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59. ❝¿Desconocido?❞🌙

No hago más que quejarme por cinco minutos. Tal vez no parezca mucho tiempo, pero sí lo es teniendo en cuenta que me duele la espalda por haber dormido en el suelo. Me caí sobre mis zapatos, y allí quedé. Al parecer, dormí de esa manera toda la noche. No lo comprendo. Tampoco comprendo qué hace mi gato de mascota sobre mi colchón. Se llama Gato. Y no tengo mascota, de todos modos, pero sé que es mío. Lo habré tomado de la calle y me lo habré quedado. De pequeña me gustaba hacer eso. Mi madre me regañaba, recuerdo. No era algo que me importara, de todos modos. Sigue sin importarme. Pero sí me interesaría saber de dónde salió el gato Gato. Será el misterio de la mañana, supongo.

Me levanto del suelo, muy despacio. Me sujeto de los bordes de la cama para ayudarme un poco. Recuérdame no dormir en el piso nunca más. Gracias, te lo agradeceré de nuevo más tarde, seguramente cuando la jodida espalda me deje de doler. Y dejemos en claro que ya he aprendido la lección: no dejar los zapatos al lado de la cama. Toma nota si quieres, estoy segura que te será muy útil por si te ocurre lo mismo que a mí alguna vez.

Intento hacer a Gato a un lado, muy despacio para que no se enfade. Todos los gatos que he tenido antes fueron bastante malhumorados. Me gustaban por eso mismo: era idénticos a su dueña. O sea, yo. Claro. ¿En qué pensabas?

Escucho cómo Gato ronronea, y me da pena despertarlo. Lo dejo tal como está, y tras buscar mis patuflas y encontrarlas, me las pongo para ir hacia la cocina. Me prepararé el desayuno, no sabía que dormir sobre tu calzado daba tanta hambre.

Me encuentro a mi abuela Isabella en aquel lugar. Le doy los buenos días, y me contesta de la misma manera mientras me acerco al refrigerador para tomar de allí la leche. Ni siquiera sé por qué lo hago, ya que detesto la leche.

—¿Sabes de dónde ha salido el gato Gato? —le pregunto, ya que tengo la oportunidad—. Porque simplemente no lo recuerdo...

—Pues, sí —contesta—. Te lo ha regalado David.

Volteo para verla a la cara. También veo que no está bromeando, y eso me hace estar más confundida. A él no le gustan los gatos...

—¿En serio? —inquiero—. ¿David? ¿David Janner?

Ella asiente con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo.

—Sí, ¿quién sino? Es el único muchacho con el que te hablas.

—Abuela... —le reprendo—. Lo dices que si fuera una antisocial de primera.

—Lo digo como si fuese el único muchacho que te interesa, porque creo creer que así es... Y, ya que lo mencionas, te ha llamado... Hace un rato. Quise despertarte, pero te veías bastante cómoda y dijo que no le molestaba esperar a que despertaras. Y, ¿sabes? Cada día demuestra más que también le gustas...

Parpadeo un par de veces. ¿Qué dijo? ¿Que me interesa? ¿Que llamó? ¡¿QUE ESTABA CÓMODA?!

En su lugar, después de dejar la perplejidad de lado, pregunto:

—¿Si? ¿Y qué quería?

Intenté mostrarme bastante desinterezada. Ella contesta:

—Hablar contigo... —Yo ruedo los ojos tras darme la vuelta para que no me viera. No creo que me haya llamado para otra cosa que no sea conversar. Dios mío—. Y, como te dije, creo que le gustas.

—Abuela... no.

—Natalie... —contesta ella, de la misma manera—. Un chico te ha llamado. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

—Pues, sí. Significa que me llamó y punto.

—No... Significa que le gustas, ya te lo dije. Porque a ver, ¿qué chico llamaría a una mujer? Uno que esté completamente loco por ella.

Me río, porque de verdad me ha dado gracia. Qué ingenua resultó ser.

—No digas tonterías —respondo—. Él nunca sentiría nada por mí... Me quiere como una amiga... o eso fue lo que comprendí e interpreté todo este tiempo.

—Yo creo que interpretas y comprendes todo al revés.

—Tal vez. —Me encojo de hombros, tras contestar de aquella manera porque sino la discusión no acabará jamás, y dejo la leche en su lugar. Mejor tomaré un vaso de agua.

—Tal vez no, eres muy ciega.

—Tal vez.

Ahora ella es la que pone los ojos en blanco mientras sonríe y yo me dedico a terminar de desayunar durante los siguientes segundos. Si es que puede denominársele desayuno realmente. Una vez que hube finalizado, decido que ya es momento de cambiarme. No andaré con mi pijama deambulando por la casa. Antes lo hacía, pero tras una mala experiencia (había llegado una amiga de mi abuela y me vio toda desastroza; fue más que vergonzoso) decidí que después de despertarme debía ponerme ropa decente. Sin excepciones. Siempre que estuviera en vacaciones, claro. En el internado es diferente.

Me calzo las malditas zapatillas maldiciéndoles. Sin embargo, me callo de repente cuando suena mi celular desde algún lugar. Gato salta en su sitio, y tras dejar la cama libre noto que estaba debajo de él. Lo tomo, y una vez que veo de quién se trata comienzo a sonreír. Es David. ¿Qué otro chico me sacaría una sonrisa sino? Exacto, Gato. Y no es precisamente un chico, sino un gato, como bien sabes.

Tras atender, charlamos por un largo rato. Mi mascota me observó furiosa todo ese tiempo desde el suelo, ya que me recosté sobre el colchón ocupando su lugar. David, antes de colgar, me avisó que llamaba porque debemos practicar la canción. Como no sabía a qué se estaba refiriendo, tuve que pedirle explicaciones. Y me sentí estúpida por haberlo olvidado, ya que estaba hablando de la interpretación para Música e Italiano. Yo le dije que viniera a mi casa, porque pues, yo no puedo cargar mi órgano para llevar el instrumento a la suya. De más está decir que aceptó, y nos despedimos. Ahora aprovecho para poner toda mi habitación en orden. Está hecha un asco. Y aquí está el piano, así que no me queda otra opción más que limpiar.

Gato no me deja tender la cama porque al instante que me levanté él se echó allí de nuevo, pero pondré la excusa que él existe y ya está. Problema resuelto.

Cuando David llega, un par de horas más tarde, conversa con mi abuela Isabella por un largo rato. Yo tengo que interferir para que no estén toda la tarde de la misma manera, ignorándome. Así que lo llevo a mi habitación. Gato lo observa, supongo que con algo de curiosidad (si es que los gatos pueden hacerlo), y lo sigue con la mirada mientras que yo me siento en el banco de mi instrumento. David se queda de pie con la guitarra entre sus manos. Después que se oyese un maullido, él voltea hacia aquella dirección. Se lo encuentra, y va con él. Lo acaricia, y Gato ronronea subiéndose a su regazo. Qué suertudo. De más está especificar que él no es así de cariñoso conmigo, y eso que me pertenece. Maldito Gato, lo daré en adopción si sigue comportándose de esa manera.

—¿Ya podemos empezar? —pregunto molesta, dirigiéndome a Janner, quién alza la cabeza para encontrarse conmigo. Se disculpa, y después asiente con la cabeza. Se pone de pie, disculpándose también con el gato, y regresa junto a mí. Sonrío victoriosa, y le lanzo una mirada a mi mascota. «Ahora es mío, bola de pelos.»

Durante los siguientes minutos decidimos que haremos todo por partes, y que yo iniciaría tocando toda la canción en piano, luego David en guitarra, después con voz y así. Nos dimos cuenta que de esa manera veríamos los errores de cada uno y los corrigiríamos antes de hacerlo en conjunto.

Yo soy la que comienza. Una vez que acabo, tras tener que haber empezado de nuevo, le pregunto cómo salió. Él me sonríe antes de decir:

—Pues, no tengo ni idea; no he prestado atención.

—¡David!

—Lo siento... pero mirar a Gato es más interesante.

Okay.

No me lo esperaba.

En absoluto.

Lo voy a matar.

—¿Qué dijiste? —le pregunto, entrecerrando los ojos. Abre y cierra la boca varias veces antes de corroborar que no le han comido la lengua los ratones, y dice:

—Yo... yo... estaba bromeando... Sabes que en realidad te estaba observando a ti.

—No, no lo sabía. Estaba mirando las teclas del piano, ¿cómo iba a saberlo?

Voltea hacia el maldito animal, pensando que tal vez él podrá ayudarlo. No hace más que lamerse las patas, dándole a entender que debe salir del hoyo solo. Se vuelve hacia mí de nuevo, brindándome una sonrisa.

—Natt...

—¿Es que ahora lo prefieres a él?

Enarca una ceja.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando? Si te dije que estaba jugando...

—No te creo. —Suelto un suspiro, e intento contenerme. No puedo sentir celos de un condenado gato—. ¿Viniste aquí por mí, o por él? Llévatelo si quieres, ya no lo quiero. Encima es malhumorado. No me gustan los animales así.

—Creí que había quedado claro que vine por ti.

—No se nota, la verdad.

Se sienta a mi lado, por más que yo al mismo tiempo no lo vea conveniente.

—No vine aquí por la canción, Natalie. Ni siquiera para estar con Gato. Lo hice para pasar tiempo contigo... Debemos hablar sobre algo. Es muy importante.

—Ah, ¿si? —digo, intentando sonar desinteresada. No estoy muy segura si lo he conseguido, después de todo.

—Sí... Aunque, primero déjame decirte que lo siento. No quería que reaccionaras de esa forma. Sabes que Gato es el único gato que me gusta.

—¿Y qué es lo segundo?

Puedo sonar inmadura, pero no pienso perdonarlo todavía. Con eso no se juega.

—Bueno... —Se posiciona de manera que ya no mira el órgano, sino que a mí, y lo suelta—: sólo que, una vez que te lo diga, no quiero que te molestes conmigo. ¿Sí?

—No puedo prometerte nada, sabes cómo soy.

Sonríe ante aquellas palabras, lo que me hace sonreír también. Lo contemplo, todavía sonriente, y casi no me doy cuenta cuando entrelaza su mano con la mía. No le digo nada al respecto. Tampoco sé si quiere que lo haga. Lo único de lo que estoy totalmente convencida como para pronunciarlo de verdad, es que me gusta más de lo que pensaba.

—Lo que realmente quise decirte desde que he llegado aquí es que estoy enamorado de ti. —Entonces, con toda la seguridad del mundo, puedo afirmar que a David Janner le perdonaría lo que sea. Hasta la cosa más pequeña y estúpida. Porque es él, y nadie más. Porque es él, y la única persona capaz de hacerme sentir todas aquellas cosas que me hace sentir. Veo sus ojos cafés, y cómo brillan. Y sí, son cafés. Puede que algunos piensen que no tengan nada de especial. Pero el café es la combinación de todos los colores, y eso me encanta. Lo define como a nadie más podría definirlo—. Estoy enamorado de ti, y esa es la mayor razón por la que no quiero perderte.

No me doy cuenta que cada vez la distancia entre uno y otro es menor hasta que él roza mi mejilla con sus dedos; encontrándome obligada a abrir los ojos. Porque sí, los había cerrado. Después de haber quedado maravillada por los suyos.

Reúno cada uno de los pedacitos de mi corazón, aquel que se ha estropeado hacía tiempo, y cada uno de ellos me susurra una palabra diferente, construyendo una respuesta. Yo soy la que se encarga de decirlo en voz alta; feliz, en una pieza, emocionada.

—Nunca me perderás, David. Seamos lo que seamos, jamás me perderás.

¡Dios mío! ¿Qué se supone que he hecho? ¿Qué ocurrió? No, por favor, no. No, no y más no. Natalie, mi amor, no...

—Por favor... —repito, ahora en voz alta. Miro su rostro, desesperado, que se encuentra entre mis manos—. Natt, por favor. No. No puedes irte, no... No me hagas esto, yo te amo... Por favor, por favor...

La puerta se abre de inmediato, interrumpiéndome. Escucho voces a la distancia, pero no les presto atención. Grito cuando me apartan, me arrastran y me llevan fuera del cuarto. Alguien nuevo me sujeta, y hago todo lo que puedo con tal de apartarme. Todo está borroso. No logro diferenciar los rostros, aunque veo que son dos personas las que se acercan. Otra me toma de los hombros, gritándome también, aunque no distingo las palabras. Sólo sé que me está gritando.

Consigo que me suelte, y no logro mantenerme de pie. Caigo, golpeándome apenas, aunque lo ignoro de todos modos. Intentan levantarme, y noto que es Luke. Tras largos segundos lo comprendo todo. Quiere que me calme. Yo le contesto, lo más alto que puedo, cómo mierda se supone que quiere que me calme, y solo me pongo de pie. Lo empujo para alejarlo de mí, y las manos me tiemblan. Decido que lo mejor será largarme de aquí, y pienso en lo imbécil que llegué ser hasta llegar a la planta baja. Con pasos decididos salgo por la puerta, y entonces me quiebro. Tanto lágrimas de frustración como de amargura y desconsuelo.

La perdí.

La perdí, y para siempre. Nunca más nadie podrá encontrar a una Natalie Hofmann como tal de pies a cabeza. Físicamente, tal vez. Esencialmente, jamás. Su manera de ser era única. Adoré su manera de ver las cosas por más que por momentos me desesperara. Y sí, puede que haya hecho cosas que te sacaban de quicio, que te daban ganas de querer estrangularla y hasta era muy tonta en ocasiones; pero, aun así, era ella y no dejaba de serlo en ningún momento. Era ella de la misma forma que tú eres tú, y no fingía. No tenía razones para demostrarse como no era; cómo se cubría cada tanto con su caparazón esperando que llegase el momento que no lo necesitara más.

Decía estupideces y cosas sin sentido como hacemos todos; era muy lenta para comprender algo y había veces que también era difícil en comprenderla a ella. Pero así yo fui capaz de amarla como nunca.

☀ ☀ ☀

En todo lo que restó del camino estuve pateando todo objeto que veía. Hasta que me senté en el suelo por unos momentos y lloré. Lloré como lo había hecho desde que salí del hospital, aún sin que me importara lo demás. Lloré, intentando no pensar en nada más. No es que lo haya logrado, pero lo intenté. Me había puesto de pie y seguí caminando. Y lloré también. Hasta que llegué a mi casa y me dije que no debía hacerlo más. Que era suficiente. Pero no pude. Lloré también, aunque los ignoré a todos. Ahora estoy yendo hacia mi habitación. Quiero creer que nadie me notó, porque la sala estaba vacía. Ingreso, cerrando de un portazo. Y grito. Una vez que estoy dentro, junto a mi desorden y mi corazón, grito. Grito y lloro por lo que perdí. Pero, muy especialmente, por mí. Porque ha sido mi culpa.

Sin poder evitarlo, decido largarlo todo. La primera vez no ha salido como esperaba, y no quiero que ahora también ocurra. Sólo que ocurra lo que deba suceder, porque no me quedaré deseando que ocurra lo mejor. Ya no.

Me di cuenta que le había dado un puñetazo al maldito ropero cuando mi mano crujió y tuve que observarla. Me digo a mí mismo que no es algo que no pasará, mientras que ahora voy hacia la cama deshecha. Veo mi guitarra sobre ella. Después del almuerzo he estado cantando un rato con Dylan, aunque ya no más. Es ella. Es ella y no podré soportarlo.

Así que la tomo del mástil. Más tarde, ya se había estrellado contra la pared. La dejo en el suelo, y salto oyéndola romperse. Romperse, hasta que ya no queda nada de ella que se pudiese identificar. Luego, me siento mal. Era ella, pienso. Era ella y la maté.

Gruño, mucho más molesto conmigo mismo. Las lágrimas llegan a mis labios, de la misma manera que la sangre de mis nudillos escurre de los cortes. Contemplo mis heridas por unos momentos, y voy hacia mi escritorio sin pensármelo siquiera. Tiro todo lo que allí se encuentra. Incluido un plato de cerámica, que noches atrás contenía mi cena.

Veo cómo todo cae al suelo. Algunas cosas rompiéndose, otras desarmándose, y muy pocas quedando de la misma manera. Escucho una voz, específicamente esa voz, diciéndome que de eso se trata. Que no todos podemos soportar los golpes de la misma manera. Que, a veces, nos destruinos por completo. Otras, apenas nos afecta porque podremos reconstruirnos. Pero luego, y lo más difícil de conseguir, donde van a querer derribarte para hacerte daño y no lo van a conseguir. Donde seguirás entero a pesar de todo.

Pienso que correspondo al grupo de los primeros gran parte del tiempo: los que se rompen. Hace mucho tiempo no he recibido golpes para sentirme de tal manera. Me creía de los últimos, los que se mantienen firmes, porque no me ocurría nada; nada me lastimaba de esta forma. Pero, en realidad, fue hasta que llegó ella. Ahora opino que me convirtió en uno de los segundos. Aquellos que no llegan a destruirse para siempre; aquellos que tienen una solución. No obstante, al mismo tiempo creo que sólo ella es la solución a todo esto. Y no está. Se fue. Se fue por mi culpa.

Reposo mi espalda contra la pared. Me digo que soy un imbécil. Lo repito, una vez tras otra, mientras voy descendiendo hasta quedar sentado en el suelo de nuevo. Mis manos cubren mi rostro, y lloro. Lloro, entre sollozos, culpándome a mí y sólo a mí. Porque soy un imbécil.

La puerta de mi dormitorio se abre de inmediato. No quiero saber de quién se trata, porque no es la persona que yo deseo. No es la persona que yo quiero que viva. No es la persona de la que estoy enamorado.

—¿Qué es lo que pasó aquí? —Escucho, sobre los acelerados latidos de mi corazón, y distingo la voz de mi padre. Sé que le tengo que responder, por más que se trate de la pregunta más estúpida de todas. Sé que tengo que decirlo en voz alta, por más que ya lo sepa. Debo aceptar los errores que cometí.

—Se fue... —es lo único que logro pronunciar, contra las palmas de mis manos. Están húmedas y la garganta me duele. Me arde. Quiero gritar y gritar, hasta quedarme sin la oportunidad de pronunciar cosas que enviarán todo a la basura; para que mi voz esté con ella. Para yo saber que, por lo menos, una parte mía podrá permanecer con ella, donde sea que se encuentre.

A pesar de no estar viéndolo, noto cuando se sienta a mi lado. No dice nada por unos momentos, ante lo que yo agrego que se fue por mi culpa, porque dije todo aquello que no debía decir.

—¿Y qué le has dicho...? —pregunta mi madre, y al darme cuenta que posiblemente todos estén aquí, retiro ambas manos de mi rostro. Me la encuentro en el umbral de la puerta, con Dylan a su lado. Él está con los ojos cristalizados, y me siento peor por ello. Lo he asustado.

—Pues... ya saben. Lo que siento por ella... —Suelto el aire que estaban reteniendo mis pulmones, como si fuese un alivio haberlo soltado por fin a alquien que no sea Natalie exactamente, pero alivio es lo último de lo que se trataría. Trago sonoramente antes de agregar más tarde—: Casi de inmediato... la máquina no mostró ni subidas ni bajadas... Porque estaba muerta.

Entonces, una vez más, la escucho. La escucho a ella, como si continuara conmigo, que aquello no es casualidad. Que las subidas y bajadas no representar los latidos de un corazón porque sí. Representan el estar vivo; con una montaña rusa incrustada en el medio. Porque de eso se trata: para llegar a lo más alto y prepararse para la caída; estar debajo de todo y alcanzar la cima.

—Todo lo que vi fue una maldita línea recta —es lo que decido decir también, por si no ha quedado claro. Una maldita línea recta. Que representa todo aquello que muchos queremos mantener lejos, por más que sea completamente inevitable no desembocar en él.

—¿Qué significa que tenga una maldita línea recta? —pregunta mi hermano menor, observando a mamá, en voz baja.

—Que su corazón dejó de latir...

Desde aquí veo cómo su entrecejo se frunce, y después todos escuchamos lo que tiene para decir:

—Yo creo que se sorprendió. No esperaba que David dijera que la amaba porque era su chica. Sí, yo creo que pasó eso. Tiene sentido, ¿no, papá?

—Puede que el monitor se haya desconectado.

—O hasta se descompuso.

—No —suelta D, mirándolos a uno tras otro—. Natalie no se lo esperaba, yo lo sé. Se le paró el corazón de la sorpresa. A mí me sucede a veces.

No sé qué pasa después. No le presto atención, ya que no es algo que me interese. Ya oí todo lo que debía escuchar.

Los pasos de gente marchándose me hace alzar la cabeza, saliendo de mi mundo por unos instantes. No están ni mi madre, ni mi padre. Sólo Dylan. Desde su lugar, con ambas manos detrás de su cuerpo, me dedica una sonrisa. Y agradezco no haberlo perdido todo. Todavía lo tengo a él. Lo tengo a él, y sé que lo espera una gran vida por delante. Quiero aprovechar junto a mi hermano todo lo posible, siendo consciente aquello que puede llegar a pasar.

—David... ¿puedo abrazarte?

Es imposible no sonreír. Sin moverme de mi sitio, le digo que sí. Él no hace más que correr hacia mí para después rodearme con sus brazos, de la misma manera que yo termino haciendo con él. Dejo mi frente sobre su hombro, y me aprieta contra su pecho. Vibra, a la vez que me alegra escuchar su voz murmurándome:

—Mamá me dijo que cuando una persona está triste, es porque necesita un abrazo. Tú estás triste. Pero no quiero que estés triste, así que te abrazaré muy, muy fuerte para que seas muy, muy feliz. Eres mi hermano. Y yo te quiero mucho. Eres como el mejor amigo que tengo. No te veo siempre porque vas al internado, pero seguirás siendo mi hermano. Si tú quieres seguir siendo mi hermano, claro. Eres el mejor. Y no quiero que llores.

No lo digo en voz alta, pero pienso que ayuda tanto como no. Me hace llorar de todos modos. Pero ya no creo que sea exactamente de tristeza, sino porque me doy cuenta del niño que me ha tocado tener la oportunidad de disfrutar. Es increíble que un pequeño de cinco años sea mejor persona que una de mi misma edad. Y no creo que la inocencia sea la responsable. En cierto modo podría serlo la ignorancia, aunque no los culpo. Y mucho menos a él. Me gusta cómo es y cómo piensa. No voy a reclamarle nada, porque no se lo merece.

—¿Dije algo malo...? —pregunta, y le tiembla la voz. Niego con la cabeza, aún con mi cabeza reposada en su hombro derecho, y sonrío sin que me viera—. Entonces no llores...

—Intentaré no hacerlo —le contesto, apartándome despacio—, intentaré no llorrar. Aunque no te prometeré nada.

Procura mostrarse molesto, mientras retrocede unos cuantos pasos y cruza los brazos. Después suelta un resoplido.

—Lo que sea, pero vamos a ver una película.

No entiendo a qué de debe el cambio de tema, pero lo agradezco demasiado. Le contesto que está bien, que iremos a ver una película; así que me pongo de pie. Con mi camiseta seco mi rostro, y él me toma de la mano para salir juntos del dormitorio. A medio camino, pregunta:

—¿Por qué rompiste tu guitarra, David? Era bonita.

Yo no contesto. Sólo pienso en mi respuesta una y otra vez hasta que llegamos a la sala. «Sí, era bonita. Ella era muy bonita. Era, pero al mismo tiempo siempre seguirá siéndolo. Puede que no la conserve de esa manera, pero sé que no dejará de estar en lo profundo de mi corazón.»

—¿Sabes? —inquiere, una vez que llegamos al sofá—. Quiero palomitas. ¿Tú no? Sí, quieres; yo lo sé. Vamos, hazlas. Quiero palomitas.

A rastras, me dirije hacia la cocina antes que tuviese la oportunidad de decir lo contrario. Enciendo la luz, y con su ayuda busco todo lo necesario: una cacerola, el maíz, aceite y azúcar. A ninguno de los dos le gustan las saladas, a diferencia de nuestro padre. A mi mamá le da igual.

Giro la llave de gas para encender una de las hornillas, y sobre ella dejo la olla. Dentro, vierto un poco de aceite y me lavo las manos, con cuidado, evitando hacer mucho con la mano lastimada. Tomo un puñado de maíz, y lo suelto dejándolo caer en la cacerola. Dylan dice que quiere ayudar, así que se pone de puntillas y lo ayudo a ponerle la tapa.

En la espera, es el primero en romper el silencio.

—Tienes los ojos más pequeños.

Durante los últimos minutos estuvo mirándome muy fijamente.

Luego, sabiendo que ocurriría, pregunta:

—¿Qué le ocurrió a tu mano? ¿Llamo a mamá para que te cure las heridas?

No le contesto. Sólo me encojo de hombros simulando que no duele.

—¿Crees... crees que yo lloraré por una chica como tú?

Eso me toma completamente por sorpresa.

—Bueno... —comienzo, no sabiendo qué responder—. No tiene nada que ver lo que yo piense; sino lo que tú seas.

—¿Y yo qué soy? Me gustaría ser un vampiro.

Lo único que quiero es reprimir la risa, aunque no lo consigo.

—¿Un... vampiro? Sabes que no existen, ¿verdad?

—Entonces yo seré el primero.

Será mejor dejarlo soñar un poco, así que ya no le contesto nada más. No obstante, tampoco puedo, ya que no me presta más atención cuando escucha un golpe contra la tapa de la cacerola. Se emociona, gritando al mismo tiempo que las palomitas han comenzado a saltar, y no le digo que baje la voz. No le impediré nada, mientras que demuestre con ello su pequeña sonrisa que enseña más que cosas pequeñas.

—Sólo hay que esperar un poco más —le aviso—. A que se hagan las demás, ¿sabes?

Asiente, un tanto decepcionado, con la cabeza; y cuando aquel sonido comienza a repetirse una vez tras otra da saltos en su lugar.

—Ya, ya, ya, ¡fíjate!

Ruedo los ojos, de todos modos sonriendo, y levanto la tapa. Parte de las palomitas saltan en ese momento, cayendo al suelo.

—¡Oye! —se queja él—. ¡Pero si eran para mí...!

Se pone de rodillas para recogerlas, pero le digo que no debe comérselas. Le pido, también, que me alcance una fuente y obedece sabiendo que sino no tendrá sus tan esperadas palomitas de otro color que no sea negro si espero tanto. Las dejo en el recipiente que me ha alcanzado, y preparo más hasta tener la cantidad que yo consideré suficiente. Si hubiese sido por él, no vacilaba en decirme que hiciese todo el paquete del maíz.

Cierro la llave de gas al finalizar. Esparzo sobre las palomitas el azúcar, y se las doy. Con su otra mano sujeta la mía.

—Ven —me dice—. Vamos a elegir la película.

Y así ocurre. En realidad, el vamos se transformó en un voy. No me dejó opinar. O decía «esa no me gusta», o «es muy aburrida», o también «ya la vimos ayer» cuando era mentira, porque ayer no hemos visto ninguna.

Por si te lo preguntas, eligió su película favorita. No sabía que lo era hasta que me la enseñó. Dylan es de esas personas que cambian de opinión muy seguido, así que puede que hoy tenga un favorito sobre algo y en dos días piense que en realidad estaba muy equivocado.

☀ ☀ ☀

—No quiero dormir.

Suelto un suspiro, cansado.

—Es tarde, Dylan.

—A mí me gusta romper las reglas.

—Apenas tienes cinco años.

Se encoje de hombros.

—¿Y?

—Y tienes que ir a dormir. Vamos.

Me pongo de pie, esperando que él hiciese lo mismo. No lo hace, claro está. Le repito por séptima vez que quiero descansar, y no lo haré sabiendo al mismo tiempo que no se ha dormido también. Me contesta que no debo preocuparme porque es grande y sabe cuidarse solo. También dice que le gusta romper las reglas y no va a dormirse temprano; que eso es para bebés.

—¿Temprano, me dices? ¡Son las once! Ya deberías estar acostado.

—Pero...

—A la cama, Dylan Cooper.

Bajo todo pronóstico, sus mejillas se ruborizan.

—No me digas así... —contesta, de manera apenas entendible.

—Así te llamas.

—A ti no te gusta que te digan David Elliot.

—Pues no, a nadie le gustaría. No convinan. Para nada.

—Bueno... —Veo cómo juega con sus dedos por unos instantes—, iré a dormir. Pero sólo para que no me digas más de esa forma. Me da vergüenza.

Espero que cumpla con su palabra y se levante. Al ponerse de pie, atrastra sus pies hacia su habitación. Yo me quedo en la sala ordenando todo. Regresa luego, con el pijama ya puesto.

—¿Qué haces que no estás durmiendo? —le pregunto, dejando los cojines en su lugar. Él me responde:

—Venía a buscarte... Tú estás triste..., y quería que durmieras conmigo. Tu chica se sorprendió y fue al cielo, pero no lo comprendo porque la última vez no vi que tuviera alas... ¿Natalie era un ángel, David? Creo que eso es bastante probalable... Sí parecía uno cuando la vi. La amabas por eso, supongo... Yo también lo haría... Y tienes suerte. Tu chica ya no es tu chica, sino tu ángel de la guarda. ¿No? Yo también quiero tener uno.

Me quedo en blanco por tercera vez en el último tiempo. Pienso en todo lo que ha salido por su boca una vez más, antes de ver cómo tiembla su labio inferior. No me lo pienso siquiera y voy hacia él, refugiándolo en mi pecho. Lo abrazo muy fuerte, permitiendo al mismo tiempo correr a las lágrimas por mis mejillas. Escucho su llanto, y recuerdo cuando había nacido. Yo anhelaba tener un hermano menor. Y aquí lo tengo, diciéndome todas estas cosas que dudo mucho que sean propias de su edad.

—Tú me tienes a mí, Dylan... —digo al fin, en un murmuro—. Me tienes a mí y siempre me tendrás a mí. No seré un ángel como tal, pero te protegeré siempre que pueda.

—Pero no es justo... —susurra, de forma entrecortada, contra mi camiseta—. Yo quiero que mi ángel de la guarda sea feliz. Y no eres feliz. Si Natalie se va, no serás feliz. Y se ha ido...

—Deja de pensar en ella, ¿sí? Deja de pensar en los ángeles. Deja de pensar en todo. No pienses en alguna cosa por un momento. Eso quiero hacer yo, y así sé que seré feliz. Ven, vamos a dormir.

Me alejo, muy despacio, y le sonrío. O procuro sonreírle, en realidad. Él sólo asiente con la cabeza, y juntos caminamos hacia mi recámara. Tal como estoy, sin cambiarme siquiera, me acuesto y Dylan me imita, quedando del lado de la pared. Ninguno dice nada por un largo tiempo. Yo observo el techo, entre las sombras, y pienso en lo maravilloso que sería poder soportarlo de una mejor manera; que todos pudiésemos hacerlo. Soy tan egoísta que no fui capaz de enfrentarme a Isabella. No quiero saber cómo se encuentra. No teniendo en cuenta que todo fue porque el señorito David ha metido la pata de manera irreparable.

—Es aburrido —suelta Dylan, quien está a mi izquierda, de repente.

Yo le frunzo el entrecejo a la oscuridad absoluta.

—¿De qué hablas?

—Pensar en nada —contesta entonces—. Pensar en nada es muy aburrido... ¿En serio eso te hace feliz, David?

Me quedo sin nada para responderle. Y es, ciertamente, lo que este niño provoca en mí. Me quita las palabras de un bofetón que ni quiera él mismo sabe que he recibido de su parte.

Un sonido me quita la posibilidad de decirle lo que opino al respecto (si es que, de todos modos, algo se me ocurría para explicarle) y proviene de mi teléfono. Lo tengo en el bolsillo trasero. Con muchísimo esfurzo consigo tomarlo con mi mano intacta, y entrecierro los ojos ante la claridad al desbloquearlo. Me encuentro con un mensaje de texto. Pulso sobre él para poder leerlo. Se trata de un número desconocido.

«Considero que, para la próxima, tu amiga (sí, esa que tanto quieres y que tan embobado te trae) debería ponerle contraseña a su celular. No se obtuvo por obra de magia la manera de contacto con Violet Osborne...»

Segundos después, uno nuevo llega.

«Oh, cierto. Lo había olvidado... Ya no habrá próxima vez: el cuerpo de Natalie está esperando quedar bajo tierra junto todos los demás.»

El teléfono se resbala de mis manos, cayendo sobre mi pecho. «No voy a llorar, no voy a llorar... Por favor, David. No llores.»

Aclaro mi garganta, y me duele. Intento disimularlo para contestarle a mi hermano de una vez a aquella cuestión:

—En momentos como éstos, Dylan; claro que sí.

—¿Y por qué?

Le contesto con todo lo que me viene a la cabeza, sin ningún orden. Tal vez también carezca de sentido, aunque no me interesa en lo absoluto.

—Me gusta pensar en nada. Por más que la nada no tenga color, yo considero que es el negro. Como la oscuridad. ¿Ves? Tal como esta habitación. No se ve nada. Y si no se ve nada, ¿cómo sabes que hay algo en ella?

No demora en darme su respuesta.

—Pues, porque es tu cuarto. Aquí está la cama... por allí el escritorio, tu ropero... y recuerdo que allá dejabas tu guitarra. Ahora está en el suelo hecha papilla. No debías romperla, y lo sabes.

—¿Y cómo sabes que todo eso está dónde tú piensas que está?

—Porque lo he visto.

—Pero ahora no ves nada. Está todo oscuro.

—En realidad veo todo negro, como tú dijiste; el negro es algo.

«Dios mío, qué difícil...»

—En fin —digo—. El negro es mi color favorito. Lo pienso por ello, y ya. No hay que analizar tanto. Sólo duerme.

Siento que se mueve sobre el colchón, y considero que ahora está recostado sobre su hombro. En esa posición, musita:

—No seas mentiroso... Una vez tú me habías dicho que tu color favorito es el verde. El negro no es muy parecido al verde.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque este no eres tú. Estás diciendo tonterías.

No digo nada. Esta vez no porque no tuviese nada razonable para contestar, sino porque empieza a sonar mi celular una vez más. En este caso, por el tono, sé que es una llamada. No quiero descolgar, y por esa razón no lo tomo. Sin embargo, mi hermano sí lo agarra.

—Déjalo —le digo.

—Quiero decirte quién es... —asegura, entornando los ojos—. Pero no sé leer. ¿Me enseñas, por favor?

—Dylan...

—Creo que dice Henry... ¿Quién es Henry? No conozco a ningún Henry... Es tu amigo, ¿verdad? Quiero conocerlo. Será mi amigo también.

Se lo quito de las manos, y leo la pantalla. Veo que no se trata de ninguna clase de chico llamado Henry, en realidad. Sino que de Luke Crawley.

No tengo ánimos de conversar con nadie sobre pérdidas, ni que ya pasará ni que nada, así que le devuelvo el móvil a Dylan. Y él, como ocurre frecuentemente, mete las narices donde no le corresponde.

—¿Hola? ¿Henry?

Me incorporo hasta sentarme, y busco a tientas el interrumptor de la lámpara. Está sobre la mesa de noche.

—Oh, no eres Henry... Pero, ¿quieres ser mi amigo?

Termino haciéndole señas para que no diga absolutamente nada y me lo dé de una vez para evitar algún tipo de problema, pero no obedece.

—¿David? ¿Mi hermano? Pues, él está aquí conmigo. Anda muy triste. ¿Tú también estás triste? Mi mami dice que entonces necesitas un abrazo.

—Dylan... —murmuro, mirándolo, con los dientes apretados. Le extiendo mi mano con la palma hacia arriba con tal que se diese por vencido y no se saliera con la suya, pero no funciona.

—¿Dijiste que te llamas Luke? Oh... ¡Ya sé quién eres! ¿Cómo estás? Uhm... bueno... creo que en verdad no te conozco... ¿Qué querías?

Suelto un suspiro, dándome cuenta que estaremos así un largo rato.

—No, no; David no puede hablar. Tiene el corazón rotado. Sip... Yo le diré, ¿qué sucede, amigo Luke?

Después todo ocurre demasiado rápido.

Su mirada, aquella que se notaba un tanto cansada por más que él lo negara, se ilumina casi de repente. Veo cómo las comisuras de sus labios se alzan en una gran sonrisa, enseñando al mismo tiempo dos pequeños hoyuelos en sus mejillas. Yo me encuentro un poco confundido.

Toca un par de cosas de la pantalla táctil hasta que la llamada finaliza, y suelta un grito antes de lanzarse a mí para rodear mi cuello con sus brazos. Me encuentro más confundido, sin poder evitarlo.

—¿Dylan...? ¿Qué ocurre?

☀ ☀ ☀

Me bajo del coche casi de inmediato, tras lanzar un par de billetes al asiento del acompañante. Comienzo a correr, dejando el taxi atrás, y me adentro al hospital evitando al mismo tiempo tropezar con la gente que sale. Voy, lo más rápido que se me permite, hacia el elevador, e impaciente espero dentro a llegar al piso que corresponde. Las puertas metálicas se abren ante mí, y salgo por ella antes que estén abiertas del todo.

Avanzo por el corredor, hasta que me encuentro con ellos, uno al lado del otro, tomados de las manos (cosa que no me sorprende). Me posiciono delante de ellos, con el corazón golpeándome el pecho con fuerza, y tomo bocanadas de aire antes de poder hablar por primera vez en los últimos quince minutos.

—En cuanto sea una jodida broma...

Luke me interrumpe, sonriendo de esa manera tan suya, y dice:

—Sería de muy mal gusto, ¿no crees? Deberías darme un par de puñetazos si estuviera mintiéndote, Janner.

Esto es una locura.

¿Cómo es posible que, hasta hace menos de una hora, haya pensado todas aquellas cosas desastrosas sobre lo que había ocurrido, y ahora... ahora...?

—¿Cómo ocurrió? —pregunto, queriendo aclarar mis ideas de una maldita vez. Sigo sin poder creérmelo... Es... una jodida locura.

—Bueno... al parecer, tu amorcito nunca murió.

—Es verdad —comenta Victoria, interfiriendo—. Tú creías que estaba muerta, David; pero ya ves que no. Ha sido una equivocación.

Equivocación.

—Pero... ¿y la máquina?

Esa maldita máquina que me hizo pensar lo peor.

—Los médicos llegaron a la conclusión de que alguien la alteró para que, a un horario determinado, dejara de funcionar haciendo como si el paciente hubiese muerto.

—¿No se sabe quién fue? —inquiero, no sabiendo al mismo tiempo cómo se supone que debo reaccionar. Mucho para un par de horas.

—No —contesta Vic—, pero debió haber sido ser alguien que trabaje aquí porque no muchos comprenden cómo funciona el monitor cardíaco.

Una pregunta no deja de rondar por mi cabeza desde que salí de casa, desde que Dylan me ha dado la noticia y desde que inexplicablemente había empezado a llorar de nuevo. Quise creer que era de felicidad, pero estaba tan perdido en mis propios zapatos que no sabía ni siquiera dónde estaba parado.

—¿Y cómo se dieron cuenta que nunca murió?

Luke es el que se encarga de responder:

—Porque, cuando tú te fuiste, la llevaron a una habitación nueva. Allí la revivirían con electro choques; pero una de las enfermeras se adelantó a tomarle el pulso. Todo estaba correctamente. No lo dijeron hasta hace un rato, de todos modos...

Victoria agrega:

—Por suerte la señora se dio cuenta de ello, porque sino; luego sí moriría.

Asiento con la cabeza, asimilando poco a poco las cosas.

—Claro... porque sino moría..., electrocutada.

—Exacto... y no hubiese sido para nada bonito...

«Y que lo digas.»

Sonriendo, dice después.

—Mientras esa misma enfermera estaba colocándole el suelo de nuevo, fue cuando ella abrí los ojos al fin. Despertó, y nos tomó muy por sorpresa. Aun así, no hemos podido verla... Habían dicho que primero debían hacer unas cuantas cosas.

Las lágrimas me pican los ojos, aunque me niego a dejarlas escapar. No porque ellos estén presentes, sino porque ya ha sido suficiente. Sólo debería permitirme llorar por las cosas buenas que han ocurrido, pero prefiero dejarlo para más tarde. Hay otras cosas por las que ocuparse en estos momentos.

—¿Saben dónde está esa enfermera? Creo que le regalaré un auto.

De algún modo, le ha salvado la vida. Y sé que, haga lo que haga, no podremos devolvérselo de ninguna manera. No cuando lo que ha hecho es propio de admiración, donde las cosas materiales no serán suficientes.

Ambos se ríen, y veo por el rabillo del ojo que Isabella viene caminando por el pasillo hacia nosotros. Pienso en ir a hablar con ella, aunque él me detiene diciendo:

—Despertaría. ¿O no? Dijimos que despertaría... Nunca dejes tu papel de positivo, ¿bien? Para su opuesto tenemos a Natt.

No hice más que sonreirle, y repetirme constantemente a mí mismo que tiene razón. Por más que comprenda que Natalie actúe como actúe, yo debo ser de la forma que fui destinado: a ser su opuesto. No estaría tan sujeto a ella si así no fuese, realmente.

Por más que, prácticamente, el mundo haya estado en mi contra (te diré que, la película favorita de mi hermano es Los Pitufos y no creí que me dolería tanto ver una infantil), una porción mía, muy pequeña, tenía la esperanza que pasara lo que tuviese que pasar. Puede que Natalie no se haya convertido en un ángel de la guarda, pero estoy totalmente convencido que mientras viva, sé que estaremos protegidos de alguna manera.

Sin embargo, sé que no podré estar completamente seguro que las cosas hayan tomado las riendas hasta que no me permitan comprobar con mis propios ojos que todo está bien. Y lo único que queda es esperar.

☀ ☀ ☀

—Joder, ¿qué tanta cosa deben hacer?

Estamos todos impacientes. Todos, sin excepción. Hasta Isabella, que se había tomado el asunto del accidente bastante bien. Era porque ya sabía que las cosas estarían bien. Aun así, ahora que todo está comenzando a ir por el camino correcto, ¿tanto deben hacernos esperar? Ya van dos horas. Sí, dos malditas horas y no dijeron nada de nada sobre Natalie. Ni siquera si realmente podemos verla. Van a ser las 2:00 a.m., y nunca hemos estado tan despiertos. Ante cualquier movimiento nos damos la vuelta, ansiosos por que sea lo que tanto estuvimos aguardando.

Sin embargo, cuando menos lo espero, una persona se detiene delante de nosotros. Es el que nos dio aquella noticia hace una semana; que estaba en coma y que era muy difícil que pudiésemos recuperarla. Lo único que espero es que ahora esté aquí para darnos buenas noticias.

Los cuatro nos ponemos de pie antes que el médico pudiese abrir la boca. Isabella se sujeta de mi brazo, estando a mi derecha, y noto cómo Luke endereza la espalda desde el otro lado. Esperamos que comience de una vez.

—Bueno... ciertamente todo está bastante bien... —No me sorprende cuando pueden oírse varios suspiros de alivio a la par. Continúa—. Sin embargo, no debería permitir que la vean todavía. No es que se sienta muy bien, y hasta está bastante confundida. De todos modos..., no puedo negarles el ingreso. Sé cómo deben estar... No hace mucho me tocó estar en aquel lugar, así que lo único que voy a pedirles es que vayan de a una persona. Y que no le hagan muchas preguntas, en lo posible. Como bien dije, no se siente bien.

Una vez que se marcha, nos miramos unos a otros. Agradecemos en silencio que Natalie Hofmann haya podido despertar. Su abuela es la que me abraza sin importar qué. Me susurra al oído que no hubiese sido posible sin mí. Yo no pienso lo mismo, pero no lo digo. Me repite, como aquella ocasión, que sí tiene razones para quedarse y es por toda aquella gente que la quiere. Aun así, dice, especialmente por mí. Tampoco coincido, pero una vez más decido guardármelo para mí.

Luke es el que dice que lo mejor será que Isabella ingrese primero. Ninguno se niega, aunque veo que ella misma duda un poco. Yo le aseguro que, después de esto, nada malo podrá pasar. Una vez que vemos cerrarse la puerta de la habitación, me doy cuenta (porque Victoria me lo hace ver) que titubeó no porque tuviera el presentimiento que algo malo fuese a pasar, sino porque viera conveniente (y justo) que yo fuese el primero. Pero me digo a mí mismo que debo dejar de ser egoísta, y acepté que si; que entrara ella sería lo mejor después de todo. Es su familia. Y yo podría soportar un poquito más.

—Llamaré a Chloe... —avisa después, tras quedarnos en silencio, y ninguno la detiene. La vemos alejarse, con el celular en sus manos.

Luke, una vez que ella desaparece, me da un codazo. Yo, bastante alegre, se lo devuelvo.

—Es un gran avance —es lo único que le oigo pronunciar, antes de propinarme otro codazo en las costillas. Nuevamente, le doy uno de vuelta.

—¿De qué estás hablando?

—Estás sonriendo. Creo que es bastante obvio, Janner.

Cuando me doy cuenta que dice la verdad, es inevitable no sonreír un poco más.

—Ya era momento de acabar con el sufrimiento —contesto.

—Especialmente con el tuyo... Estabas cambiando. Y a ella no le habría gustado para nada.

—No estaba cambiando... —le contadigo—. Sólo estaba dolido. Las heridas pocas veces te ayudan a pensar como debes.

—Excusas. —Resopla, aunque por su expresión noto que no está quejándose de nada. Después, como si viniese al caso, suelta—. Después de todo, ya podrás besarla de una condenada vez. Será bastante reconfortante para mí saber que no tendré que escucharlos quejarse porque no pueden hacerlo ante las jodidas interrupciones.

—¿Y eso qué importa? —pregunto, encogiéndome de hombros—. ¿Piensas que seré tan gilipollas para planear besarla estando todavía en un hospital? Se está recuperando, Luke.

—Es decir que... ¿te importa más cómo se encuentre?

—Claro. Sino, no estaría aquí.

Sonríe un poco más, aunque no dice nada. O puede que haya creído que no diría nada en realidad, porque pasados unos cuantos segundos, escucho su voz; él pronunciando con aquella misma plasmada en los labios:

—Es la primera vez que escucho a un hombre decir que es más importante la salud de su amorcito, que un beso.

—Me gusta ser diferente a los demás —es lo único que contesto.

—Wow... Mientras que los demás son uno más del montón; David Janner es el único que se siente feliz por ser diferente... Estoy dudando en si realmente eres hombre, sabes.

Suelto una carcajada.

—No seas idiota.

Realmente nunca me ha gustado ser una copia de los demás. Supongo porque siempre quise resaltar del resto a mi manera; sin ser una persona normal. Si somos todos iguales no tendría sentido. Conocerás a otras personas iguales a ti, que tendrán los mismos gustos que tú; y no te enseñarán cosas que ni siquiera sabías que te gustaban. Actuarán de la misma manera que tú, cuando el mundo con alguien como tú debería conformarse. Dudo mucho que estemos aquí para ir todos por un mismo trayecto.

—Eres muy raro, David... ¿Eres consciente de ello?

Me encojo de hombros una vez más.

—No creo ser tan raro como pareciera que quieras referirte, pero tampoco me importa. Me conformaría conmigo siendo extraño como si no.

—De igual forma, no debes preocuparte... A Hofmann le gustan mucho las cosas raras.

—Sí, a mí también. Lo normal sobra y ya aburre demasiado.

Entonces Isabella sale de la habitación.

Noto que estoy moviéndome, pero solamente porque Luke está empujándome. Reacciono tarde y en parte le doy las gracias en mi cabeza. Por fin. Después de todos estos días, de las noches en vela y las lágrimas derramadas, ha llegado el momento. Después de tanto esperarla, de tanto lamentarme, de tanto desear una solución; ha llegado el momento. Voy a verla. A ella, a sus ojos verdes y a su hermosa sonrisa. Voy a verla despierta y eso es lo más importante.

Ingreso al cuarto mientras escucho a Luke diciéndome que deje de ser masoquista y me apure. Él más que nadie sabe que demorar tanto en realidad se asemeja a una tortura que a estar preparándome para enfrentarme a todo.

Así que mis pies avanzan hasta que puedo cerrar la puerta detrás de mí. Volteo, muy lentamente, mientras mis manos tiemblan un poco. Y mi mirada conecta con la suya de inmediato. Mis ojos desesperados, aquellos que tanto extrañaban encontrarse con los suyos, terminan diciéndome todo lo que he necesitado para que el alivio me recorriera. Ella está bien. Está viva. Está.

Apenas sé lo que tengo que decir. Apenas sé lo que quiero decir. Tanto he dicho ya creyendo al mismo tiempo que lo había echado a perder, que me quedo sin palabras. Me quedo, como estuvo ocurriéndome bastante seguido, en blanco. Abro la boca procurando pronunciar algo de una vez, aunque no lo consigo. Y lloro. Lloro no por no poder decir nada, sino porque no es necesario hacerlo. No es necesario porque ya ha sido suficiente. Lloro, quitándome un poco más de aquel peso que tanto me estuvo tirando abajo, y sonrío al mismo tiempo. Estoy feliz. Y no, puede que pensar en nada no me haga feliz; pero sí este tipo de cosas. Pensar en Natalie y todo aquello que sólo ella puede proporcionarme. Pensar en ella y nadie más.

—Yo...

Escucho su voz. Un tanto extraña, pero la reconozco. Es esa misma que cada tanto irrumpió en mis pensamientos para darme algún que otro tipo de mensaje. Es su voz, aquella que tanto me ha hecho falta. Es ella.

Carraspeo, y me deshago de las lágrimas con el dorso de mi mano. Voy a hablarle. Tengo que poder. No puedo ser tan imbécil para no hacerlo. Sí es necesario. Sí debo decirle todo aquello que tiene que escuchar.

—Natt...

Ha sido más bien una especie de susurro. Un susurro llevado por el viento, perdiéndose de a poco, aunque pudiéndose escuchar a la perfección. Veo que sonríe, de manera apenas perceptible, y sus ojos cambian de repente. No son solamente simples ojos verdes. Hay algo más. Algo que, tal como ha llegado, se va... al igual que su sonrisa.

Se me cae el alma a los pies apenas ocurre. Sin embargo, cuando veo que sus labios se separan apenas, no puedo evitar escuchar con atención todo lo que tenga para decir.

—Yo... Digo..., tú... —Ladea un poco su cabeza hacia la izquierda, y en ningún momento mis ojos dejan de observar su pálida piel—. Tú...

—Sí, Natt... —le contesto, dando un par de pasos. Avanzo tan despacio que apenas se distingue—. Soy yo...

—Tú... —repite, un tanto pensativa—. ¿Quién eres...?

El aire se atora en mi garganta. Me digo, por un momento, que escuché mal. No obstante, cuando me doy cuenta que no en realidad, lo que termino diciéndome es que la perdí. Que la perdí, y recuperarla... recuperarla no es algo a lo que podría decírsele fácil. La tuve por unos instantes para perderla una vez más. ¿Qué se supone que he hecho mal? ¿Es que acaso me lo merezco? No es que diga que nunca hago las cosas mal, pero, aun así, ¿esto no es suficiente? ¿No les basta? ¿Quieren seguir destrozándome por dentro, rompiendo mi corazón?

Supongo que la peor parte es que yo se los permito.

Por unos momentos sólo soy capaz de escuchar mis sollozos, mis sollozos con mi derrota incluida. Perdí lo único que pude llegar a querer de verdad. Perdí lo único que me hizo ver que valía la pena ser como soy.

—Dios mío, no... —dice ella, intentando incorporarse—. No llores. Por favor, no llores... —Sus mejillas comienzan a adoptar color, cosa que me sorprende. Cada vez con más intensidad, hasta que noto que lo que ocurrió es que se está sonrojando como Natalie Hofmann nunca lo haría—. No llores... por favor, perdóname, era una broma David, pero no llores...

Recuerdo cuando corrí con tal de encontrar un taxi al enterarme que ella no se había ido en realidad. Recuerdo cómo me sentía. Me latía el corazón de manera que sentía que iba a salirse de mi pecho. Ahora me ocurre exactamente lo mismo. Un hormigueo me recorre de pies a cabeza, mientras una última lágrima se desliza por mi rostro. Veo cómo me mira. Noto la intensidad con la que me observa; obligándome a dejar de llorar, a dejar de creer lo que me he hecho creer. Me enseña una débil sonrisa, y le tiemblan los labios. Realmente, doy por sentado que ahora sí ha sido suficiente.

—Ay, joder...

Con una última gran exhalación, largándolo todo, voy hacia ella. Quiere sentarse sobre la camilla, aunque se lo impido inclinándome sobre ella y rodeándola con mis brazos. Extrañaba tanto esto.

Escondo mi rostro en el hueco de su hombro y su cuello; y ella enreda sus dedos en mi cabello. Su pecho se sacude bajo el mío, y la aprieto más a mí. La siento débil entre mis brazos, pequeña. Como aquella vez... como aquellas veces. Le digo, en silencio, fundiendo las palabras no dichas en el abrazo, que yo estaré aquí. Que no volverá a pasarle nada. Que estaré con ella todo el tiempo que me necesite; evitando juntos este tipo de cosas que quieran repetirse.

—Lo... lo siento... lo siento mucho... —murmura, contra mi camiseta; mientras su voz se quiebra—. No creí que... que...

—Shh... Ya está —musito, intentando que su cuerpo deje de temblar—. No pasa nada...

—Lo siento, David...

—Tranquila...

—Lo siento tanto...

—Ya está, en serio... no importa...

Noto que se tranquiliza, y cuando lo hace, me aparto. Me aparto para observarla, y con las yemas de mis dedos limpio las lágrimas que bañan su rostro. Tengo las manos frías, aunque no se queja.

—Soy una estúpida —es lo primero que dice tras deshacer el abrazo, y yo alzo una ceja. De todo, ¿eso es lo que dice? Yo en su lugar no lo haría.

—Natalie...

—No, en serio... —Sé que intenta asentir con la cabeza al mismo tiempo, pero le cuesta un poco. Hace una mueca, y cuando estoy a preguntarle si necesita ayuda, suelta—: no. Estoy bien... Pero ven, siéntate...

Con el brazo que tiene el suero me indica el lugar, y yo lo hago evitando quitarle mucho espacio. Una vez que logramos estar así de cerca, ella sigue.

—Soy una tremenda estúpida porque tú me ayudaste y yo te lo pago así. No es justo. Y lo sé, pero no lo puedo evitar. Soy un asco...

—No digas esas cosas... puede que sí, no me haya esperado para nada que me dijeras eso..., pero ya está. Es bueno saber que era mentira. En serio, no te preocupes.

—Tú me ayudaste, David... —repite, y me pregunto mentalmente que en qué sentido se está refiriendo—. Tú me ayudaste y no lo mereces.

—Natt...

—Tú estabas ahí... —dice, muy despacio, lo que me hace detenerme en seco. Un escalofrío me recorre—. Tú estabas ahí y me ayudaste...

—¿De qué estás hablando?

Lo único que puedo pensar es en el accidente. Que ella, estando allí en el suelo tras que todo pasara, lo viera. Me viera correr hacia donde se encontraba. Me viera allí. Y me aterra. Que aterra que lo haya presenciado todo de esa manera.

—Estabas tú... —El color verde de sus ojos se aclara, brillando un poco a su vez. Los veo, no queriendo dejar de contemplarlos jamás, y sonrío. Sonrío sin saber que estoy haciéndolo hasta que sus dedos se posan en mi piel haciéndome reaccionar. Parpadeo reirteradas veces, y cuando quiero darme cuenta, termino diciendo lo que tanto quise horas atrás que escuchara.

—Me encantan tus ojos... Tenía miedo de no poder verlos nunca más...

Me dedica una sonrisa, y sus dedos acarician mi rostro. De mis mejillas descienden, muy lentamente, hasta posarse sobre mi labio superior. Entonces, le escucho decir:

—A mí me gustan tus lunares...

Una sonrisa tira de las comisuras de mis labios, y es inevitable no contestar con una pregunta.

—¿De verdad?

Se lo piensa por unos segundos, y vuelve a ruborizarse. No digo nada al respecto. Sólo me digo a mí mismo que se ve preciosa.

Entonces responde:

—Creo... bueno... no sólo tus lunares... Todo de ti me gusta, David.

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