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Un viaje para Leticia (Parte I)

*Imagen de Pezibear (Pixabay)

Era su día libre, pero lejos de anclarse sobre el sofá viendo un par de capítulos de su serie preferida, quiso limpiar un poco y después, tras ducharse y merendar, consideró oportuno visitar a Leo.

Su novio apenas llevaba tres meses dirigiendo la empresa y, aceptando su nivel de compromiso, toleró algunas nuevas manías además de, cómo no, que la desatendiera en las distancias cortas.

«Es sólo una etapa» pensaba observando sus zapatos al andar. Comprendía que su pareja hubiera descuidado un poco la relación. Otra cosa era que su libido lo aceptara sin más. De un tiempo a esta parte, solía frecuentar lugares donde abundaban hombres, esperando de algún modo captar sus miradas e incluso algún comentario que elevase su autoestima, y Leticia contaba con muy buena imagen, de modo que no era difícil lograr su objetivo.

Ese día no pasó por la zona en obras por casualidad. Allí los obreros le dedicaron un par de miradas intensas, de esas que, si fueran acompañadas de una leyenda, ésta rezaría cosas como: «¡eso es un cuerpo y lo demás tonterías», «reina, ven que te pongo un palacio» y toda esa clase de pamplinas que en ese momento la ayudaron a sentirse aún en el mercado.

Desde el ascenso de Leo, las cenas con Matías eran habituales. El personaje se había ganado un hueco en su vida más allá de lo estrictamente profesional. Tres noches atrás, trajo un buen vino y juntos cenaron en la terraza un improvisado surtido de quesos y nueces. A Leticia le agradaba su presencia, pues solía contar anécdotas muy graciosas de cuando era un adolescente y robaba para comer. Encontraba admirable que alguien cuyo pasado había sido tan difícil hablara de ello con tal naturalidad, además de agregarle una maravillosa dosis de humor.

No esperaba encontrárselo a la entrada de las oficinas, pero fue desde luego una grata sorpresa:

—¡Matías! ¿Sigues viniendo? —preguntó con una sonrisa.

—¡Querida, yo ando aquí siempre! Incluso cuando creen que no estoy —expresó tras darle un beso en la cara—. Estás estupenda, aunque eso no es novedad.

Tenía intención de marcharse, pero al ver a la mujer que deseaba en secreto, cambió drásticamente de parecer.

—Te acompañaré hasta el despacho del jefe —dijo riendo.

Las oficinas regalaban su habitual aspecto: gente vestida de manera formal cargando documentos o pendientes del teléfono en una incesante marea de encargos y solicitudes.

Agobiado, Leo parecía ajeno a cuanto ocurría a su alrededor. Todavía en pleno proceso de adaptación, contemplaba cómo el papeleo se acumulaba en su mesa, desesperando ante la idea de no estar capacitado para llevar a cabo la tarea de dirigir.

—Mira qué preciosidad te traigo —dijo Matías al entrar acompañado al despacho.

Forzando una sonrisa, Leo se levantó del asiento y trató de mantenerse sereno ante una situación que lo desbordaba y sacaba de quicio. No quería que Leticia viera cómo caía al vacío, así que después de una charla educada con su antiguo jefe y su novia, se disculpó diciendo que tenía miles de cosas que hacer.

Al salir del despacho, Leticia no fingió comprensión. Avanzó hasta la puerta principal del negocio a paso firme justificando su velocidad ante Matías:

—Creo que mejor me iré a tomar un café. Últimamente a estas horas me baja la tensión y no quiero acabar desmayándome, así que si me disculpas...

—Te acompaño entonces —dijo él consciente de que era una excusa—. No voy a dejarte sola estando así. ¿Y si algún desaprensivo te encuentra en ese estado y pretende aprovecharse de ti? Venga, querida, hay una cafetería al final de la calle.

No estaba cómoda teniendo que fingir delante de aquel hombre que todo marchaba perfectamente. Tenía ganas de gritarle al mundo que no soportaba ni un minuto más el rumbo que estaba tomando su vida.

Sin embargo y en un esfuerzo que se le antojó titánico, aceptó la cortesía del personaje. Al menos él la recibía con calidez y buen humor.

A lo largo de la charla fue serenándose. En menos de diez minutos ya le había sacado unas cuantas risas, dejando patente su enorme magnetismo.

Una cosa llevó a la otra y, casi sin darse cuenta, ambos acabaron yendo a la casa del empresario.

Matías enseñó las estancias de la vivienda con soltura, como si se tratara de un agente inmobiliario dispuesto a ganarse una jugosa comisión. La casa era un sueño. El recibidor, al estilo de las mansiones Hollywoodienses, conquistó a la chica de inmediato, cosa que el anfitrión no pasó por alto. No le pareció la típica interesada en el dinero o la vida plagada de lujos, pero el brillo de sus ojos al contemplar todo cuanto le mostraba se le antojó una victoria que no estaba dispuesto a desdeñar.

Así pues y con la excusa de finalizar la velada tomando un licor antes de despedirse, Matías encendió el equipo de música y dejó que Prince creara ambiente.

Leticia advirtió el alcohol quemando levemente su garganta, transmitiéndole calor en las extremidades e invitándola a dejarse llevar en lo que a nivel interno catalogaba de locura. Una emocionante locura, cabe decir.

Su acompañante, un hombre ducho en conquistas, se percató del sutil cambio de conducta y, creyendo que jamás tendría una oportunidad parecida, se acercó y la besó como si ambos hubieran sido amantes en otro tiempo.

Sin embargo, la ansiedad no hizo que se acelerasen las cosas. Matías se tomó su tiempo para acariciarla, sin desnudarla aún, mirándola con curiosidad y esperando que se relajara lo suficiente antes de empezar la verdadera acción.

Se acercó a sus labios nuevamente y, entre respiraciones altamente excitantes, le susurró:

—No sabes cuánto te deseo.

Leticia lo observó con detenimiento: la fina barba en tonos grises, el azul de sus ojos, las pequeñas arrugas al reír... Eran elementos que le conferían un aire sofisticado y viril. Aun así, la sola idea de mantener relaciones con el antiguo jefe de su novio le parecía una soberana locura.

—¿Qué te preocupa, querida? —preguntó él nada más percatarse de su incomodidad—. ¿He hecho o dicho algo inapropiado?

—No, para nada. Es que... Esto no me parece bien, Matías. Lo siento mucho. Creo que debería irme.

—De acuerdo —asumió tomando una ligera distancia—, lo entiendo. ¿Quieres que te lleve?

—Gracias, pero me vendrá bien el paseo.

Matías asintió y la acompañó hasta la puerta. Pensando que se había precipitado, tras despedirse dedicó una serie de improperios al aire.

Por su parte, Leticia anduvo cabizbaja hasta su casa. A lo largo del camino se reprochó haber cometido aquel error que consideraba imperdonable. Cuando se planteaba cómo reaccionaría ella ante una infidelidad, solía cuestionarse cosas como, por ejemplo, si el engaño había sido planeado, si se trataba de un simple desliz, o si, por el contrario, se trataba de una relación paralela.

Se veía capaz de perdonar en el segundo de los supuestos. Sin embargo, ahora se planteaba si lo que había estado a punto de hacer ella se podía encajar en esa categoría. No era lo mismo acostarse con un extraño a hacerlo con el que había sido el jefe de su novio. ¿Cómo hubiera afectado eso a su relación? Claramente hubiera sido un mazazo para Leo.

Al llegar a casa, su pareja descansaba sobre el sofá. No preguntó dónde había estado o si todo marchaba bien, en su lugar quiso saber qué había de cena. Leticia improvisó con lo poco que quedaba en la nevera y, en vez de quedarse a charlar con el chico, se excusó con un dolor de cabeza inexistente.

Ya en la cama, se odió por aquella mentira. Él no parecía ser consciente del huracán emocional en que se hallaba inmersa, lo que, a ojos de alguien que se sentía culpable, le agregaba aún más peso a su deslealtad. Recordó la sensación que recorrió su cuerpo al besar a Matías y un escalofrío la hizo desconectar de la realidad. Boca abajo, imaginó que aquel hombre acariciaba su espalda, haciéndole un masaje y deambulando con paciencia a lo largo de su piel. Con suavidad y susurrándole al oído, Matías comenzó a explorar entre sus piernas, apreciando con timidez cada hueco a su alcance. Ella comenzó a jadear, tocándose al tiempo que agregaba elementos a su encuentro horas atrás. Incluso fue capaz de escuchar a Prince mientras un Matías vigoroso la penetraba en aquella postura. La sola idea de visualizarlo al borde del éxtasis, repitiendo lo que había dicho sobre el sofá y gimiendo como un animal, hizo que llegara al orgasmo.

Hacía mucho tiempo que no gozaba de esa forma, pero poco después llegaron los remordimientos. No había hecho más que fantasear, sólo se trataba de un juego a solas, y, sin embargo, se sintió una mala persona.

Leo no llegó a acostarse esa noche en la cama. El cansancio lo atacó con tal furia que quedó rendido sobre el sofá tras la cena. Leticia lo encontró en una mala postura a eso de las siete de la mañana, la hora en que debía despertar si no quería llegar tarde a la oficina.

—Leo —dijo con suavidad mientras tocaba su hombro—, es hora de levantarse.

—Mierda —espetó él—. Tengo la espalda rota. ¿Por qué me dejaste dormir aquí?

De nuevo, la joven hizo un esfuerzo para no iniciar una discusión desde buena mañana. Quería volver a conectar con Leo, pero él la estaba apartando categóricamente de su vida con aquella conducta que, en lugar de suavizarse conforme pasaban las semanas, iba empeorando y dejando a la vista a un tipo que no le gustaba en absoluto.

Después de suspirar, cargó con su termo y se marchó al trabajo sin despedirse.

La jornada se volvió densa, tan monótona y aburrida que era inevitable posar los ojos sobre las vistas que ofrecía la ventana. A lo lejos podía divisarse el muelle, donde buques de pesca y barcas se movían en una danza sobre las aguas que se le antojaba relajante. Poco tardó en llegar un crucero con su tripulación uniformada y los pasajeros resacosos dispuestos a explorar la ciudad y llevarse un souvenir antes de volver al barco para emborracharse de nuevo en alta mar. ¿Por qué ella no podía disfrutar de algo así alguna vez?

Leo detestaba viajar. En cuanto ponía un pie en el aeropuerto comenzaban sus quejas: «Hay demasiada gente», «Qué agobio tener que pasar el control ahora», «¡Qué caro está todo! ¡Cómo se aprovechan de los turistas!», «Me estoy mareando». Al final, en vez de disfrutar de unas merecidas vacaciones, Leticia volvía a casa más tensa de lo que se había ido. Leo era hogareño y prefería la tranquilidad que ofrece estar en casa, mientras ella soñaba con conocer el mundo y adquirir nuevas experiencias.

Andaba imaginándose a bordo de aquel crucero, cuando un compañero le dijo que había llegado algo para ella.

En recepción, un joven con flores le pidió una firma para dejar constancia de que había recibido el envío. Entre comentarios de compañeros que aludían al romanticismo de su novio, ella se limitó a sonreír llevándose el ramo consigo hasta su mesa. Por un momento, sintió que su pareja trataba de compensarla de algún modo, pero al leer la tarjeta se dio cuenta de que nada había cambiado.

El obsequio no había sido idea de Leo sino de Matías que, avergonzado por su actitud el día anterior, le mandaba flores para pedirle disculpas.

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