—Duérmete —me dice en voz baja, y me aparta los mechones de pelo que me caen sobre la frente. A diferencia de los besos y caricias de mentira que nos hemos dado hasta ahora, este gesto resulta natural y tranquilizador. No quiero que se pare, y él no lo hace; me sigue acariciando el pelo hasta que me quedo dormida.
Demasiado, he dormido demasiado. Lo sé en cuanto abro los ojos y veo que ya no es por la tarde. Peeta está a mi lado, en la misma posición. Me incorporo, sintiéndome algo a la defensiva, aunque llevo días sin encontrarme tan bien.
—Peeta, se suponía que ibas a despertarme en un par de horas.
Él me mira con diversión.
—¿Para qué? Aquí no ha pasado nada. Además, me gusta verte dormir; no frunces el ceño, lo que mejora mucho tu aspecto.
Obviamente, eso me hace fruncir el ceño, y él sonríe. Entonces me doy cuenta de lo secos que tiene los labios. Le toco la mejilla y está tan caliente como una estufa de carbón. Me asegura que ha estado bebiendo, pero a mí me parece que los contenedores están llenos. Le doy más píldoras para la fiebre y me quedo a su lado mientras se bebe primero un litro de agua y después otro. Le curo las heridas leves, las quemaduras y las picaduras, que tienen mejor aspecto. A continuación me preparo mentalmente y le quito la venda a la pierna.
Se me cae el alma a los pies, porque está peor, mucho peor. Ya no hay pus al aire, pero se ha hinchado más, y la piel, tirante y reluciente, está inflamada. Entonces veo las líneas rojas que le empiezan a subir por la pierna: septicemia. Si no recibe atención médica, morirá; las hojas masticadas y la pomada no cambiarán nada en absoluto, necesitamos medicinas fuertes para la infección, medicinas del Capitolio. No tengo ni idea de cuánto podría costar algo tan potente; si Haymitch recoge las donaciones de todos los patrocinadores, ¿será suficiente? Lo dudo. Los regalos suben de precio cuanto más duran los juegos; lo que sirve para comprar una comida completa en el primer día, sólo da para una galleta salada en el decimosegundo. Y la clase de medicamento que necesita Peeta es cara desde el principio.
—Bueno, está más hinchado, pero no hay pus —digo, con voz temblorosa.
No quiero, pero un nudo se forma en mi garganta tan pronto lo miro a los ojos.
—Sé lo que es la septicemia, Kamari, aunque alguien cercano a mi no sea sanador.
Trago duro, lo que empeora el nudo en mi garganta: se vuelve más doloroso—. Simplemente significa que vas a tener que sobrevivir a los otros, Peeta. Te curarán en el Capitolio, cuando ganemos.
—Sí, buen plan —responde, pero me da la impresión de que lo hace por mí.
—Tienes que comer y mantenerte fuerte. Voy a hacerte una sopa.
Me iba a separar de su lado, pero sus dedos se enredaron en mi muñeca y me hicieron volver a mi antigua posición.
—No enciendas un fuego, no merece la pena.
—Ya veremos.
Me separo de él con cuidado, dirigiéndome a la salida de nuestro refugio improvisado. Cuando meto la olla en el arroyo, me asombra el calor brutal que hace. Juraría que los Vigilantes están subiendo la temperatura poco a poco por el día y bajándola al máximo por la noche. Sin embargo, el calor de las piedras cocidas al sol junto al arroyo me da una idea; quizá no haga falta encender una hoguera.
Me coloco sobre una gran roca plana, a medio camino entre el arroyo y la cueva. Después de purificar media olla de agua, la coloco al sol y añado varias piedras calientes del tamaño de huevos. Soy la primera en reconocer que no valgo mucho como cocinera, pero, como la sopa consiste, básicamente, en echarlo todo dentro de una olla y esperar, es una de mis especialidades. Pico el granso hasta que es poco más que papilla y aplasto algunas de las raíces de Rue. Por suerte, las dos cosas se habían asado antes, así que sólo hay que calentar. Gracias al sol y las rocas, el agua está ya caliente. Echo dentro la carne y las raíces, cambio las rocas frías por otras calientes y voy en busca de alguna verdura que le dé un poco de sabor. No tardo en descubrir unos cebollinos que crecen en la base de unas rocas. Perfecto. Los pico y los meto en la olla, vuelvo a cambiar las rocas, le pongo la tapa y dejo que todo se cueza.
No he visto muchas presas por aquí, pero no me siento cómoda dejando a Peeta solo mientras cazo, así que coloco una docena de trampas de lazo y espero tener suerte. Me pregunto cómo les irá a los demás tributos sin su principal fuente de alimentación. Al menos tres de ellos, Cato, Clove y la Comadreja, dependían de ella, aunque seguramente Thresh no. Tengo la sensación de que comparte algunos de los conocimientos de Rue sobre cómo alimentarse de la tierra. ¿Estarán luchando entre ellos? ¿Buscándonos? Quizá uno nos haya localizado y esté esperando el momento oportuno para atacar. La idea hace que vuelva a la cueva.
Peeta está tumbado sobre el saco de dormir, a la sombra de las rocas. Aunque se anima un poco cuando entro, está claro que se siente fatal. Le pongo una tela fresca en la cabeza, pero se calienta en cuanto le toca la piel.
—¿Quieres algo? —le pregunto.
—No, gracias —asiento, y cuando iba a cambiar el lado de la toalla, su voz me interrumpió los actos—. Espera, sí: cuéntame un cuento.
Alzó una de mis cejas con diversión.
—¿Un cuento? ¿Sobre qué?
No soy una gran cuentacuentos, se parece mucho a cantar. Sin embargo, de vez en cuando, Prim me saca alguno.
—Uno que sea alegre. Cuéntame el día más feliz que puedas recordar.
Dejo escapar un sonido, mezcla de suspiro y exasperación. ¿Que
le cuente algo alegre? Me va a costar más trabajo que hacer la sopa. Me devano los sesos en busca de buenos recuerdos, pero la mayoría son sobre Katniss, Gale, Asher y yo cazando en el bosque, y, por algún motivo, me parece que no les gustarían ni a Peeta ni a la audiencia. Eso me deja a Anika.
—¿Te he contado alguna vez cómo fue que le obsequié a Anika un perro que se veía más como un lobo bebé? —pregunto, y él sacude la cabeza y espera, ilusionado, así que empiezo, aunque con precaución, porque mis palabras se van a oír por todo Panem.
Está claro que la gente ha sumado dos más dos y sabe de mi caza furtiva, pero no quiero buscarles problemas a Asher, Sae la Grasienta, la carnicera y los agentes de la paz de casa que me compran la carne, y eso es justo lo que haría si anunciase públicamente que ellos también infringen la ley.
CINCO AÑOS ATRÁS
narra kamari
ÉSTA ES LA VERDADERA HISTORIA DE CÓMO CONSEGUÍ EL DINERO PARA EL PERRO DE ANIKA, SHIBA. Un viernes de mayo por la noche, el día antes de su décimo quinto cumpleaños, Asher y yo nos fuimos al bosque en cuanto acabó el colegio, porque yo quería recoger lo suficiente para comprarle un regalo a mi hermana. Pensaba en una tela nueva para un vestido o en un cepillo para el pelo.
Nuestras trampas habían funcionado bien y el bosque estaba repleto de verduras, pero no más que cualquier otra noche de viernes. Decepcionada, regresamos a casa, aunque Asher decía que nos iría mejor al día siguiente. Estábamos descansando un momento junto a un arroyo cuando lo vimos: un joven ciervo, quizá de un año, por su aspecto; empezaban a salirle los cuernos, pequeños y cubiertos de terciopelo. Estaba preparado para huir, pero dudaba de nosotros, porque no estaba acostumbrado a los humanos. Era precioso.
Aunque claro, dejó de ser tan precioso cuando recibió los dos flechazos, uno en el cuello y el otro en el pecho: Asher y yo habíamos disparado a la vez. El ciervo intentó correr, pero tropezó y el cuchillo de Asher le cortó el cuello antes de que el animal supiese lo que pasaba. Por un momento sentí una punzada de dolor ante la muerte de algo tan joven y tierno, aunque después me gruñó el estómago al pensar en toda aquella carne joven y tierna.
¡Un ciervo! Asher y yo sólo habíamos cazado tres en total. El primero era una hembra que tenía una pata herida, así que casi no contaba. Sin embargo, de aquella experiencia habíamos aprendido a no llevar la presa a rastras hasta el Quemador, porque había sido el caos: compradores pujando por las piezas e intentando arrancarlas ellos mismos. Sae la Grasienta había intervenido y nos había enviado con la cierva a la carnicera, pero el animal estaba destrozado, le habían quitado trozos de carne y tenía la piel llena de agujeros. Aunque todos pagaron lo justo, la presa perdió valor.
Por eso, cuando cazamos el ciervo, esperamos a que oscureciese para meternos por el agujero de la alambrada que estaba más cerca de la carnicera. A pesar de que todos supieran que cazábamos, no era buena cosa que nos vieran arrastrar un ciervo de sesenta y ocho kilos por las calles del Distrito 12 a plena luz del día, como si se lo restregásemos en las narices a los funcionarios.
La carnicera, una mujer bajita y regordeta llamada Rooba, abrió la puerta trasera cuando llamamos. Con Rooba no se regatea: ella te da un precio y tú lo tomas o lo dejas; pero es un precio justo. Aceptamos su oferta por el ciervo y ella añadió un par de filetes de venado que podríamos recoger después de que lo despiezase. Incluso dividiendo el dinero entre los dos, ni Asher ni yo habíamos tenido tanto junto en nuestra vida. Decidimos guardarlo en secreto y sorprender a nuestras familias con la carne y el dinero a la noche siguiente.
En realidad, así es como conseguí el dinero para el perro, pero a Peeta le dije que vendí un antiguo medallón de plata que solía ser de mi madre. Eso no le hace mal a nadie. Después sigo con la historia a partir de la tarde del cumpleaños de Anika.
Asher y yo fuimos al mercado de la plaza a comprar telas para el vestido de Prim. Mientras acariciaba un trozo de grueso algodón azul, algo me llamó la atención. Al otro lado de la Veta vivía un anciano con una pequeña granja; no sé su verdadero nombre, pero todos lo llaman el granjero del 12. Tiene las articulaciones hinchadas y retorcidas en extraños ángulos, además de una tos seca que demuestra que trabajó muchos años en las minas. Pero es un tipo con suerte: en algún momento consiguió ahorrar lo suficiente para comprar a los animales, y ahora tiene algo que hacer en su vejez, en vez de morirse de hambre poco a poco. Aunque es sucio e impaciente, sus animales están limpios y, por ejemplo, las vacas dan una leche muy buena: si tienes dinero para pagarla.
Uno de los perros, uno blanco con manchas grises, estaba tumbado en un carro y no resultaba difícil averiguar por qué: algo, probablemente un perro más grande, le había mordido la paletilla, y se le había infectado. Estaba mal, el hombre de los animales tenía que levantarlo para que comiera, pero se me ocurrió que conocía a la persona perfecta para curarla.
—Asher —susurré—, quiero a ese perro para Anika.
Tener un perro implicaba un gasto mayor, pero era el animal favorito de Anika y, ya que ella me complacía casi a diario, dije: ¿por qué no?
—Está malherido —dijo Asher, con una ceja alzada—. Será mejor que le echemos un vistazo más de cerca.
Nos acercamos y compré una taza de leche para compartir; después nos pusimos delante del perro, como si sintiésemos curiosidad y no tuviésemos nada mejor que hacer.
—Déjenlo en paz —dijo el hombre.
—Sólo estamos mirando —respondió Asher.
—Bueno, pues miren deprisa. Va directo a la carnicería. Casi nadie compra perros, mucho menos lastimados y, si lo compran, pagan la mitad.
—¿Qué te da la carnicera por ella? —le pregunté.
—Espera a ver —contestó el hombre, encogiéndose de hombros. Me volví y vi que Rooba se acercaba a nosotros—. Qué bien que aparezcas —le dijo el hombre de los animales cuando llegó—. Esta chica de aquí le ha echado el ojo a tu perro.
—No, si ya está apalabrado —repuse, intentando sonar despreocupada.
—No lo está —dijo Rooba, mirándome de arriba abajo; después miró hacia el perro con el ceño fruncido—. Mira esa paletilla, seguro que la mitad del bicho estará tan podrido que no me valdrá ni para salchichas.
—¿Qué? Teníamos un trato.
—Teníamos un trato por un animal con unas cuantas marcas de dientes, no por esto. Véndesela a la chica, si es lo bastante tonta para comprarla.
Antes de alejarse, vi que Rooba me guiñaba un ojo.
El hombre de los animales estaba enfadado, pero seguía queriendo quitarse al perro de encima. Tardamos media hora en acordar un precio, y ya teníamos a nuestro alrededor a una multitud de espectadores deseosos de dar su opinión. Era un trato excelente si el perro vivía, pero un robo si se moría. Todos querían llevar razón, mientras yo me limitaba a llevarme al perro.
Asher se ofreció a cargar con el; creo que quería ver la cara de Anika tanto como yo. En un momento de absoluta felicidad, compré un lazo azul y se lo até al cuello, y después corrimos a mi casa.
La reacción de Anika cuando entramos con el perro fue para verla; estaba tan emocionada que empezó a llorar y a reír a la vez; en cuanto lo cargo y observo su herida no dudó en llevarlo con la señora Everdeen, quien junto a Prim se pusieron a trabajar con rl, aplicándole hierbas y engatusando al animal para que se tragase sus brebajes.
Cuando la noticia de la muerte de Anika se transmitió en las pantallas del Distrito 12, Shiba salió corriendo de mi lado y jamás volvió a casa: supongo que no soporto el hecho de que su dueña hubiese muerto y salió del Distrito.
Me gustaba creer que seguía ahí afuera, pero lo dudaba. Aún así, esperaba que no hubiese tenido una muerte horrenda: no lo merecía.
ACTUALIDAD
narra kamari
—Suenan como tú —dice Peeta. Casi se me había olvidado que estaba conmigo.
—Oh, no, Peeta, ellas saben hacer magia. Esa cosa no podría haberse muerto ni queriendo —respondo, aunque me muerdo la lengua, porque me doy cuenta de lo que le parecerá mi afirmación a él, que se muere en mis incompetentes manos.
—No te preocupes, que no quiero —bromea—. Termina la historia.
—Bueno, eso es todo. Sólo que recuerdo que aquella noche Anika insistió en dormir con Shiba en una manta junto al fuego y que, justo antes de dormirse los dos, el perro le lamió la mejilla, como si le diese un beso de buenas noches o algo así. Ya estaba loco por ella.
—¿Todavía llevaba puesto el lazo azul?
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Intento imaginármelo —responde, pensativo—. Ahora entiendo por qué fue un día feliz.
—Bueno, sabía que ese perro podría ser una mina de oro si le enseñaba a robar —bromee, soltando una ligera risa.
—Sí, claro que me refería a eso, no a la inmensa alegría que le diste a tu hermana, a la que quieres tanto a pesar del tiempo sin ella —dice Peeta, en tono irónico.
—El perro resultaba de ayuda antes de que escapara —insisto, con aire de superioridad.
—Bueno, no se atrevería a lo contrario, teniendo en cuenta que le salvaste la vida —me miró. Una mirada dulce que me hizo creer que todo era real, hasta que me caí de golpe al recordar que esto era un acto—. Pretendo hacer lo mismo.
—¿De verdad? —trague duro—. ¿Y cuánto decías que me has costado?
—Muchos problemas. No te preocupes, te lo pagaré con intereses.
—No dices más que tonterías —respondo, y le toco la frente. La
fiebre no hace más que subir, y aquello me comenzaba a preocupar de más—. Aunque estás un poco más fresco —me limite a decir, dedicándole un intento de sonrisa que creo, quedo más como una mueca.
El sonido de las trompetas me sorprende; me pongo en pie de un salto y me asomo corriendo a la entrada de la cueva; no quiero perderme ni una sílaba. Es mi nuevo mejor amigo, Claudius Templesmith, y, como esperaba, nos invita a un banquete. Bueno, no tenemos tanta hambre y, literalmente, descarto su propuesta moviendo la mano con indiferencia, hasta que dice:
—Una cosa más: puede que algunos estén ya rechazando mi invitación, pero no se trata de un banquete normal. Cada uno de ustedes necesita una cosa desesperadamente. —giró mi cabeza tan rápido que siento que el cuello me truena: si que necesito algo desesperadamente, algo para curar la pierna de Peeta—. En la Cornucopia, al alba, encontrarán lo que necesitan en una mochila marcada con el número de su distrito. Piénsenlo bien antes de descartarlo. Para algunos, será su última oportunidad.
Se acabó, sólo quedan sus palabras, flotando en el aire. Peeta me toma de los hombros por detrás y me asusta.
—No —me dice. Casi puedo ver como si la simple idea le aterrorizara—. No vas a arriesgar la vida por mí.
Desvíe la mirada—. ¿Y quién ha dicho que piense hacerlo?
—Entonces, ¿no vas?
—Claro que no voy, ¿por quién me tomas? ¿Crees que voy a meterme en una barra libre con Cato, Clove y Thresh? No seas estúpido —respondo, ayudándolo a volver a la cama—. Dejaré que luchen entre ellos y veremos quién sale en el cielo mañana por la noche; después pensaremos en un plan.
—Qué mal mientes, Kamari, no sé cómo has sobrevivido tanto tiempo —empieza a imitarme—. «Sabía que ese perro era una mina de oro. Estás un poco más fresco. Claro que no voy» —alzó una de mis cejas, inconforme con mi imitación: yo no hablo así—. Será mejor que no te dediques a las cartas, porque perderías hasta la camisa.
Entrecierro mis ojos en su dirección. ¿Cree que me quedaré aquí, dejándolo morir?
—Bien, sí que voy, ¡y no puedes detenerme! —exclamo, con la cara roja de rabia.
—Puedo seguirte, al menos un trecho. Quizá no llegue a la Cornucopia, pero, si voy detrás de ti gritando tu nombre, seguro que alguien me encuentra. Así moriré, y punto.
—No podrías recorrer ni cien metros con esa pierna —bufé.
—Entonces, me arrastraré —el brillo de la decisión que atraviesa por sus ojos me inquieta—. Si tú vas, yo voy.
Es lo bastante cabezón y, quizá, lo bastante fuerte para hacerlo,
para salir aullando por el bosque detrás de mí. Aunque no lo encuentre un tributo, podría hacerlo otra cosa, y él no puede defenderse. Si quiero ir sola, voy a tener que emparedarlo aquí dentro. Además, ¿quién sabe el daño que podría hacerle el esfuerzo?
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Sentarme a verte morir? —suelto, irónica, porque tiene que saber que no es una opción, que la audiencia me odiaría y, sinceramente, yo también me odiaría si ni siquiera lo intentara.
—No me moriré, te lo prometo, si tú me prometes que no irás.
Estamos en tablas. Sé que no puedo convencerlo de esto, así que no lo intento y finjo aceptarlo a regañadientes.
—Entonces tendrás que hacer lo que te diga, beberte el agua, despertarme cuando te lo pida y comerte toda la sopa, ¡aunque esté asquerosa!
—De acuerdo. ¿Está ya?
—Espera aquí.
El aire se ha vuelto frío, aunque el sol no se ha puesto. Yo tenía razón, los Vigilantes están jugando con la temperatura. Me pregunto si uno de los tributos necesitará desesperadamente una buena manta. La sopa sigue calentita en su olla de hierro y, de hecho, tampoco está tan asquerosa.
Peeta se la come sin quejarse, e incluso rebaña la olla para demostrar su entusiasmo. Divaga sobre lo deliciosa que está, lo que debería animarme, de no ser porque sé lo que le hace la fiebre a la gente. Es como escuchar a Haymitch antes de que el alcohol lo deje del todo incoherente. Le doy otra dosis de la medicina para la fiebre antes de se le vaya por completo la cabeza.
Cuando me acerco al arroyo para lavarme, sólo puedo pensar en que morirá si no acudo al banquete. Lo mantendré con vida un par de días y después la infección le llegará al corazón, al cerebro o a los pulmones y acabará con él. Y yo me quedaré aquí sola, otra vez, esperando a los demás.
Estoy tan perdida en mis pensamientos que casi me pierdo el paracaídas, aunque flota delante de mis narices. Salto para tomarlo, lo saco del agua y arranco la tela plateada para conseguir el frasco. ¡Haymitch lo ha conseguido! Ha conseguido la medicina, no sé cómo, habrá convencido a un grupo de románticos idiotas para que vendieran sus joyas. ¡Puedo salvar a Peeta! Sin embargo, es un frasco muy pequeño, debe de ser muy fuerte para curar a alguien tan enfermo. Empieza a corroerme la duda, así que destapo el frasco y lo huelo; se me cae el corazón a los pies cuando me llega el aroma dulzón. Para asegurarme, me echo una gota en la punta de la lengua: no cabe duda, es jarabe somnífero. Es una medicina común en el Distrito 12, barata para ser medicina, aunque muy adictiva. Casi todos han tomado una dosis en algún momento. Nosotras tenemos un poco en casa, y mi madre se la da a los pacientes histéricos, de modo que se duerman y ella pueda coser una herida fea, tranquilizarlos o sólo mitigar su dolor durante la noche. Sólo hace falta un poquito, un frasco de este tamaño podría tumbar a Peeta durante un día entero, pero ¿de qué me sirve eso? Me pongo tan furiosa que estoy a punto de tirar al arroyo el último regalo de Haymitch, hasta que caigo en la cuenta: ¿un día entero? Es más de lo que necesito.
Aplasto un puñado de bayas para que no se note tanto el sabor y añado algunas hojas de menta, por si acaso. Después, regreso a la cueva.
—Te he traído un regalo. He encontrado otro arbusto de bayas un poco más abajo.
Peeta abre la boca sin vacilar para tragarse el primer bocado, pero, acto seguido, frunce un poco el ceño.
—Están muy dulces.
—Sí, son almezas; la señora Everdeen las utiliza para hacer mermelada. ¿Es que no las habías probado antes? —pregunto, metiéndole la siguiente cucharada en la boca con una sonrisa de oreja a oreja.
Estoy drogando a una persona, que emoción.
—No —responde él, casi perplejo—, pero me suena el sabor. ¿Almezas?
—Bueno, no es fácil encontrarlas en el mercado, son silvestres —respondo; otra cucharada dentro, sólo me queda una.
—Son tan dulces como el jarabe —dice él, tomándose la última. Parece que a empezado a analizar sus palabras—. Jarabe.
Peeta abre mucho los ojos al darse cuenta de la verdad, pero yo le tapo con fuerza la boca y la nariz, obligándolo a tragar en vez de a escupir. Él intenta vomitar la papilla, pero es demasiado tarde: ya empieza a perder la conciencia. Mientras se va, leo en sus ojos que no me lo perdonará nunca.
Me echo atrás, en cuchillas, y lo miro con una mezcla de tristeza y satisfacción. Se ha manchado la barbilla con una de las bayas, así que se la limpio.
—¿Quién era la que no podía mentir, Peeta? —digo, aunque sé que no puede oírme.
Da igual: el resto de Panem sí puede y son como mi desahogo personal en los últimos días.
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