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Una visita al banco (Parte I)

La tensión se palpaba en el ambiente. Destellante, la actividad policial en el exterior lucía caótica, con sirenas y luces que retumbaban en el banco trasladando a todos cuantos se hallaban dentro a un escenario típico de las películas de acción. Pero ni un apocalipsis donde las llamas del infierno amenazaran con destruirlo todo hubieran mermado su deseo. ¿Y quién en su sano juicio sentiría excitación sexual en un atraco? Pues Diana, la muchacha reservada a la que por norma general se le atribuía una imagen comedida y discreta.

Sin embargo, aquella descripción no se adecuaba a la realidad. Aburrida de sus monótonos encuentros con Guillermo, su amigo especial, llevaba algún tiempo fantaseando con cambiar de hábitos, y el personaje que sostenía con contundencia aquella pistola consiguió ponerla a mil en cuanto anunció que quería la pasta de inmediato.

La voz del individuo, viril y profunda, no casaba en absoluto con su imagen. Tan sólo dos hombres se habían propuesto cometer el delito y, como dato curioso, el menos fornido era quien presentaba un imponente tono al hablar.

El atracador trataba de mantenerse sereno, vigilando a través de las persianas y contando los agentes armados que esperaban en la calle. Algunos rehenes lo observaban desde la expectación, creyendo que los ladrones podrían entrar en pánico de un momento a otro y liarse a tiros cuando menos lo esperaran.

Pero Diana no pensaba en nada parecido. Sentada en el suelo, analizaba cada movimiento de los delincuentes. El más alto —quien atendía al nombre de Tito— estaba sentado sobre una mesa repartiendo el dinero en dos bolsas, ajeno al fuego que ella dirigía inconscientemente hacia su compañero.

Sentía que estaba enferma, alguien con una salud mental adecuada andaría asustado y deseando que la pesadilla de estar recluido en un banco con unos locos armados acabase cuanto antes, en cambio ella no dejaba de visualizar al rubio de pelo largo arrancándole la ropa como un animal.

—Cisco —expresó Tito desde la mesa—, vigila a la peña, joder.

Acto seguido y sin comprender el tono de su cómplice, lo miró solicitando una aclaración.

—Esa de ahí está muy atenta y sospecho que anda planeando hacerse la heroína... —indicó señalándola con un fajo de billetes morados en la mano.

Sin decir nada, Diana bajó la vista y prefirió no provocar a los personajes. Aun corrigiendo su conducta, no evitó que Cisco se acercara.

—¿Qué estabas mirando, princesa? —preguntó en voz baja.

—Nada, señor.

—¿Crees que soy idiota? Sé que andabas memorizando mi cara para luego poder ubicarme en una rueda de reconocimiento.

—No, qué va. Soy peluquera y me fijaba en el color de su cabello.

—Estarás de coña, ¿no?

—Por favor, no me haga daño.

El tipo extendió el brazo y llevó el arma hasta su frente. Sintió el olor ferroso que emanaba la pistola y su gélido tacto sobre la piel. Cuando cerró los ojos creyendo que aquel lunático estaba a punto de matarla, éste expresó:

—Yo no hago daño a las mujeres, pero por si acaso pórtate bien, ¿vale, cielo?

—De acuerdo.

Ni siquiera estando aterrada fue capaz de limitar su deseo y mirarle el culo al voltearse. Quizá no se tratara de un hombre extremadamente atractivo, pero ella lo encontró irresistible. Percibir su voz a tan corta distancia resultó estimulante, un pasatiempo mental donde lo veía moverse en su cama mientras ella le ataba manos y piernas.

El teléfono de la directora del banco sonó histriónico. Era la policía quien llamaba para cerrar un trato y así evitar bajas innecesarias. Tito colgó sin contemplaciones y siguió contando dinero.

Diana echó un vistazo alrededor: dos mujeres de unos cincuenta años, tres trabajadores barbudos, la directora y ella. Siete rehenes y dos atracadores. Un episodio de estrés que en algunos de los presentes comenzaba a causar estragos.

Tras colgar con determinación, los atracadores mantuvieron una charla acalorada. El mayor de los empleados barbudos sufría de ansiedad. Llevaba al menos diez minutos aguantándose las ganas de llorar, y quizá esa necesidad de explotar en llanto acabó conduciéndolo a tener un ataque de pánico.

—¡Cállate ya! —ordenó Tito.

—Lo intento —gimoteó el personaje.

De la pareja de ladrones, Tito parecía el más inestable. Un error de cálculo los había dejado atrapados en el banco, y ahora, en plena necesidad de pensar un plan de fuga, que un señor se pusiera a lloriquear nublaba su capacidad resolutiva.

—¡Maldita sea, cierra la puta boca o te pego un tiro aquí mismo!

—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no ves que tiene una crisis de ansiedad? —gritó Diana.

—¡A mí no me grites, zorra!

Desprendía una violenta frustración. El atracador avanzó hasta ella pistola en mano con ojos furibundos, convencido de que la muchacha pretendía impedir sus planes.

—¿Qué coño tienes en esa cabecita, so tonta? —inquirió—. Vas de lista y en realidad no eres consciente de lo peligroso que puedo llegar a ser.

Los demás rehenes entraron en pánico. El barbudo con la crisis de ansiedad parecía haber contagiado su neurosis al resto, por lo que sollozos y más de una voz suplicante se convirtieron en la banda sonora de un film que prometía mucha sangre.

—¡Eh, tío! —intervino Cisco—. No pierdas la calma, ¿me oyes?

—¡Es esta pava, que se ha propuesto jodernos el tema! ¡Y a mí una niñata no me toca los cojones!

—Colega, tú no eres así. Tienes que controlarte. No vinimos aquí a reventar cabezas. —Tras conseguir apartar a su amigo, se dirigió a Diana—: A ver, cielo, ¿qué intentabas decir antes?

—Que ese hombre tiene una crisis y no va a tranquilizarse si le grita de ese modo...

—Cisco, te digo yo que esta perra planea algo. Y te juro que como la pille la mato. ¡La mato!

—Vale, quédate aquí. Yo me la llevaré al despacho de la directora y trataré de sonsacarle información. ¿De acuerdo?

Tito asintió aun consciente de que en realidad su compañero sólo pretendía evitar que cometiera más errores que pudieran agregar años a su condena. Se negaba a asumir que acabaría en la cárcel, pero en ese sentido, Cisco tenía mejor actitud.

El despacho recibía muy poca luz del exterior. Con las persianas echadas, tan sólo un hilo de claridad caía con delicadeza sobre los muebles y la pared. Diana reparó en la conducta relajada del chico, que en ningún momento la tomó del brazo o estableció clase alguna de contacto físico con ella para obligarla a entrar allí. Incluso se dedicó a mirar por los huecos de la persiana para comprobar que la policía obviamente continuaba fuera dándole la espalda en lo que parecía ser un ejercicio de confianza.

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