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1. ❝Quiere pelea❞🌙

Suspiro profundamente, cuando al frente mío se puede observar el edificio donde permaneceré por un par de meses. Desde afuera, te invade la sensación de que tú eres una hormiga y él un desierto. ¿Qué clase de insecto no se extraviaría en semejante espacio? Lo sé, mis comparaciones son desastrosas, pero creo que se logró comprender a lo que me refiero: el tamaño del internado es verdaderamente sorprendente.

Supongo que es mayor la probabilidad de que me pierda y vaya por caminos equivocados durante bastante tiempo, a que logre superar mis miedos infantiles. Sé que son dos cosas completamente diferentes…, aun así, se relacionan. No es nada difícil imaginarme queriendo ir al baño y terminando en el cuarto de limpieza.

Okay. Dejemos eso de lado, no es importante. Lo arreglaré luego. Si me pierdo, me pierdo. Será normal, y más en mí. Así de despistada soy.

Cuando termino de recorrer con la mirada aquella edificación, tomo con mi mano izquierda la manija de la maleta y me digo a mí misma que ya es momento de caminar hacia la entrada del internado. Apenas logro avanzar un par de pasos en unos cortos segundos, y noto de inmediato cómo la gente comienza a multiplicarse a mi alrededor. Cada vez son más los alumnos que veo y, por más que suene algo exagerado, siento que estoy por asfixiarme entre tantos cuerpos. Miro con temor a aquella gran parte de adolescentes que se amontonan a los pies de los pocos escalones que hay que dejar atrás para ingresar al lugar, y también a otro grupo de personas que se abrazan unos a otros como para querer estrangularse. Tomo una gran bocanada de aire y me armo de valor para seguir avanzando. Mis pasos son lentos, y me deslizo entre uno y otro con tanto miedo a quedarme atascada que creo que las piernas me tiemblan. No es que sea claustrofóbica, de hecho, no lo soy, sólo le temo a las inundaciones. Lo llaman antlofobia. Sé que posiblemente no lo has oído antes, y la verdad es que hace poco he descubierto el nombre. Al igual que la amaxofobia. Es el miedo a conducir un coche. A que esperabas temores más normales, ¿eh? Yo considero que no hay temores que sean sensatos, corrientes… Son fobias y ya. Nadie las controla. No es que un grupo de gente, como el que tengo a unos metros de mí, se haya reunido a un kilómetro del Big Ben¹  para acordar que todos tendrían miedo a conducir un condenado automóvil. ¡Sucede y ya! Por cierto, sí, soy de Londres. Y nunca he visto al Big Ben en persona a pesar de tener dieciséis años de vida. Eso sí es extraño.

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¹Big Ben es el nombre con el que se conoce a la gran campana del reloj situado en el lado noroeste de la sede del Parlamento del Reino Unido, en Londres.
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Regresando a lo que realmente interesa en este momento, intento seguir esquivando a todo quien que se interponga en mi camino o yo esté obstruyendo el suyo. Es complicado. La maleta está pesada y el césped no colabora. Tampoco lo hacen los pies que se tropiezan con ella. Desearía que fuese más pequeña… y que hubiese menos gente, además. Esto es exasperante.

Deteniéndome por unos segundos aparto los mechones negros de cabello de mi rostro. Con la mano libre lo recojo, y maldigo entre dientes por no habérmelo sujetado. Sigo con mis pasos. Veo venir de diestra y siniestra chicos ceñudos; mirando hacia arriba, abajo, izquierda y derecha, que claramente no saben hacia dónde están dirigiéndose. Están mucho más perdidos de lo que podría haber estado yo.

No detengo mis pasos en los siguientes minutos, y una sonrisa comienza a formarse en mis labios al ver que ya no me rodean muchas personas y estoy muchísimo más cerca de la entrada que hace tan sólo cinco minutos, los cuales se tornaron infinitos. No obstante, cuando estoy a punto de cantar victoria, veo cuerpos correr hacia aquel lugar como unos auténticos desquiciados. Trago saliva, creyendo que alguno terminará perdiendo o sus pertenencias o hasta alguna de sus extremidades, y empiezo a retroceder. Todavía es temprano, puedo dar vueltas hasta que todo se normalice y poder acceder como lo haría cualquier persona que quiera llegar a su cuarto en una pieza.

Retrocedo y retrocedo, hasta que cuando estoy por darme la vuelta mis pies chocan contra la valija y casi caigo. Suspiro, posicionándola delante de mí, y al instante una mueca se posa en mis labios al haberme estrellado contra algo más.

—Oh, ¡santos unicornios! —escucho decir a mis espaldas, e identifico la voz de una mujer—. Lo lamento…

Lentamente volteo para tenerla frente a frente, y al conseguirlo y poder observarla, deduzco que debe tener mi misma edad. Cabe admitir que ella es mucho más alta, pero no creo que eso la haga una adolescente mayor de dieciséis. De todos modos, la estatura no importa en lo más mínimo. Constantemente me repiten que soy enana, pero medir 1,59 no me convierte en una niña de cinco años recién cumplidos.

—No te disculpes —le contesto, ignorando el hecho que parezco un arbusto a su lado—, no pasa nada.

Es mujer, y si no lo hubiese sido habría reaccionado mal. Muy mal. Me conozco lo suficiente como para decirlo con tal seguridad.

Ella me sonríe, y sin decir nada más, desaparece de mi vista. Yo toco la parte trasera de mi cabeza ya que allí es donde me he golpeado contra su espalda, y decido que debería avanzar en lugar de seguir retrocediendo. Será mejor ingresar lo antes posible, pues ya estoy cansada y no quiero seguir ni un minuto más de pie. Suelo cambiar bastante rápido de parecer en algunos aspectos, por si no lo has notado. Mucho gusto, soy Natt.

Gracias al cielo, no demoro mucho en conseguir entrar por aquella puerta como creí que podría haber sucedido, así que es algo complicado no festejar en silencio por haber quedado entera. No quería que mi pierna quedara allí, entre el tumulto de alumnos que no conozco.

Inspecciono el espacio con atención, y si desde afuera se veía grande, desde adentro lo parece mucho más. Hay algunos chicos y chicas vestidos de la misma manera que yo yendo de aquí para allá, con sus respectivas maletas. Sonrío al darme cuenta que aquí está fresco (en comparación con el calor que he tenido antes de llegar a la puerta) y parpadeo. Miro las paredes, tan limpias que pareciera que las acaban de pintar, y los corredores que se encuentran tanto en un extremo como en el otro. Voy, todavía sin poder creer que el internado Howard-Sivan sea como es, hacia la gran cartelera que está justamente en el centro del hall. Noto que en ella hay planillas, que contienen los nombres de los alumnos y cuál es su habitación correspondiente.

A decir verdad, hay miles de nombres allí… Bueno, está bien, no miles pero sí son demasiados. Sin embargo, no creo que se me dificulte encontrar mi apellido, ya que no debe haber tantos que inicien con la letra «H».

En los institutos que he sido alumna anteriormente, tuve (o, mejor dicho, tuvieron) inconvenientes con mi apellido. Siempre lo escribían mal. Siempre. Escriben «Hoffman» en vez de «Hofmann» y me desespera. Sé que sólo es una letra, pero hay una gran diferencia entre esas dos palabras. El primero es inglés, mientras que el segundo (es decir, el correcto en mí), es alemán. Pero lo “irónico” es que soy de nacionalidad británica. Supongo que lo escribían como lo hacían por el hecho que al ser de Inglaterra (de igual manera si fuese de Estados Unidos), el apellido “apropiado” sería Hoffman, pero la “explicación lógica” es que el hombre que me ha dado el apellido es de descendencia alemana.

Si te lo pones a pensar, es por una estupidez el cambio de letra; pero es una diferencia que deberán reconocer para no volver a equivocarse al escribir mi apellido si no quieren que los deteste de por vida.

Bueno… dejando atrás el tema de los nacidos en EE.UU., Inglaterra o Alemania, empiezo con la búsqueda de mi nombre en las hojas de la tercera columna, luego en la cuarta; hasta que me encuentro en la quinta. En un recuadro pequeño, pero lo suficientemente grande como para poder leerlo sin problemas, dice:

«ALUMNO/A: HOFMANN, NATALIE.
EDAD: 16.
HABITACIÓN: 180.
PISO/PLANTA: № 2.»

Regreso a mi posición normal, ya que unos segundos atrás me había inclinado unos centímetros hacia adelante, y recorro la mirada por el espacio que me rodea una vez más buscando la manera para llegar al segundo nivel. Mis ojos se posan sobre las escaleras y, bufando mientras arrastro mis pies al igual que la maleta, camino hacia la dirección en la que ellas se encuentran.

Aproximadamente demoro unos quince minutos en ascender por aquellos escalones. Después de examinar ambos lados del pasillo y avanzar por las dos direcciones unos metros, logro darme cuenta que cada piso debe tener cien habitaciones, ya que del lado izquierdo del corredor hay cuartos desde el 100 al 150, y del derecho a partir del 151 y finalizando en el 199 en el extremo del mismo. No creo haberme explicado correctamente, pero, en síntesis, la habitación que me han asignado se encuentra del lado derecho.

Al tener el número 180 delante de mí, llevo mi mano desocupada al picaporte (en la otra sostengo la valija) e intento abrir la puerta. Aun así… mis intentos son en vano, ya que ésta no colaboró. Y, pues, no tardo en llegar a la conclusión de que está cerrada con seguro.

«Soy una estúpida —pienso—. Tendría que haber ido a buscar las llaves antes de subir… Quince minutos tirados a la basura, perfecto.»

Suspiro por segunda vez en esta mañana, al mismo tiempo que regreso a las escaleras. Debo volver a planta baja, ir a Dirección, pedir las llaves (no sé porque hablo en plural. Una habitación. Una puerta. Una llave) y regresar a estas mismas escaleras para retomar el camino hacia mi cuarto (que, por cierto, aunque esté un poquito de más aclarar; es compartido).

☀ ☀ ☀

—154…, 155…, 156…, y 157… —cuento, en voz alta, al terminar de descender—. Por fin.

Supongo que soy la única a la que se le ocurriría contar los escalones para no aburrirse mientras tanto, y pensar en otra cosa que no sea en su estupidez. Aunque… ahora que me doy cuenta, por parte es bastante estúpido numerar cada uno de los escalones… Lo que sea, olvídalo.

Con la respiración algo agitada y a paso lento e inseguro (como hace menos de una hora) continúo con mi caminata hacia Dirección.

En realidad, no voy «caminando»; a no ser que «arrastrar los zapatos sin esforzarse en levantar las piernas» actúe como sinónimo de “caminar”.

Llego y golpeo la puerta color caoba. Oigo una voz dándome el permiso para ingresar. Obedezco aún con ambos pies deslizándose por el suelo como si tuviera skies en ellos y de nieve se tratara en vez de baldosas.

—Buenos días —saludo yo, después de cerrar el acceso a la sala.

—Buen día —repite ella mis palabras con expresión seria—. ¿Qué es lo que necesita?

No se cumple tanto tiempo que estoy aquí y ya presiento que alguien me va a caer mal. Dios mío.

—Vengo para pedirle la llave de mi habitación —le contesto—, es la ciento ochenta.

—Claro —dice, ahora sonriendo—. Aguarda un segundo.

Dicho esto, empieza a buscar lo que solicité en un par de cajones de su escritorio. Mientras lo hace, la inspecciono ya que no tengo otra cosa que hacer más que esperar. Es una señora de unos cincuenta años de edad (o eso pareciera), de cabello rubio con algunos color blanco, ojos oscuros y lleva lentes. Viste esa típica ropa formal que usan los adultos, y la verdad es que ese atuendo es un asco. Bueno, para mí ese atuendo es un asco… Por nada del mundo me lo pondría.

—Aquí está, tome.

Me la extiende, y aguarda a que agradeciera para salir de allí. Lo primero lo hago inmediatamente por educación, pero lo siguiente no. Hay algo que debo preguntarle primero.

Tal vez tú mismo te lo has preguntado, y la cuestión es: «¿Mañana, tarde y noche hay que ir a las habitaciones y descender por escaleras que parecen infinitas?». Sin más se lo planteo; interrogándola, con exactamente las mismas palabras que mencioné anteriormente.

Segundos antes de responder, suelta una pequeña carcajada.

—No sólo podrá hacerlo por escaleras, sino que también hay ascensores. Dos por planta, uno a cada lado de esas escaleras a las que usted hace referencia.

Al dar por finalizada la conversación, salgo por la puerta que había ingresado hace apenas unos minutos y voy directo a la escalera. Al estar a pocos metros de distancia examino por un largo rato ambos lados de ésta, queriendo encontrar el acceso a un maldito ascensor que, según yo, es invisible.

Después de varios minutos mirando lo que se asemeja a la nada misma, la pared se abre dándole paso a un chico que viene desde el otro lado, provocando que yo brincara en mi lugar.

«¿Pero qué…?»

Me acerco unos cuantos centímetros, entrecerrando los ojos para observar con más claridad (qué irónico; cerrar los ojos para ver mejor), hasta que logro distinguir una puerta de metal blanca como el muro que debe pertenecerle a dicho ascensor.

Yo me pregunto… ¿por qué no otro color? He visto aquí paredes blancas, puertas blancas, pizarras blancas, baldosas blancas, carteles blancos y hasta ascensores blancos… La directora ama ese color; apuesto a que su ropa interior debió de haber sido de ese también.

Sin dejar que el tiempo siguiese corriendo, camino a paso rápido hacia el elevador y ya dentro de él observo con el ceño fruncido un tablero con botones y luces que se encuentra en una de las paredes metálicas. Éstos tienen combinaciones con letras y números que verdaderamente no comprendo. Las mezclas de caracteres son: «SS», «PB», «P1», «P2», «P3», «P4» y «P5».

Hasta que, no después de mucho tiempo, y sin poder evitarlo, comienzo a reír. Reír de mí misma. ¿Por qué? Comprendí que es cierto cuando dicen que «La estupidez humana no tiene límites». Yo soy un ejemplo, que demoró en reaccionar y darse cuenta de que esos botones, se refieren a los niveles/pisos/plantas del internado. ¿A qué otra cosa podría referirse? Exacto, a ninguna.

☀ ☀ ☀

Coloco la llave (vendría a ser una tarjeta magnética) dentro de la cerradura, e ingreso a la habitación de una vez por todas con la maleta detrás mío. En este sitio ya se encuentra la que debe ser mi compañera de cuarto. Cuando su mirada recae en mí, hace una mueca extraña (que ni siquiera se molesta en disimular) y se levanta de la cama en la que estaba sentada en el momento que pongo un pie dentro del dormitorio.

—¿Quién eres? —cuestiona, rompiendo el silencio que habíamos generado en menos de un minuto por reloj, mientras sigue recorriendo sus ojos desde mis zapatos a mi cabeza—. Vete.

—Hola, mucho gusto. —«Mentira», pienso. Le sonrío de manera muy forzada y extiendo mi mano izquierda para que la tomara, pero como era de verse venir; la ha rechazado mientras una mueca aparece en su rostro de nuevo—. Soy Natalie Hofmann, tu compañera de cuarto.

—Yo soy Ashley —dice ahora mirando sus uñas, que por cierto son más largas que un lápiz sin uso. ¿Acaso no es incómodo tener las uñas tan largas? Yo suelo dejarlas crecer, pero las de ella son muy exageradas.

Ashley tiene el cabello amarillo, pero por lo que se ve; no es natural ya que sus cejas más que castañas la delatan, al igual que sus raíces. Y, como si la tintura de su pelo no fuera suficiente, parece que se ha pasado una pincelada de pintura negra con una brocha por el rostro. ¿A eso se lo llama maquillarse? ¿O se disfrazó de panda?

«Lo siento, mis queridos pandas; no ha sido mi intención.»

Mejor diré que es muy similar a un mapache. Nunca me gustaron esos animales y sé que recién conozco a “Ashley, castaña arrepentida” y no debería insultarla, pero tengo la sensación que no me llevaré muy bien con ella durante todo este tiempo.

Mientras me dirijo a la cama desocupada, me pregunta bastante interesada (y hasta molesta, creo) si soy nueva y me limito a responder solamente que sí. Menos charla, menos miradas feas de su parte.

Como ella tampoco se esmera en continuar la conversación, se recuesta sobre el colchón de su cama y yo aprovecho para repartir el tiempo que queda antes de las 12 p.m. para organizar bien mis cosas y luego poder ir a almorzar sin complicaciones, porque, para serte sincera; no he desayunado y presiento que haría lo que fuese con tal de probar bocado una vez más.

Abro la maleta, e instantáneamente mi mirada se desvía a su armario, que está de manera paralela a los pies de su cama a punto de desbordar. Vuelvo a mirar mi ropa y la pregunta de cuántos uniformes se supone que tiene allí dentro más que los que tengo yo comenzó a rondar por mi cabeza. A comparación de lo que será mi ropero, creo que el mío tendrá la mitad de espacio de sobra, y la ropa de ella (cuando Ashley no tenga ganas de ordenar) quedará sobre la mesa de noche por no tener otro lugar donde guardarse.

He ahí las desventajas de tener mucha ropa, aunque a nadie le interese.

Más tarde, al terminar de poner todas mis pertenencias en orden, guardo el celular entre mi cintura y la falda para salir de la habitación y recorrer el establecimiento sin que nadie pudiese verlo. Además, no tengo otro sitio en donde dejarlo.

En el camino hacia la planta baja los gruñidos de mi estómago se oyen perfectamente, así que acelero el paso y rezo para mis adentros así puedo llegar a la cafetería lo antes posible.

Por suerte, no se me complica mucho localizarla y supongo que será la única parte del internado a la que podré llegar sin complicación alguna. Miro detenidamente cada sector de aquel lugar, y resulta ser más grande de lo que pensaba. En el extremo opuesto del que me encuentro está el mostrador (es decir, donde te entregan y recoges la comida), a la derecha una gran puerta de cristal que te permite ver el césped que hay del otro lado, a la izquierda solamente una pared blanca; y por todo el lugar se reparten mesas cuadradas rojas (de las cuales cada una es para un máximo de cuatro personas) que son rodeadas por sillas blancas de plástico.

Me encojo de hombros luego de tener la bandeja con el almuerzo a mi disposición, y camino hacia una de las mesas desocupadas del centro del gran comedor. De la manera en la que me encuentro puedo ver a quién entra o a quién sale de la cafetería, y entre esas personas que distingo ingresando diviso a la chica con la que me he encontrado hace un rato; la que debe ser amante de los unicornios. Estamos a una distancia considerable, aunque a kilómetros muchos se darían cuenta que está en Marte en lugar de donde debería encontrarse en este mismísimo momento. Va tan concentrada con la mirada en la pantalla de su móvil, que no ve que a unos metros hay un muchacho (con músculos más grandes que su diminuta cabeza) de espaldas a ella con un vaso de refresco en una de sus manos.

—¡Cuidado! —grito, levantándome bruscamente de la silla, tratando de captar su atención.

La desconocida alza la cabeza y mientras sigue caminando observa a la multitud buscando al dueño (o, en este caso; dueña) de la voz. Lleva su mirada detrás de ella misma (por sobre su hombro) y, cuando vuelve a mirar de frente, ya se había estrellado con ese chico y su trasero termina en el suelo; al igual que su celular. Aparto algunas mesas y banquetas de mi camino para llegar donde ella, y durante unos segundos lo único que se puede visualizar y escuchar; es gente riéndose. Al estar a su lado me coloco de cuclillas para estar a su altura, y mirándola a los ojos le digo:

—Se ríen del chico roca², no de ti; así que levántate, yo te ayudaré.

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²Lo denomina de ese modo por lo que ha dicho de él párrafos atrás; o sea, porque es alguien con más musculatura que otra cosa.
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Me pongo de pie, y le extiendo ambos brazos para que también quede de la misma manera. Ella sonríe y luego toma el teléfono que estaba tirado sobre las baldosas. Limpia con la manga derecha de su camisa blanca la pantalla bloqueada. Cambia la dirección donde sus ojos observaban y se clavan en una chica morena con nariz respingada que está a unos pasos de nosotras; ahogándose con sus propias carcajadas como si le acabaran de contar el chiste más gracioso de la historia.

Después de que «¡Santos unicornios!» la mirara unos segundos con el entrecejo fruncido, lentamente va ascendiendo su mano izquierda para enseñarle su dedo cordial (o mayor, o del medio, o como estés acostumbrado a llamarlo), de modo que las carcajadas de la chica cesan por haberla visto hacer aquel gesto. Se levanta, mira a la anónima fulminándola, y después a mí. Yo le sonrío angelicalmente. Voltea, dándonos la espalda, haciendo que la persona que tengo a mi lado le mostrara su lengua (supongo que aun sabiendo que no puede verla), para luego acabar con ese acto de niña inmadura tomándome de la muñeca hasta alejarnos completamente de la morena.

—Gracias —dice, cuando ya estamos bastante lejos de donde ocurrió el accidente.

—No ha sido nada, tranquila —contesto—. ¿Es tu hobby chocarte con las personas?

Haber preguntado eso con tono de burla no sirvió demasiado, porque no lo ha considerado de esa manera. Lo supe cuando, sin molestarse, responde:

—No. —Desciende la mirada a su teléfono móvil, y después lo guarda en un bolsillo oculto de su falda antes de dar una breve explicación—: Lo que sucede es que durante este último tiempo he estado más distraída de lo que debería.

Asiento con la cabeza dando a entender que comprendo su… situación, y me adelanto a que pudiese decirme algo más para preguntarle:

—Y ¿cómo te llamas, alumna distraída?

Me parece muchísimo más interesante saber su nombre.

—Chloe —responde—. ¿Y tú, alumna ayudante que encuentro por todos los sitios de este condenado internado que no tiene unicornios dibujados en las paredes?

Cruzo los dedos para no reír en su cara. Ya tuvo que soportar bastante como para que tenga que pasar por algo de ese estilo una vez más en el día.

Yo le contesto, lo repite pensativa y luego dice que es un nombre bonito. Frunzo el ceño, aunque se lo agradezco.

Algo que verdaderamente acabo de notar en Chloe, es que su piel es más blanca que un papel. O, puede que por el momento vergonzoso de hace unos momentos, en lugar de que su rostro se tiñera de rojo; ha empalidecido. Aunque bueno, está de más decir que eso es muy poco probable.

Sobre ella lo que también podría decir, aunque no sea algo para cuestionar o debatir, es que su cabello es castaño (se asemeja más a rubio, en realidad) y sus ojos son color avellana.

≪ Según lo que parece, Chloe será tu primera y, por el momento, única amiga aquí. No te conviene ahuyentarla con tus rarezas. ≫

Bien. ¿Alguna vez has oído una vocecita dentro de tu cabeza que en ocasiones dice qué debes hacer y qué no? Bueno, la gente normal la llama conciencia, pero yo la considero como si fuera otra persona diminuta sin nombre que su tarea es desesperarme con cada palabra que pronuncia. Sería menos desesperante su voz, si no fuera la de Jordan Smith; el bastardo que se encargó de destrozar lo que algún día llegó a pertenecerle de mí.

Y detesto a mi conciencia no sólo porque es él, sino porque constantemente quiere controlar mis actos. Quiere manipularme como antes, a pesar de que ya no estemos juntos; quiere que yo siga siendo su ingenua marioneta, pero lo peor de todo es que él no está aquí como para que yo pueda decirle que desde hace tiempo no tiene el poder de dominarme en ninguno de los sentidos posibles.

☀ ☀ ☀

Junto con Chloe hemos estado un largo rato en la cafetería contándonos sobre nosotras; como por ejemplo edad, color favorito, y esas cosas que la gente suele preguntarse cuando se conoce. Aunque… uno de los temas por los que yo he formulado es la excepción. No se suele preguntar al otro cuánto es que mide desde el dedo pequeño del pie hasta el cuero cabelludo, pero preferí hacerlo de todos modos. No porque me intimidara su altura ni mucho menos, pero tenía curiosidad. Que una chica haya cumplido años hace un mes y mida dos cabezas más que yo era algo que no me veía venir, por más que yo sea una adolescente que debe pararse de puntillas a cada rato por su corta estatura.

Lo que interrogábamos no tenía mucha relación con la pregunta anterior, así que no me sorprendió cuando después de hablar sobre nuestra película favorita cuestionó sobre si me gustaba el pan.

Bueno, eso ha ocurrido al comienzo de la conversación. Ahora acaba de sacar el tema (una vez más) sobre la morena que se burló de su persona, luego de que hayamos hablado sobre ella hace menos de cinco minutos.

—Para la próxima —dice—, no dudaré ni siquiera un segundo en deformarle la nariz más de lo que ya la tiene.
Ruedo los ojos.

—Ignórala. Te he dicho que no se reía de ti.

—Sí, Natalie; lo hacía. Ella quiere pelea.

—Ignorarla es lo mejor que podrás hacer por ahora —señalo—. Si te hace algo más, ahí sí defiéndete.

Niega con la cabeza como si de vida o muerte se tratara.

—No soy buena cumpliendo órdenes, así que no te prometeré nada.

Yo ruedo los ojos una vez más. Seguido a eso, permanecemos ambas en un silencio que cuando empezó a tornarse verdaderamente insoportable, ella se encarga de romper.

—Eres nueva aquí, ¿verdad? No te he visto antes.

Respondo afirmativamente pero no tomándole interés al asunto, y ella sonríe mientras noto cómo se enciende una bombilla sobre su cabeza.

—Te enseñaré el internado, ¿quieres?

Pues… supongo que no podré negarme a semejante oferta. Recorrerlo yo sola sin perderme, es algo que deberíamos agregar a la lista «Cosas imposibles en la vida de Natalie Hofmann».

Apenas transcurren cinco minutos cuando ya nos encontramos avanzando por el pasillo número uno. Mientras lo recorremos, Chloe nombra cada una de las aulas que lo componen (eso es algo que veo innecesario porque todas las puertas dicen en grande de qué asignatura son con un número y un apellido); y hace exactamente lo mismo con los trece corredores. Cuando pienso que la “excursión” ha concluido, dice bastante emocionada que aún falta; y a partir de allí sé que no se cansará hasta que haya pisado cada centímetro del lugar.

Arrastro mis pies como hace unas cuantas horas atrás por un decimocuarto pasillo y allí me señala la biblioteca, el laboratorio y la sala de música. Al mismo tiempo que nos volvemos por esa misma galería me informa que el gimnasio se encuentra en el subsuelo junto a otras habitaciones, que corresponden a los profesores que prefieren pasar las noches aquí.

Con respecto al gimnasio, explica que en él suelen hacerse unos pocos deportes mientras que otros son al aire libre. Decide llevarme hasta allí (quiera admitirlo o no, sabía que lo haría) y suspiro con una sonrisa plasmada en mis labios mientras voy hacia las gradas para tomarme un pequeño descanso. Pero, como bien he dicho, pequeño, porque a los segundos ella se encarga de tomar uno de mis brazos y tirar de él hasta lograr que terminara poniéndome de pie.

—¡Oye! —me quejo, a la vez que traspasamos el umbral de la puerta color gris.

Mira hacia atrás para verme la cara.

—¿Creías que el internado es de tres metros por tres metros? Pues, te equivocas.

—¿Falta mucho?

Formulé la pregunta de la misma manera que una niña de seis años se lo cuestionaría a su madre. Ella contesta con un «Nah» y por unos instantes pienso que estaba mintiéndome, aunque la verdad es que me he equivocado yo. Sólo muestra la entrada a la enfermería y agrega que la puerta de vidrio que está en el comedor nos lleva al patio, y que en ese mismo lugar se practican la otra mitad de las actividades deportivas.

Le pido ir juntas hasta ahí y al llegar, ya exhausta (no, no he corrido una maratón; pero eso pareciera) me dejo caer sobre el césped como si estuviese desplomándome, y permanezco en esa posición durante un rato. El tiempo corre silencioso y nosotras continuamos en este lugar: yo pareciendo una moribunda mientras que Chloe simula tomar sol con las piernas extendidas a mi lado.

Repito; el tiempo corre silencioso, pero solamente hasta que ella lo modifica con una pregunta que nunca debió haber formulado.

A ver…, Chloe rompe silencios con preguntas sobre el amor (tema que está prohibido hablar conmigo, por seguridad). Natalie rompe caras con su puño (ya he mencionado que no se nombra al amor estando yo presente, por seguridad).

Y, antes que lo cuestiones, no; no la golpee. Pero tal vez algún día haga lo mismo que ella haría con la morena (llamada Anne; amo la originalidad de sus padres): le encajaría mis nudillos en el centro del rostro, por el simple hecho de que quiere pelea. 

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