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004. pair of fighters

CAPÍTULO CUATRO
▬  ❝ par de luchadores ❞  ▬
















ACTUALIDAD
narra kamari

DURANTE UNOS INSTANTES, PEETA Y YO ASIMILAMOS LA ESCENA DE NUESTRO MENTOR INTENTANDO LEVANTARSE DEL CHARCO DE PORQUERÍA RESBALADIZA QUE HA SOLTADO SU ESTÓMAGO. El hedor a vómito y alcohol puro hace que se me revuelvan las tripas. Nos miramos; está claro que Haymitch no es gran cosa, pero Effie Trinket tiene razón en algo: una vez en el estadio, sólo lo tendremos a él. Como si llegáramos a algún tipo de acuerdo silencioso, Peeta y yo lo cogemos por los brazos y lo ayudamos a levantarse.

—¿He tropezado? —pregunta Haymitch—. Huele mal.

Se limpia la nariz con la mano y se mancha la cara de vómito.

—Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco —dice Peeta.

Lo llevamos de vuelta a su compartimento medio a empujones,
medio a rastras. Como no podemos dejarlo sobre la colcha bordada, lo metemos en la bañera y encendemos la ducha; él apenas se entera.

—No pasa nada —me dice Peeta—. Ya me encargo yo.

No puedo evitar sentirme un poco agradecida, ya que lo que menos me apetece en el mundo es desnudar a Haymitch, limpiarle la porquería del pelo del pecho y meterlo en la cama. Seguramente, mi compañero intenta causarle buena impresión, ser su favorito cuando empiecen los juegos. Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está, Haymitch no se acordará de nada mañana.

—Bien, puedo enviar a una de las personas del Capitolio a ayudarte —le digo, porque hay varias en el tren. Cocinan para nosotros, nos sirven y nos vigilan; cuidarnos es su trabajo.

—No, no las quiero.

Asiento y vuelvo a mi cuarto. Entiendo cómo se siente Peeta, yo tampoco puedo soportar a la gente del Capitolio, pero hacer que se encarguen de Haymitch podría ser una pequeña venganza, así que medito sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de él, así, de repente. «Es porque está siendo amable. Igual que cuando me regaló el pan», pienso.

La idea hace que me pare en seco: un Peeta Mellark amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La gente amable consigue abrirse paso hasta mí y quedárseme dentro, y no puedo dejar que Peeta lo haga, no en el sitio al que vamos. Decido que, desde este momento, debo tener el menor contacto posible con el hijo del panadero amistoso.

Cuando llego a mi habitación, el tren se detiene en un andén para repostar. Abro rápidamente la ventana, tiro las galletas que me regaló el padre de Peeta y cierro el cristal de golpe. Se acabó, no quiero nada más de ninguno de los dos.

Por desgracia, el paquete de galletas cae al suelo y se abre sobre un grupo de dientes de león que hay junto a las vías. Sólo lo veo un instante, porque el tren sale de nuevo, pero me basta con eso; es suficiente para recordarme aquel otro diente de león que vi en el patio del colegio hace algunos años...

CUATRO AÑOS ATRÁS
narra kamari

JUSTO CUANDO APARTÉ LA MIRADA DEL ROSTRO AMORATADO DE PEETA MELLARK, me encontré con el diente de león y supe que no todo estaba perdido. Lo arranqué con cuidado y me apresuré a volver a casa, cogí un cubo y me dirigí a la Pradera; y sí, estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas, rebusque por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y medio, más o menos, hasta que llene el cubo de hojas, tallos y flores de diente de león. Aquella noche me atiborré de ensalada y otro poco del pan de la panadería.

Mi hermana tenía un libro que se había llevado hurtado aún siendo pequeña; las hojas estaban hechas de pergamino viejo y tenían dibujos a tinta de plantas, junto a los cuales habían escrito en pulcras letras mayúsculas sus nombres, dónde recogerlas, cuándo florecían y sus usos médicos. Sin embargo, mi hermana añadió otras entradas al libro, plantas comestibles, no curativas: dientes de león, ombús, cebollas silvestres y pinos. Me paso el resto de la noche estudiando detenidamente aquellas páginas.

Al día siguiente no teníamos clases. Durante un rato me quedé en el borde de la Pradera, pero, finalmente, conseguí reunir el valor necesario para meterme por debajo de la alambrada. Era la primera vez que estaba allí sola, sin las pocas armas de mi hermana para protegerme, aunque recuperé el pequeño arco y las flechas que había escondido en un árbol hueco una de las últimas veces que estuvimos ahí: creo que aquel se lo había comprado al padre de Katniss. No me adentré ni veinte metros en los bosques y la mayor parte del tiempo la pasé subida a las ramas de un viejo roble, con la esperanza de que se acercara una presa. Después de varias horas, tuve la buena suerte de matar un conejo. Lo había hecho antes, con la ayuda de mi hermana; pero era la primera vez que lo hacía sola.

Llevaba varios meses sin comer carne, así que la imagen del conejo me dio más esperanza. Como pude despelleje el animal, e hice un estofado con la carne y parte de las verduras que me sobraban.

Los bosques se convirtieron en mi salvación, y cada día me adentraba más en sus brazos. A pesar de que al principio fue algo lento, estaba decidida a alimentarme; robaba huevos de los nidos, pescaba peces con una red, a veces lograba disparar a una ardilla o un conejo para el estofado y recogía las distintas plantas que surgían bajo mis pies. Las plantas son peligrosas; aunque hay muchas comestibles, si das un paso en falso estás muerta. Las comparaba varias veces con los dibujos de mi padre antes de comerlas, y eso me mantuvo viva.

Ante cualquier indicio de peligro, ya fuese un aullido lejano o una rama rota de forma inexplicable, salía corriendo hacia la alambrada. Después empecé a arriesgarme a subir a los árboles para escapar de los perros salvajes, que no tardaban en aburrirse y seguían su camino. Los osos y los gatos vivían más adentro; quizá no les gustaban la peste y el hollín de nuestro distrito.

Luego recuerdo, que días antes de la cosecha, me había mudado a casa de las Everdeen y decidí que no sería solo una carga más para Katniss y entonces, el 18 de mayo fui al Edificio de Justicia, firmé para pedir mi tesela y me llevé a la casa el primer lote de cereales y aceite en el carro de juguete de Prim: todavía puedo acordarme de aquella discusión que tuve con Katniss por lo que hice, pero no me arrepentí y no le repliqué nada a ella, aunque también hubiese pedido teselas. Los días 8 de cada mes teníamos derecho a hacer lo mismo, pero, claro, no podía dejar de cazar y recolectar: aquella actividad de la había inculcado a Katniss, quien parecía contenta por poder llevar más comida a su casa.

El cereal no bastaba para vivir y había otras cosas que comprar: jabón, leche e hilo. Lo que no fuese absolutamente necesario consumir, lo llevaba al Quemador. Me daba miedo entrar allí sin mi hermana al lado; sin embargo, la gente lo respetaba y me aceptaba por ella. Al fin y al cabo, una presa era una presa, la derribase quien la derribase.

También vendíamos en las puertas de atrás de los clientes más ricos de la ciudad, intentando recordar lo que mi hermana me había dicho y aprendiendo unos cuantos trucos nuevos. La carnicera nos compraba los conejos, pero no las ardillas; al panadero le gustaban las ardillas, pero sólo las aceptaba si no estaba por allí su mujer; al jefe de los agentes de la paz le encantaba el pavo silvestre y el alcalde sentía pasión por las fresas.

A finales del verano, estábamos lavándonos en un estanque cuando me fijé en las plantas que nos rodeaban: altas con hojas como flechas, y flores con tres pétalos blancos. Me arrodillé en el agua, metí los dedos en el suave lodo y saqué un puñado de raíces. Eran tubérculos pequeños y azulados que no parecían gran cosa, pero que, al hervirlos o asarlos, resultaban tan buenos como las patatas.

Ese día codee a Katniss, quien iba a mi lado y tomaba de las mismas raíces que yo.

—Katniss, la saeta de agua —dije en voz alta, haciéndola sonreír ligeramente.

Era la planta por la que le pusieron ese nombre según ella me había contado.

Nos pasamos varias horas agitando el lecho del estanque con los dedos de los pies y un palo, recogiendo los tubérculos que flotaban hasta la superficie. Aquella noche nos dimos un banquete de pescado y raíces de saeta hasta que, por primera vez en meses, las cuatro nos llenamos.

ACTUALIDAD
narra kamari

ME QUEDO MIRANDO POR LA VENTANA DEL TREN UN RATO, deseando poder abrirla de nuevo, pero sin saber qué pasaría si lo hiciera a tanta velocidad. A lo lejos veo las luces de otro distrito. ¿El 7? ¿El 10? No lo sé. Pienso en los habitantes dentro de sus casas, preparándose para acostarse. Me imagino mi casa, con las persianas bien cerradas. ¿Qué estarán haciendo Katniss, Prim y su madre? ¿Habrán sido capaces de cenar el guiso de pescado y las fresas? ¿O estará todo intacto en los platos? ¿Habrán visto el resumen de los acontecimientos del día en el viejo televisor que tienen en la mesa pegada a la pared? Seguro que han llorado más. ¿Estará resistiendo la señora Everdeen, estará siendo fuerte por sus hijas? ¿O habrá empezado a marcharse, a descargar el peso del mundo sobre los hombros de Katniss?

Sin duda, esta noche dormirán juntas. Me consuela que el viejo zarrapastroso de Buttercup se haya colocado en la cama para proteger a Prim. Si llora, él se abrirá paso hasta sus brazos y se acurrucará allí hasta que se calme y se quede dormida. Cómo me alegro de que Katniss no lo hubiese ahogado.

Pensar en mi casa me mata de soledad. Ha sido un día interminable. ¿Cómo es posible que Asher y yo estuviéramos recogiendo moras esta misma mañana? Es como si hubiese pasado en otra vida, como un largo sueño que se va deteriorando hasta convertirse en pesadilla. Si consigo dormirme, quizá me despierte en el Distrito 12, el lugar al que pertenezco.

Seguro que hay muchos camisones en la cómoda, pero me quito la camisa y los pantalones, y me acuesto en ropa interior. Las sábanas son de una tela suave y sedosa, con un edredón grueso y esponjoso que me calienta de inmediato.

Si voy a llorar, será mejor que lo haga ahora; por la mañana podré arreglar el estropicio que me hagan las lágrimas en la cara. Sin embargo, no lo consigo, estoy demasiado cansada o entumecida para llorar, sólo quiero estar en otra parte; así que dejo que el tren me meza hasta sumergirme en el olvido.

[...]

Está entrando luz gris a través de las cortinas cuando me despiertan unos golpecitos. Oigo la voz de Effie Trinket llamándome para que me levante.

—¡Arriba, arriba, arriba! ¡Va a ser un día muy, muy, muy importante!

Durante un instante intento imaginarme cómo será el interior de la cabeza de esta mujer. ¿Qué pensamientos llenan las horas en que está despierta? ¿Qué sueños tiene por las noches? No tengo ni idea.

Me vuelvo a poner el pantalón cafe y la blusa de ayer porque no están muy sucios, sólo algo arrugados por haberse pasado la noche en el suelo. Recorro con los dedos el círculo que rodea al pequeño sinsajo de oro y pienso en los bosques, en mi hermana, y en Katniss, su madre y Prim levantándose, teniendo que enfrentarse al día. He dormido sin deshacer las intrincadas trenzas con las que me peinó la señora Everdeen para la cosecha; como todavía tienen buen aspecto, me dejo el pelo como está. Da igual: no podemos estar lejos del Capitolio y, cuando lleguemos a la ciudad, mi estilista decidirá el aspecto que voy a tener en las ceremonias de inauguración de esta noche. Sólo espero que no crea que la desnudez es el último grito en moda.

Cuando entro en el vagón comedor, Effie Trinket se acerca a mí con una taza de café solo; está murmurando obscenidades entre dientes. Haymitch se está riendo disimuladamente, con la cara hinchada y roja de los abusos del día anterior. Peeta tiene un panecillo en la mano y parece algo avergonzado.

—¡Siéntate! ¡Siéntate! —exclama Haymitch, haciendo señas con la mano.

En cuanto lo hago, me sirven una enorme bandeja de comida: huevos, jamón y montañas de patatas fritas. Hay un frutero metido en hielo, para que la fruta se mantenga fresca, y tengo delante una cesta de panecillos que habrían servido para alimentar a toda la familia con la que vivo durante una semana. También hay un elegante vaso con zumo de naranja; bueno, creo que es zumo de naranja. Sólo he probado las naranjas una vez, en Año Nuevo, porque mi hermana compró una como regalo especial. Una taza de café; mi la señora Everdeen adora el café, aunque casi nunca podemos permitírnoslo, pero a mí me parece aguado y amargo. Al lado hay una taza con algo de color marrón intenso que nunca había visto antes.

—Lo llaman chocolate caliente —me dice Peeta con una pequeña sonrisa—. Está bueno.

Pruebo un trago del líquido caliente, dulce y cremoso, y me recorre un escalofrío. Aunque el resto de la comida me llama, no le hago caso hasta que termino la taza. Después me atiborro de todo lo que puedo, procurando no pasarme con los alimentos más grasos.

Cuando siento que el estómago me va a estallar, me echo hacia atrás y observo a mis compañeros de desayuno. Peeta sigue comiendo, troceando los panecillos para mojarlos en el chocolate caliente. Haymitch no le ha prestado mucha atención a su bandeja, pero está tragándose un vaso de zumo rojo que no deja de mezclar con un líquido transparente que saca de una botella. A juzgar por el olor, es algún tipo de alcohol. No conozco a Haymitch, al menos no mucho o quizá como Anika llegó a conocerlo, aunque lo he visto a menudo en el Quemador, tirando puñados de dinero sobre el mostrador de la mujer que vende licor blanco. Estará diciendo incoherencias cuando lleguemos al Capitolio.

Me doy cuenta de que detesto a este hombre; no es de extrañar que los tributos del Distrito 12 no tengan ni una oportunidad. No es sólo que estemos mal alimentados y nos falte entrenamiento, porque algunos de nuestros participantes eran lo bastante fuertes como para intentarlo, pero rara vez conseguimos patrocinadores, y él tiene gran parte de la culpa. La gente rica que apoya a los tributos (ya sea porque apuesten por ellos o simplemente por tener derecho a presumir de haber escogido al ganador) espera tratar con alguien más elegante que Haymitch.

—Entonces, ¿se supone que nos vas a aconsejar? —le pregunto.

—-¿Quieres un consejo? Sigue viva —responde Haymitch, y se echa a reír.

¿Le dijo lo mismo a mi hermana? Pues que consejo de mierda da este hombre.

Miro a Peeta antes de recordar que no quiero tener nada que ver con él, y me sorprende encontrarme con una expresión muy dura, cuando normalmente parece tan afable.

—Muy gracioso —dice. De repente, le pega un bofetón al vaso que Haymitch tiene en la mano, y el cristal se hace añicos en el suelo y desparrama el líquido rojo sangre hacia el fondo del vagón—. Pero no para nosotros.

Haymitch lo piensa un momento y le da un puñetazo a Peeta en la mandíbula, tirándolo de la silla. Cuando se vuelve para coger el alcohol, clavo mi cuchillo en la mesa, entre su mano y la botella; casi le corto los dedos. Me preparo para rechazar un golpe que no llega; el hombre se echa hacia atrás y nos mira de reojo.

—Bueno, ¿qué tenemos aquí? ¿De verdad me han tocado un par
de luchadores este año?

Peeta se levanta del suelo y coge un puñado de hielo de debajo
del frutero. Empieza a llevárselo a la marca roja de la mandíbula.

—No —lo detiene Haymitch—. Deja que salga el moretón. La audiencia pensará que te has peleado con otro tributo antes incluso de
llegar al estadio.

—Va contra las reglas.

—Sólo si te descubren. Ese moretón dirá que has luchado y no te han
cogido; mucho mejor —después se vuelve hacia mí—. ¿Puedes hacer algo con ese cuchillo, aparte de clavarlo en la mesa?

Mis armas son el arco y la flecha, aunque también he pasado bastante tiempo lanzando cuchillos. A veces, si hiero a un animal con el arco, es mejor clavarle también un cuchillo antes de acercarse. Me doy cuenta de que, si quiero ganarme la atención de Haymitch, éste es el momento adecuado para impresionarlo. Arranco el cuchillo de la mesa, lo cojo por la hoja y lo lanzo a la pared de enfrente; la verdad es que esperaba clavarlo con fuerza, pero se queda metido en el hueco entre dos paneles de madera, lo que me hace parecer mucho mejor de lo que soy.

—Vengan aquí los dos —nos pide Haymitch, señalando con la cabeza al centro de la habitación. Obedecemos, y él da vueltas a nuestro alrededor, tocándonos como si fuésemos animales, comprobando nuestros músculos y examinándonos las caras—. Bueno, no está todo perdido. Parecen estar en forma y, cuando los tomen los estilistas, serán bastante atractivos —Peeta y yo no lo ponemos en duda, porque, aunque los Juegos del Hambre no son un concurso de belleza, los tributos con mejor aspecto siempre parecen conseguir más patrocinadores—. De acuerdo, haré un trato con ustedes: si no interfieren con mi bebida, prometo estar lo suficientemente sobrio para ayudarlos, siempre que hagan todo lo que les diga.

No es un gran trato, pero sí un paso gigantesco con respecto a lo ocurrido hace diez minutos, cuando no teníamos guía alguna.

—De acuerdo —responde Peeta.

—Pues ayúdanos. Cuando lleguemos al estadio, ¿cuál es la mejor estrategia en la Cornucopia para alguien...?

—Cada cosa a su tiempo. Dentro de unos minutos llegaremos a la estación y estarán en manos de los estilistas. No les va a gustar lo que les hagan, pero, sea lo que sea, no se resistan.

—Pero... —empiezo a protestar.

—No hay peros que valgan, no se resistan —dice Haymitch.

Después toma la botella de la mesa y sale del vagón. Cuando se cierra la puerta, el vagón se queda a oscuras; aunque todavía hay algunas luces dentro, es como si se hiciese de noche en el exterior. Me doy cuenta de que debemos de estar en el túnel que atraviesa las montañas y lleva hasta el Capitolio. Las montañas forman una barrera natural entre la ciudad y los distritos orientales. Es casi imposible entrar por aquí, salvo a través de los túneles. Esta ventaja geográfica fue un factor decisivo para la derrota de los distritos en la guerra que me ha convertido en tributo. Como los rebeldes tenían que escalar las montañas, eran blancos fáciles para las fuerzas aéreas del Capitolio.

Peeta Mellark y yo guardamos silencio mientras el tren sigue su camino. El túnel dura y dura, nos separa del cielo, y se me encoge el corazón. Odio estar encerrada en piedra, me recuerda a mis sueños con Anika, atrapada, incapaz de llegar hasta la luz de la esfera que emite la voz de mi hermana.

El tren por fin empieza a frenar y una luz brillante inunda el compartimento. No podemos evitarlo, los dos salimos corriendo hacia la ventanilla para ver algo que sólo hemos visto en televisión: el Capitolio, la ciudad que dirige Panem. Las cámaras no mienten sobre su grandeza; si acaso, no logran capturar el esplendor de los edificios relucientes que proyectan un arcoíris de colores en el aire, de los brillantes coches que corren por las amplias calles pavimentadas, de la gente vestida y peinada de forma extraña, con la cara pintada y aspecto de no haberse perdido nunca una comida. Todos los colores parecen artificiales: los rosas son demasiado intensos; los verdes, demasiado brillantes, y los amarillos dañan los ojos, como los caramelos con forma de discos planos que nunca podemos permitirnos en la tienda de dulces del Distrito 12.

La gente empieza a señalarnos con entusiasmo al reconocer el tren de tributos que entra en la ciudad. Me aparto de la ventanilla, asqueada por su emoción, sabiendo que están deseando vernos morir. Sin embargo, Peeta se mantiene en su sitio, e incluso empieza a saludar y sonreír a la multitud, que lo mira con la boca abierta. Sólo deja de hacerlo cuando el tren se mete en la estación y nos tapa la vista.

Se da cuenta de que lo miro y se encoge de hombros.

—¿Quién sabe? Puede que uno de ellos sea rico.

Lo había juzgado mal. Empiezo a pensar en sus acciones desde que comenzó la cosecha: el amistoso apretón de manos, su padre regalándome galletas y prometiendo cuidar de Prim... ¿Sería idea de Peeta? Sus lágrimas en la estación, presentarse voluntario para lavar a Haymitch y después retarlo esta mañana al descubrir que, por lo visto, hacerse el bueno no servía de nada.

Y aquí está ahora, saludando por la ventanilla, intentando ganarse al público.

Las piezas todavía no han encajado del todo, pero siento que se forma un plan, que no ha aceptado su muerte. Ya está luchando por seguir vivo, lo que significa, además, que el bueno de Peeta Mellark, el chico que me dio el pan, está luchando por matarme.

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