Una mala película (Parte II)
Riendo, el director regresó a su puesto, y Julen, sujetando la barbilla de su amigo, susurró:
—Lo estás haciendo bien. No pienses en nada más.
Paolo asintió pero sabía que más tarde o más temprano acabaría bloqueado. No fue desagradable besar a Julen, de hecho halló una suavidad reconstituyente en sus labios y, aunque el mero hecho de percibir el bulto de su pantalón tan cerca de su piel le resultara chocante, se sorprendió a sí mismo por haberse sentido a gusto con otro hombre.
—¡Acción!
Era el momento de retomar la escena, y Paolo, pensando más que nunca en el dinero que percibiría después, hizo lo que el director había solicitado. Con cierta dificultad rasgó la camiseta y se imaginó lamiendo el pezón de una chica bonita. Los jadeos de Julen eran relativamente agudos, así que ayudaron a que su ejercicio mental cobrara fuerza. La cosa varió bastante al deambular hasta su ombligo y encontrarse con la bragueta del pantalón. Bajarlo y hallarse tan cerca de un pene, lejos de asquearlo, extrajo su versión más animal. Saliéndose del guion, dibujó con su lengua las formas que tenía ante él, ajeno a la mirada de sorpresa de Julen y del equipo que no comprendía por qué había pasado a la acción tan pronto. Aun así, el director no frenó la secuencia, considerando que el inesperado evento estaba cargado de una salvaje belleza.
Julen estaba al límite. Ver a su compañero desempeñando aquella actividad con tanto entusiasmo, aparte de toda una sorpresa se volvió extremadamente placentero, hasta el punto de tener que pedir una pausa.
El director concedió unos minutos a la pareja para que pudieran calmarse un poco antes de trasladarse hasta el siguiente escenario.
Mientras el equipo se dedicaba a recoger los bártulos para el traslado, la pareja de amigos aguardó con paciencia en silencio, hasta que Paolo se atrevió a decir:
—¿A qué ha venido eso?
—¿El qué? —preguntó Julen algo descolocado.
—Cortarme en algo que sabes que me cuesta horrores.
—Ni siquiera tenías que hacerlo —bufó.
—¿Qué insinúas? ¿Que lo he hecho mal?
—Paolo, lo estabas haciendo tan bien que he tenido que pedir tiempo muerto. Relájate tío.
Un chico les trajo albornoces y los acompañó hasta el lugar. Por una parte Paolo se sintió un objeto vacío, uno que respondía como un autómata a todo cuanto exigía el guion, pero escuchar que Julen había solicitado parar porque lo había excitado demasiado supuso un punto extra para su ego.
La bañera, cuyo burbujeante ruido sólo alteraba aún más los ánimos de un Paolo tenso y al borde de un ataque de nervios, intercalaba tonos blancos y verdes en pequeños azulejos. Al fondo, una pared desnuda recibía la luz de unos focos sofocantes. Al menos el agua estaba a una temperatura agradable.
—Chicos, aquí os besáis un poco —indicaba el director— mientras la cámara hace un recorrido de los labios hasta las piernas y luego...
Para Paolo todo parecía envuelto en una nebulosa, como si la escena sufriera defectos de nitidez. Incluso la voz del director sonaba hueca, desprovista de cualquier peso humano, pero entonces una mujer se acercó al set y lo trajo de vuelta a la realidad:
—¡Vaya monumentos! —exclamó con una sonrisa—. Esta vez os habéis superado.
—Verónica, querida —comentó el director—, qué alegría que hayas venido. ¿A qué debemos tu encantadora presencia?
Verónica Bermejo era apreciada y respetada por la productora. De todos sus clientes, ella era sin duda la más importante.
—Estás fabulosa —agregó él—. No sé cómo lo haces para lucir cada año mejor.
—Calla, adulador —rio.
—Te presento a "los monumentos", como tú los llamas. Ellos son Julen y Paolo.
Los actores, completamente desnudos, asintieron algo confusos.
—Perdonad, chicos, no pretendía ser grosera —dijo extendiendo su mano—. Lo de "monumentos" no ha sido acertado por mi parte. Sois guapísimos, si me permitís decirlo.
La vergüenza invadió de pronto a Julen que, creyendo oportuno cubrir sus vergüenzas, volvió a entrar en la bañera y se limitó a sonreír dejando que los demás siguieran hablando. Paolo por su parte se mostró más relajado. Sin saber por qué, la presencia de la mujer resultó agradable, un tónico vigorizante que le ayudó a sentirse humano en medio del caos en que se hallaba inmerso.
Verónica, una fémina de ojos felinos y cabello rubio ceniza, demostraba desde sus cuidados ademanes que la sensualidad no venía definida ni por el aspecto de alguien ni mucho menos por su edad. Al menos veinte años de diferencia la separaban del chico, y aun así la química entre ambos se produjo instantáneamente.
—Ella es, sin duda, nuestra mejor cliente —declaraba el director—. De no ser por sus inversiones mi empresa se habría ido a la quiebra hace mucho.
—¿Qué quieres que te diga? Celebro el arte —señaló la mujer esbozando una sonrisa cargada de misterio.
Paolo se la imaginó de pronto sumergida en la bañera armada únicamente de esa sonrisa cautivadora y su collar de oro blanco. La deseó nada más verla, con aquel aire aristócrata y envuelta en un delicioso perfume. Acostumbraba a salir con mujeres mayores, pero la que ahora se hallaba frente a él le pareció totalmente fuera de su alcance.
—Es un placer conocerla, Verónica —se atrevió a decir exponiendo su mirada más penetrante.
Tras mantener una conversación escueta pero plagada de evidente coqueteo, el director solicitó regresar al trabajo. Verónica permaneció entonces en una esquina del set, atenta a la expresión corporal del chico que, como un auténtico profesional, continuó la escena obviando su incómodo sacrificio. Tener a Julen de espaldas hizo que olvidara de alguna manera que se trataba de un hombre, incluso se imaginó que estaba compartiendo una sesión de sexo satisfactorio con la mujer que minutos atrás le había conquistado. Era muy buen actor, uno impecable. Quizá por eso la situación se le antojaba un despropósito, una injusticia que no merecía alguien que se había esforzado tanto. Su vida había sido una lucha constante y, harto de recorrer terrenos donde el fango y las miserias se proponían evitar su avance, decidió demostrarle a los presentes que estaban ante un prodigio de la interpretación.
El final de la escena fue lo más difícil. Julen debía someter a Paolo en lo que el director consideraba «un final de fiesta húmedo», y como si el hecho de estar en una bañera no supusiera suficiente humedad, Paolo hizo de tripas corazón y presumió de entereza ante algo que claramente le causaba rechazo.
Las felicitaciones al finalizar la grabación no se hicieron esperar. Tanto Verónica como el resto del equipo ensalzaron las virtudes de los actores, quienes habían desempeñado un trabajo impecable y de calidad bastante superior a la del resto de jóvenes que habían pasado por el mismo set.
—Estoy gratamente sorprendida —dijo la señora Bermejo—. Podría decirse que es la primera vez que asisto a un rodaje que no se me antoja un cliché absurdo del cine para adultos. Tiene gracia que la mejor escena de gays que he presenciado haya sido protagonizada por un chico heterosexual.
—¿Tanto se me nota? —preguntó Paolo.
—Un poco, pero en esta industria se agradece que de vez en cuando aparezca un hombre de tus condiciones. Podríamos quedar un día, si te apetece. Me gustaría ofrecerte más trabajos.
—Lamento decirte que no tengo intención de volver a rodar una película X. Esto ha sido algo puntual.
—¿Ha sido una mala experiencia para ti?
—Lo cierto es que sí. Para ser honesto lo he hecho por el dinero. Me encuentro en una situación complicada pero gracias a esto podré mejorarla.
—Lo comprendo, chico lindo. —Se aproximó hasta él para despedirse, y después de besar su mejilla, susurró—: Si alguna vez cambias de opinión, no dudes en llamarme. Conmigo no te faltará de nada.
Fue difícil resistirse a obtener un dinero tan inmediato. Pese a que rodar escenas con hombres se le hacía cuesta arriba, para Paolo acabó convirtiéndose en una rutina poco atractiva, aunque rutina al fin y al cabo. Verónica Bermejo se caracterizaba por su enorme poder de convicción y, obsesionada con continuar rodando escenas con las fantasías que más le excitaban, no escatimó en gastos e incluso aumentó el caché del rubio que ya trabajaba prácticamente cada semana para ella.
Pero los vídeos que la mujer encargaba con exigencias tan específicas no eran únicamente para su disfrute personal. En poco menos de dos meses consiguió triplicar sus ingresos con la venta de los derechos de las cintas que, gracias a sus leoninos contratos, sólo le correspondían a ella.
Durante algunos años Paolo se sintió protegido por la empresaria con quien mantuvo una relación, una donde el sexo y sobre todo el dinero los ataba de un modo artificial y hasta enfermizo. Sin embargo, un buen día llegó al set de rodaje un muchacho nuevo. Era un chico bien parecido, algo delgado pero de porte elegante y melena blanquecina típica de los surferos que pasan una eternidad bajo el sol. Paolo ni siquiera reparó en él hasta que vio cómo Verónica lo devoraba con la vista. Y de pronto se dio cuenta de que hasta ese momento él sólo había sido un juguete, un pasatiempo para alguien que encontraba divertido usar su poder para entretenerse un rato. No hizo falta que ambos se despidieran, supo de inmediato que en cuanto finalizara la grabación la señora Bermejo no volvería a solicitar sus servicios. Y no se equivocó. Pasó de ser el protagonista indispensable de sus producciones, a convertirse en un estorbo totalmente prescindible.
Aquella mujer le había tenido tan alejado del mundo real, que apenas fue consciente de la cantidad de cosas perdidas en ese lapso de tiempo, donde quizá el dinero y el deseo abundaran, pero su vocación artística y el control sobre sí mismo habían desaparecido de un modo irreversible.
No se arrepentía de sus decisiones, aunque sí que echaba de menos algunas cosas. Como por ejemplo a su amigo Julen, de quien acabó distanciándose conforme los contratos se iban firmando. El chico atendió a su llamada con generosidad, y es que teniendo en cuenta el modo en que lo había apartado de su vida lo lógico hubiera sido que éste le diera una negativa por respuesta. Para su sorpresa, accedió a tomar juntos un café en el bar que antaño frecuentaban. El lugar seguía exactamente igual, continuaba siendo el mismo cuchitril donde andar se volvía una tarea difícil debido a lo pegajoso que estaba el suelo.
Al verse, ambos quisieron mantener cierta distancia, amparados en esas ridículas creencias donde el orgullo se impone a la verdadera voluntad. Sin embargo, después de unos minutos de incómodo silencio, se produjeron las necesarias disculpas y los ansiados abrazos.
—Perdóname, amigo. Fui un inútil —expresó Paolo.
—Tú creíste que era el camino. No pasa nada. No eres el primero en caer en trampas como esa. Ni tampoco serás el último. Es el negocio del siglo.
—¿Tú crees?
—Pues claro. Es una verdad universal: los soñadores acaban en las bocas de serpientes despiadadas. Es el precio de esto.
—O sea que mi serpiente me expulsó o algo así... ¿Es eso? ¿Soy un vómito? ¿Un desecho?
—Mejor vomitado que digerido. Qué quieres que te diga.
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