Una visita al banco (Parte II)
Diana se mantuvo de pie en un extremo del cuarto. No perdió detalle de la conducta de su acompañante: hombros relajados, respiraciones largas y la pistola en la mano izquierda. Estaba tranquilo, demasiado teniendo en cuenta que tanto él como Tito se hallaban en una encrucijada.
—Princesa, siéntate —dijo sin mirarla—. Debes de estar harta de andar tirada en el suelo toda la mañana. Además, uno no se sienta en la silla de un director de banco todos los días.
La joven obedeció y tomó asiento. Cuando Cisco mantuvo de nuevo contacto visual con ella, sintió un escalofrío. «Procura no provocar a nadie. Una bala en el coco no es precisamente una muerte dulce», pensó.
—Oye, lamento lo de Tito —intervino el atracador de nuevo—. Normalmente no se le va la olla así, pero es que él nunca ha estado en la cárcel y le aterra.
La chica asintió y bajó la vista sin mediar palabra.
—Eres muy bonita... ¿Cómo te llamas?
—D-Diana —respondió.
—No estés nerviosa. No voy a hacerte nada. Bueno, a no ser que quieras.
—¿Cómo?
—Sé que me voy directo al trullo y supongo que a no ser que me vuelva famoso de pronto, ninguna mujer querrá un vis a vis conmigo. ¿Por qué no aprovechar ahora si tengo una opción?
Ruborizada, no supo interpretar aquello. La intención de Cisco había quedado claramente definida, pero Diana sintió que debido a su nerviosismo y también al oscuro deseo que la azotaba no estaba siendo capaz de discernir entre realidad y ficción.
—No soy un degenerado, si es lo que estás pensando. Sólo era una propuesta que por supuesto puedes descartar si no te apetece.
Cisco regresó hasta la ventana y trató de mantener distancia por temor a que la muchacha se asustara. No era su intención provocar mayor miedo en ella, de modo que consideró oportuno cambiar de tema y mostrarse ajeno a su imagen.
—Yo antes no robaba, ¿sabes? —comentó mirando a los agentes en el exterior—. Era informático, uno cojonudo en realidad. Un buen día me echaron y no hubo forma de encontrar trabajo, así que me dediqué a hacer trapicheos por Internet. Y, como era de esperar, me pillaron. Pasé dos años en la cárcel y me prometí a mí mismo no volver a fastidiarla. Pero tengo una niña y...
—Levanta los brazos.
Diana sujetaba el arma. Cisco la había colocado en su espalda creyendo que la cándida jovencita no se arriesgaría a cometer tremenda estupidez. Pero había sido tan rápida y sigilosa, que apenas le dejó margen de reacción.
—Cielo, no irás a disparar, ¿verdad? He procurado ser suave contigo. Nuestra intención nunca fue hacer daño y, bueno, ya has visto que nadie ha salido herido.
—Cállate —solicitó—. Sé que no queréis hacer daño a la gente, pero eso no significa que lo que habéis hecho esté bien.
—¿Robar a una entidad bancaria te parece un crimen? Los bancos atentan contra la tranquilidad de la gente, generan problemas familiares y son los culpables de la mitad de los infartos de la clase media.
—Robin Hood te llaman, ¿no? —expuso con sarcasmo.
—No. Pero al menos no le quito la pensión a un viejo desamparado. Tengo principios, aunque no lo creas.
Diana permaneció en silencio unos instantes, y entonces, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada, agregó:
—Quítate la ropa.
—¿Qué? —preguntó ojiplático.
—¿No hiciste una propuesta hace un momento?
Ver que Cisco no titubeaba y obedecía sonriendo, volvió la escena muy sugerente. Era un hombre normal, alejado de esos estereotipos que vuelven loca a una sociedad demasiado pendiente de la imagen. Para Diana tener el control implicaba un extra y, olvidando todo cuanto la aguardaba fuera —la familia, su negocio y hasta Guillermo—, decidió dejarse llevar a sabiendas del error que estaba a punto de cometer.
Cisco por su parte y sin comprender muy bien qué estaba pasando, accedió a quitarse la ropa tal y como le pedía. Bajó la cremallera del desgastado suéter y acto seguido expuso un torso plagado de tatuajes. El que más llamó la atención de Diana fue uno situado en el centro del pecho: un lobo que aullaba a la nada. Detestaba que la gente se profanara la piel de un modo tan exagerado, pero esa vez lo encontró un ingrediente necesario, como si de forma inconsciente relacionara aquella estética con un sexo activo y contundente.
Reparó en su ombligo y el resto del abdomen. Era delgado pero aun así una ligera capa de grasa se acumulaba a la altura del cinturón. Incluso advirtiendo esos defectos, su libido continuaba creciendo, hasta el punto de morderse el labio inferior desde un irrefrenable deseo, algo que Cisco no pasó por alto.
Pese a lo extraño de la situación, se sintió halagado. La mirada de Diana era lo más erótico que había percibido a tan corta distancia desde hacía mucho tiempo, por lo que, desinhibido, expuso su cuerpo sin censurarse. Desnudo, se aproximó a la joven y solicitó en voz baja:
—¿Puedo tocarte?
Ella asintió y, después de saborear su boca, atendió al delicado modo en que aquel desconocido acariciaba su cuello para segundos después desabrocharle la blusa y continuar deambulando con la yema de sus dedos desde los hombros hasta las caderas. Mordió su barbilla con una dulzura reconfortante en lo que acabó siendo un nuevo beso. Le encantó su olor y cada expresión de agrado en su rostro. Era como si conociese sus gustos, como si a lo largo de las horas que habían compartido espacio ambos hubieran realizado un viaje a través de sus pupilas, deshojando cual pétalos de flor cada secreto del otro, cada deseo escondido y también cada debilidad.
El tiempo parecía haberse detenido, de manera que aquel habitáculo prácticamente en penumbras fue testigo del contacto que dos extraños se estaban dedicando en un momento crucial de sus vidas. Daba igual que todo cuanto los rodease indujera a protagonizar un momento de implícita violencia descarnada; ambos se estaban ofreciendo sus mejores formas, ajenos a la interpretación de cualquiera que pudiera verlos desde el exterior.
Cisco apenas había comenzado a deleitarse con el cuerpo de su compañera cuando ésta solicitó que acabara los preliminares. Dejó el arma sobre la mesa y se aferró con brazos y piernas al sujeto, obligándolo a besarla de nuevo y a disminuir la distancia entre ambos.
—Todo va bien, ¿no? —preguntó él.
Diana apenas podía pensar con claridad, pero incluso experimentando un profundo éxtasis respondió afirmativamente. Fascinada con la profundidad de sus ojos, aceptó unas caricias más propias de una pareja que de un encuentro casual. Pronto los jadeos se adueñaron del entorno y, lejos de frenar cuando parecían quedarse sin aliento, continuaron en lo que prometía ser una vivencia inolvidable.
La policía finalmente accedió al banco. Los gritos de Tito y las órdenes de los agentes se mezclaron como una cacofonía insoportable que Cisco asumió vistiéndose. Acababa de tener la mejor experiencia sexual de su vida, y forzosamente ésta debía ser más fugaz de lo que hubiera deseado.
Diana alcanzó una caja de cigarrillos guardada en un cajón de la mesa del despacho. Satisfecha, se dedicó a fumar como si premiara el resultado de un trabajo bien hecho. Atendió al chico vistiéndose y pensó que había merecido la pena conocerle pese a que el delirante pero bello episodio estuviese condenado a ser tan corto. Aún percibía la calidez del contacto, la humedad propia de un intercambio tan profundo. Y encantada con ello, no pudo borrar esa boba sonrisa de su cara.
—¡Levante las manos! —indicaron dos agentes una vez echaron la puerta abajo.
Cisco no opuso resistencia. Se limitó a mirar a Diana sonriendo con picardía, como si el hecho de estar siendo detenido por la policía no fuera más que un ligero contratiempo.
—¿Vendrás a verme? —preguntó mientras lo esposaban.
—Dalo por hecho.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro