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Un pequeño detalle (Parte II)

Llegué del curro a eso de las seis. Me metí en el baño —aún no había vuelto mi marido— y aproveché para afeitarme y escuchar música. Cuando él llegó, me pareció escuchar que mantenía una conversación con alguien, aunque no logré escuchar a la otra persona. Mientras limpiaba los pelos del lavamanos, él entró y expresó sin preámbulos:

—Ya tenemos a alguien.

—¿Alguien? ¿De qué hablas?

—¿Ya olvidaste nuestra conversación de anoche?

Me quedé perplejo, pero la verdad es que estaba tan ilusionado que me dejé llevar incluso sin estar vestido. Apenas me cubría con la toalla cuando, al llegar al salón, me encontré con una chica y un chico en el sofá.

—Ella es Faina y él Ignacio.

—Ho-hola —alcancé a decir.

Definitivamente Pascu había dado en el clavo. Ignacio tendría como unos treinta y cinco años —una edad estupenda—, buen tono muscular, ojos claros y lo más importante: me puso como una bestia nada más estrechar su mano.

Lo que yo no comprendía era qué hacía una chica allí, por lo que, manteniendo aún la mirada sobre Ignacio —hijo de mi vida—, le pedí a Pascu hablar un momento en privado.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta el chico? —me dijo preocupado.

—Sabes perfectamente que me gusta. ¿Quiénes son? Por Dios, Pascual, tendrías que haberme avisado antes de traerlos a casa.

—Son monitores del gimnasio. Faina me da clases de yoga. ¿Has visto lo guapa que es?

—Perdona, sólo pude fijarme en los brazos de Ignacio. ¿Qué hace ella aquí?

—Es su novia.

—Cariño, estoy muy confuso. Por favor, ¿puedes explicarme qué hace una pareja hetero en nuestro salón?

—Como si fuera la primera que entra —comentó riéndose.

—No, pero nunca ha venido el novio de ninguna de nuestras amigas a que me lo folle. Llámame raro, pero es un pequeñísimo detalle a tener en cuenta...

—Para empezar él no es hetero. Es bi. Y a ella le va lo de mirar. Son perfectos para nosotros.

—¿Que la tía también se queda?

—Pues claro. Y empieza a portarte como un adulto, que Faina me cae muy bien.

Estupendo, mi marido acababa de ponerme a prueba. Opté por vestirme, no me parecía lógico andar en pelotas sin apenas haber intercambiado un par de frases con el chico. Desde la habitación escuchaba a los tres riéndose, incluso Pascu abrió una botella de vino. Ignacio sujetaba dos copas y cuando me vio entrar, me ofreció una sonriendo.

Faina y Pascu se sentaron en un extremo del sofá y yo en un sillón apartado, mirándoles desde la distancia. El adonis de Ignacio estaba de pie apenas a unos centímetros de mí. Me miraba como si estuviera a punto de escoger un helado frente al refrigerador del supermercado. El muy cabrón me ponía con su cara de "yo no fui" y su fragancia ultravaronil. Mientras su novia y mi marido hablaban y reían como si estuvieran en una fiesta, Ignacio se apoyó en uno de los reposabrazos de mi sillón y comenzó a interesarse por mí. Preguntó un par de cosas acerca de mi trabajo, nada trascendente hasta que me metió la lengua en la boca.

—Vaya, ya han empezado —escuché que decía Pascu.

Aquel mulato de ojos azules me mordisqueaba la boca con tal dulzura, que fui suyo al instante. Me quitó la copa de vino y solicitó que me pusiera de pie. Obedecí deshaciéndome de la camisa y él bajó con cuidado mis pantalones. Qué extraño fue andar desnudo delante de otro tío mientras su novia y mi marido miraban, estos últimos con un interés que rozaba la enfermedad. Mientras tanto, Ignacio, al que a partir de ahora llamaré cubano del delirio, dejaba al aire cada poro de su perfecto cuerpo. Hasta Pascu soltó un «madre del amor hermoso» que nos sacó risas a todos.

Me estaba relajando, así que liberé a mi yo más salvaje tumbando al chico sobre el sofá. Saboreé sin pudor su boca, el mentón, luego lamí su cuello y mordí sus hombros escuchando cada uno de sus gemidos. Era grandioso sentir que mi tacto pudiera generar en un hombre así semejante placer, por lo que, después de besar con esmero cada uno de los recovecos de su abdomen, acabé pasando la lengua con desatada ferocidad por donde realmente me interesaba.

El cubano del delirio movía las caderas al son de mis chupadas, cosa que hizo que empezara a sudar sin apenas haber comenzado. Le pedí que se diera la vuelta y, en una de estas veces que eché la vista para ver qué tal estaba Pascu, veo que Faina está haciéndole una manola.

—¿¡Qué es lo que haces!? —le espeté.

—¿Tú qué crees? —me dijo soberbia.

—Tú sólo venías a mirar. No entiendo qué coño buscas en la bragueta de mi marido.

—Madre mía, menudo posesivo —agregó riéndose—. Cualquiera diría que no tienes suficiente con estar comiéndote a mi novio.

Ignacio y Pascu mantenían silencio, esperando a ver qué sucedería a continuación. Como no me decidía, el cubano del delirio me colocó sobre él y comenzó a tocarme. Sus enormes manos me acariciaban entre las piernas y yo volvía a estar en el cielo. Con una mirada Pascu y yo nos dimos mutuo consentimiento. Me resultaba increíble ver su cara de satisfacción mientras aquella imbécil le metía mano y le chupaba un pezón. Nunca me lo imaginé con una mujer, claro que si me hubieran preguntado, tampoco yo me habría visto con un cachorrón como aquel mulato.

«A la mierda» me dije. Volteé de nuevo al chico y lamí su espalda mientras lo dilataba con suavidad. Él se retorcía de placer y eso aumentaba más mis ganas de penetrarlo, por lo que, cuando me suplicó que se la metiera, no lo dudé un segundo.

Menudo festival de gemidos y «oh Dios», «por favor, no pares» y «qué maravilla». Y no todos eran expresados por mí. La mayoría fueron del cubano del delirio —cosa que elevó mi ego por las nubes—, aunque Faina no se quedaba atrás respecto a las artes de Pascu. Cuando lo vi sobre esa chica, me pregunté si es que en realidad él precisaba tener relaciones con mujeres y si quizá por ello no era capaz de sentirse pleno conmigo.

Despedimos a la pareja con besos y abrazos, agradecidos por aquel momento de diversión que nos habían regalado.

Después de una ducha y de estar callados como media hora, decidimos cambiar impresiones. Hasta que no le dije a Pascu que me había encantado la experiencia, él no se liberó. Me dijo que extrañaba el sexo con mujeres, que no sentía atracción por otros hombres, pero que a menudo miraba a chicas por la calle y se excitaba.

—¿Quieres decir con eso que ya no te gusto? —pregunté preocupado.

—¡No! ¡Claro que me gustas! Es sólo eso, que extrañaba a las chicas, supongo.

—¿Te gustaría repetir con la idiota de Faina y el maravilloso Ignacio?

Él sonrió y dijo:

—Puede.

Desde entonces y como si ya formara parte de nuestra rutina, quedamos al menos dos veces a la semana con los monitores, sabiendo que de nuestros encuentros surgirán nuevos y deliciosos placeres. Y es que no hay nada como comerse un dulce prohibido y luego quemarlo en el gimnasio.

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