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Un motivo de peso (Parte II)


De pequeño leía un cuento cuyo protagonista debía luchar contra unas enormes criaturas que amenazaban con destruir su pueblo. Para él, ser tan valiente como el personaje en cuestión era un asunto de vital importancia y, teniendo en cuenta que en la historia el chico se convertía en el héroe de su comunidad, no era de extrañar que lo tuviera como un modelo a seguir. El muchacho se llamaba Lárus, el chico de la piel de oso. Nunca se imaginó a sí mismo matando un oso —«¿quién querría hacer tal cosa?» se decía—, sin embargo, comprendía que aquel era un símbolo de fuerza que ningún enemigo ignoraría. Y él ahora, dadas sus circunstancias, quería ser ese Lárus, el tipo capaz de lidiar con osos, criaturas hambrientas, deudas y hasta con una mujer que no fuera su tipo.

Jenell asintió y le comunicó la hora y el sitio al que tendría que acudir para realizar su primer servicio. La única exigencia era ir bien vestido, con traje y corbata, un atuendo con el que no se sentía cómodo. Aun así, cuando se vio frente al espejo se preguntó por qué no había optado por aquel estilo antes. Estaba imponente, como si hubiera nacido con un traje puesto. Pensó en recogerse la melena de un modo discreto, pero cambió de idea casi de inmediato, pues siempre se sintió más sexy con el pelo suelto.

Ya en la calle y después de comprobar que el traje azul eléctrico fue una buena elección gracias a las miradas de los viandantes que se cruzaban en el camino, advirtió una mayor seguridad en sí mismo. Anduvo hasta una esquina concurrida, cortada por varios policías que intentaban mantener la carretera libre para que circularan los participantes de una maratón.

—Santo Dios —dijo una de los agentes al verle.

Adal rio y les preguntó si no podrían hacer una excepción dejándole cruzar para llegar a su destino, tan cerca que apenas tardaría tres minutos en alcanzar la calle.

—Me temo, señor, que no se puede acceder por aquí —intervino el otro policía.

—Sí, será mejor que no se cruce, no vaya a ser que unos cuantos se suiciden por no tener un físico a la altura —añadió ella.

Su compañero la miró con desaprobación y, tras explicarle a Adal que alcanzaría su destino si tomaba una ruta regresando sobre sus pasos y girando en una de las bocacalles, dijo:

—A ver si nos cortamos un poco, ¿no? Si no llego a intervenir le arrancas el traje...

—No estés celosito, anda. Sólo tengo ojos para ti —respondió ella.

—Haces conmigo lo que te da la gana, Laurita —sonrió.

Adal llegó diez minutos tarde. Esperaba que la cliente fuera comprensiva y entendiera los motivos de su retraso.

Ajustándose la corbata, vio que la puerta se abría y, al otro lado, halló a alguien muy distinto a quien se imaginaba. Había hecho el ejercicio de visualizar a una mujer poco agraciada por si acaso, para que no se le notara el rechazo nada más verla. Sin embargo, no contaba con aquello:

—Bu-buenas tardes... —declaró con expresión de sorpresa—. Soy Lárus, me envía la agencia...

—Por Dios bendito, pasa.

El sujeto, un hombre de unos sesenta años, estaba encantado. Pidió a un chico rubio de ojos azules y tez clara, y aunque en el catálogo había varios con esas características, ninguno le parecía perfecto. Adal aún no había proporcionado sus fotos para la web, por lo que el cliente aceptó una cita prácticamente a ciegas.

—Jenell no mintió cuando dijo que eras sublime —añadió invitándolo a tomar asiento—. Eres una belleza nórdica...

—Gracias —rio nervioso—. Yo creía que me abriría la puerta una mujer, la verdad. Como me dijeron que era Sam quien solicitaba el servicio...

—Claro, entiendo la confusión... Sam viene de Samuel. Si no estás cómodo, puedes marcharte. Sin problema, de verdad.

Viendo peligrar la posibilidad de ganar dinero, dijo apurado:

—No, en absoluto. Simplemente me ha pillado por sorpresa, nada más.

—Tutéame, ¿sí? Ya sé que soy una momia, pero me gusta que me mientan diciéndome que parezco más joven.

Samuel sonrió con picardía mientras le señalaba la mesilla con varias botellas, una cubitera y dos vasos. Adal comprendió que el cliente quería que le sirviera una copa y acudió raudo a complacerle.

—¿Cómo te gusta? —preguntó sujetando uno de los vasos.

—Muy potente —dijo pasándose la mano por el pantalón.

Adal asintió y se preguntó cómo diablos iba a mantener relaciones sexuales con alguien que, aparte de no gustarle, era un hombre. Mantuvo la calma, aunque el sudor comenzaba a perlarle la frente.

—Puedes quitarte la ropa, si tienes calor.

Samuel lo tenía muy claro. Iba a disfrutar todo cuanto aquel joven le permitiera, y seguramente repetiría sólo por volver a tener en casa, a tan corta distancia, a un dios terrenal de su categoría.

Adal sonrió y se quitó la chaqueta despacio, comprendiendo que eso era lo que su cliente quería: «imagina que es una mujer, imagina que es una mujer, imagina que es una mujer» se repetía sin parar.

Al quitarse la camisa, la erección de Samuel se volvió inevitable:

—Primor, has logrado que esta cosa, dormida desde hace años, resucite. Sólo por eso te mereces cada euro invertido. Si es que no puedes estar más bueno... ¡Vaya tableta de chocolate blanco!

Le gustó escuchar aquello. Una parte de sí mismo le gritaba que era una locura, que jamás había mantenido relaciones con un hombre y que, al margen de sus preferencias, metería la pata catastróficamente: «la pata y más cosas, me temo». Entonces pensó que tal vez Samuel no quisiera que le penetraran, y la alternativa se le antojó dolorosa y poco apetecible.

—¿Qué cosas te gustan? —intervino quitándose el cinturón lentamente, con clase—. Háblame de ti.

Samuel se explayó contando que era dueño de una fábrica de suministros médicos, que le encantaba viajar a zonas costeras, que amaba la música de Phill Collins y que le gustaban los hombres con ombligos tan «pillines» como el suyo.

Adal lo encontró un tipo muy gracioso, y eso en parte mitigaba sus miedos. Sin embargo, Sam no tardó en mirar con lascivia su entrepierna, levantando las cejas con una insistencia que servía de ruego para que se desnudara del todo. Quería contemplarlo, ver cada rincón de su apolíneo cuerpo. Y Adal, o más bien Lárus, el personaje de cuento valiente y arrebatador, contentó a su compañía desprendiéndose de la última prenda que llevaba puesta.

Ante el mutismo de Samuel, que se había quedado literalmente con la boca abierta, anonadado por el tamaño de algunas partes de su anatomía, se atrevió a decir:

—¿Se te ha comido la lengua el gato o simplemente estás pensando en cómo volverás a andar después de nuestro encuentro?

No se reconocía a sí mismo. Jamás hubiera dicho algo semejante y, sin embargo, aquello pareció encantarle a Sam, que reía complacido, aunque sin evidenciar lo realmente excitado que se hallaba.

—Verás —dijo al cabo de un rato—, la verdad es que a mí no me va que me la metan.

Adal tragó saliva.

—¿Ah no? ¿Y qué te va entonces, Sammy?

—Digamos que siempre he sido muy obediente. De niño viví en un entorno muy rígido, ya sabes, con normas y disciplina en vez de amor y comprensión. Y, bueno, aunque han pasado muchos años desde entonces, lo cierto es que encuentro realmente satisfactorio que alguien me imponga normas.

—¿Y crees que un buen chico seguiría vestido si su amo Lárus se desnudara frente a él?

Acto seguido, Samuel se quitó la ropa con urgencia, como si Adal hubiera dado totalmente en el clavo hablándole en aquel tono dirigente, casi autoritario.

Adal se dedicó a mirarlo en silencio, acercándose poco a poco, igual que un tigre que, midiendo su fiereza, se aproxima con sigilo hasta su comida.

Sam, por su parte, ya andaba perdido en los ojos del chico. Le parecía tan bello como enigmático, y, además, lo deseó desde el momento en que le abrió la puerta. Temblando, sintió las manos de Lárus rozándole levemente los hombros, estremecido y con la piel erizada.

—Parece que tus pezones y otras de tus partes están contentas de verme.

Adal sintió que Lárus se apoderaba de él de un modo casi diabólico, moviéndolo a su antojo y cambiando su conducta de forma drástica. «¿Cómo es posible que se te esté levantando si no eres gay?» se decía atendiendo al volumen desmedido que estaba adoptando su pene.

—¿Te gusto? —preguntó pasando la nariz por la nuca de Sam.

—¿No es evidente? —gimió.

—No te veo muy convencido.

Al decir esto último, lo envolvió con sus brazos mientras le mordía una oreja y, derretido, Sam sólo pudo agregar:

—Estoy en la gloria...

—¿Tienes alguna palabra clave para detenerme en caso de ser muy brusco? —susurró jadeando.

—Andrea —dijo elevando los brazos.

—¿Quién es Andrea?

—Mi mujer.

Adal detuvo las caricias unos segundos. No hubiera imaginado ni en un millón de años que Samuel, un tipo que a priori parecía un gay consolidado, tuviera esposa.

—¿Estás casado con una mujer? —preguntó dándole la vuelta y acariciándole el pecho.

—Todos tenemos secretos —dijo con ojos tristes—. ¿Decepcionado?

—¿Qué importa lo que yo opine?

—Di que lo estás... Eso me pondría muy cachondo.

Adal rio. Tenía delante a un hombre insatisfecho, cansado de disfrazarse a diario de algo con lo que no se sentía identificado lo más mínimo. Mordiéndose los labios, le ordenó:

—De rodillas, hombrecillo.

Samuel obedeció de inmediato, deseando ver de cerca su cuerpo de cintura para abajo.

Y Lárus, que había tomado las riendas del todo dejando a Adal totalmente fuera del plano, comenzó a tocarse lentamente, frotando su pene de vez en cuando con la mejilla del hombre.

—¿Cuándo te diste cuenta de que te gustaban los tíos? —se atrevió a preguntar.

—A los once años —declaró extasiado—. Me gustaba el panadero de mi calle. Era rubio, con ojos claros y la piel muy blanca...

—¿Y se lo contaste a alguien?

—A mi hermana, que fue corriendo a decírselo a nuestra madre.

—Te castigó, ¿verdad?

—Era una época difícil, cariño. Y mi madre sólo pensaba que había criado a un pervertido. Me pegó durante horas...

—Y a ti te gustó, ¿no es así?

—Esa y las otras veces... No sabes lo dura que se me ponía entonces.

Lárus lo abofeteó. El gemido de placer que recibió a cambio fue un claro identificador de cuanto debía hacer. Entre cachetadas le daba alguna caricia que otra, como si fingiera ser un experto de la dominación. Adal jamás había golpeado a nadie, ni siquiera una nalgada inofensiva a sus muchas amantes, pero Lárus era un rey del placer, y si tenía que comportarse como un déspota agresivo, lo haría sin remilgos.

—¿Gozas? —le preguntó.

Llorando, Samuel respondió afirmativamente. Sus lágrimas no se debían a la humillación, sino a la felicidad. Al fin había encontrado al sustituto perfecto del panadero de sus sueños, aunque supiera que el espécimen que tenía delante era muy superior al original.

—Sabes que si lloras va a ser mucho peor, ¿verdad?

Samuel lloró entonces elevando la voz. Quería que fuera peor, mucho peor, y Lárus supo que tenía que subir la intensidad.

Lo sujetó de la barbilla con fuerza, obligándolo a ponerse de pie:

—Túmbate sobre el sofá. Boca arriba. Quiero ver tu cara mientras te hago lo que tengo previsto...

Primero lo inspeccionó como si tuviera delante un objeto, igual que se miran cosas en un mercadillo para luego regatearle al vendedor mientras se palpa el artículo con cierto desprecio. Después, a horcajadas sobre él, se limitó a mirarlo fijamente, advirtiendo el desconcierto y también la expectativa en sus pequeños ojos.

Entonces, como si un ser maquiavélico estuviera sosteniendo sus manos, las condujo hasta su cuello y apretó sin dejar de mirarlo.

Samuel primero no se resistió, pero conforme transcurrían los segundos, fue retorciéndose y pataleando. Sin embargo, en su boca se dibujaba una sonrisa débil, tímida, algo que Lárus no pasó por alto.

—Chico insolente —dijo sin dejar de apretarle el cuello—, ¿aún no dices tu palabra clave?

Como pudo, Samuel negó con la cabeza, a sabiendas de que ya no aguantaría mucho más en aquel estado. Pero quería seguir disfrutando, alargar el instante todo cuanto pudiera.

Lárus, que seguía sentado sobre su cintura, comenzó a mover discretamente la pelvis, frotándose contra el abdomen de Sam.

El gesto, tan sutil y apenas perceptible para cualquiera en su misma situación, hizo que Samuel acabara diciendo su palabra, justo al tiempo en que llegaba al orgasmo. Lárus entonces liberó su cuello para que tomara aire, apreciando una sonrisa total en su rostro.

Tardó unos minutos en recomponerse y, sintiéndose flotar como un papel sacudido por el aire, susurró:

—Gracias. Nunca había hecho esto...

Adal sonrió y se levantó para que pudiera respirar con normalidad. Mientras se vestía, Samuel lo miraba atontado, experimentando por primera vez en su vida aquel placer que tantos años le habían prohibido. La decisión de llamar a una agencia de servicios sexuales fue difícil, claro que después de haberse hecho su último reconocimiento médico pocas cosas lo avergonzaban. Recibió malas noticias entonces, así que ya sólo quería procurarse bienestar, y eso implicaba regalarse a sí mismo una sesión de complacencia que su mujer no podía proporcionarle.

Ya vestido, Adal quiso despedirse diciéndole que no era necesario que lo acompañara hasta la puerta, pero Samuel estaba tan feliz, que se levantó cual resorte para despedirlo debidamente.

—Eres un sueño hecho realidad —le dijo suspirando—. Nadie, ni siquiera mi mujer, con la que llevo casado treinta y seis años, ha sabido leer a través de mí como tú lo has hecho.

—Me alegra que te haya gustado —dijo Adal—. Pero me limité a hacer lo que pedías. Nada más.

—Quiero volver a verte. ¿Sería posible?

Adal asintió y, tras darle un beso en la mejilla, regresó a casa.

A la mañana siguiente, después de una noche de muchas reflexiones donde se cuestionaba si realmente se conocía a sí mismo y cuáles eran sus verdaderas preferencias sexuales, recibió un email de Jenell notificándole que ya le había transferido el dinero. Resultó gratificante ver al final del escrito la felicitación por un trabajo «excelente», sobre todo porque Jenell no era una mujer fácil de complacer. Ahora que ella había podido comprobar que estaba realmente comprometido con sus funciones, se mostraba más amigable y menos severa en el trato.

Eran buenas noticias, sin embargo, Adal se sentía algo descolocado. No le preocupaba haber descubierto a esas alturas de su vida que le gustaban los hombres, pero quería saber entonces por qué seguía pensando en mujeres. La idea de ser bisexual jamás surgió en su mente y sentir que tal vez a partir de ese momento el sexo sería distinto le causaba cierta desazón. En cualquier caso, debía continuar con su labor en la clínica, aunque transferirle el dinero a Kevin para ir ajustando algunos de sus problemillas en la empresa mejoró su humor.

Durante dos semanas compaginó el trabajo en la consulta con su actividad en la agencia de Jenell. Aparte de Samuel surgieron otros clientes, la mayoría hombres de mediana edad que sólo querían echar canitas al aire. Y gracias a eso, su economía estaba mejorando notablemente. La cuestión es que desde su primer servicio no había vuelto a mantener relaciones con mujeres, y eso se estaba volviendo un asunto de difícil digestión: «¿Y ya está? —se reprochaba—. ¿A partir de ahora ya nunca más tendré sexo con una mujer? ¿Quién te define ahora mismo? ¿Lárus, el acompañante de lujo, o Adal, el endocrino levanta faldas?»

Con estas y otras decenas de preguntas en la cabeza, permitió el acceso a la consulta a Raquel, la paciente que tan exótica le parecía.

—Hola Adal —dijo ella esquivando sus ojos.

—¿Qué tal lo llevas, Raquel? —se interesó sonriendo.

—Pues no sé... Creo que no he adelgazado nada —se lamentó.

—Comprobémoslo, ¿sí?

La chica se quitó la ropa y subió a la báscula, temiendo ver la cifra que su dichoso enemigo mostraría a continuación.

—109 —expuso Adal—. Has perdido peso.

—Vaya una mierda —espetó—. ¿He renunciado a los dulces y a las pizzas para esto? Bueno, no. Ese es el problema, que renuncié a ellos los dos primeros días.

Adal rio. La mayoría de sus pacientes ponían excusas o mentían para justificar sus problemas de sobrepeso, pero ella era honesta, y eso la hacía mucho más interesante de lo que pareció en sus primeros encuentros.

—Al principio es difícil. Quizá debas buscarte un hobby que te ayude a no pensar en la comida —dijo regresando a su mesa mientras ella se vestía.

—¿Se considera un hobby estar todo el día leyendo mensajes de tus amigas diciéndote lo maravillosa que es la maternidad mientras tú te comes una tarrina de helado llamándolas mentirosas?

—¿Eres madre o quieres serlo?

—Yo no quería, pero me liaron —dijo ya vestida—. Esas cabronas me convencieron para quedarnos todas embarazadas a la vez. Y me puse tan gorda en el proceso que mi querido novio me dejó, así que ahora estoy bastante entretenida evitando que mi hija se caiga de un sexto piso, algo que hubiera sucedido ya unas cuantas veces de no haber puesto un ropero delante de la única puta ventana que tenía el salón. Ah, y en mis ratos libres como pizzas.

—Él se lo pierde —añadió mirándola a los ojos.

—Supongo que no era su sueño acabar con una foca con el culo gigante. ¿Quién querría semejante mazacote en la cama?

—¿Qué quieres que te diga? A mí me gusta tu culo... Creo que eso ya quedó bien claro.

Raquel sonrió. Seguía preguntándose qué clase de traumas debía de tener aquel tiarrón para haberse acostado con una gorda de su categoría, no una, sino dos veces.

—Oye —intervino mientras él anotaba los progresos en el ordenador—, ¿qué problema tienes?

—¿Problema?

—¿Cómo es que un tío como tú acaba acostándose con una tía como yo? No comprendo qué te motivó a hacer tal cosa...

Él, sabiendo a qué se refería, la tomó de las manos y le dijo con suavidad:

—Me gustaste, ¿qué más quieres que te diga? Deja de vapulearte a todas horas y céntrate en quererte un poco.

Entonces, dándose cuenta de que, en efecto, Raquel seguía gustándole, le propuso:

—¿Te apetecería quedar conmigo hoy? Podemos salir a dar una vuelta.

—Adal, acabo de decirte que soy madre de una niña suicida, y esa puta báscula ha escupido un 109 cuando me he subido en ella. ¿Y aun así quieres salir conmigo? ¿Perdiste una apuesta o algo? ¿O es que estás dejando alguna medicación?

La besó, y no fue algo impostado o uno de esos besos previos a cualquier sesión de sexo salvaje. Fue un beso real, uno lleno de ternura y calidez fácilmente reconocible por quienes han sentido amor alguna vez. Claro que Adal jamás había sentido eso, y entonces comprendió que, independientemente de que a Lárus le gustara cobrar por estar con hombres, a él le encantaban las chicas, y eso no iba a cambiar así como así.

Raquel recibió el beso como una cura a tanta autolesión y, pese a que creía no estar a la altura del chico que tenía delante, accedió a salir con él creyendo que se trataría de una cita sin importancia; que Adal se cansaría días más tarde de ella. Sin embargo, eso no sucedió.

Incluso diez años después, Raquel sigue pensando que Adal sólo es un endocrino con devoción por las mujeres entradas en carnes. Ya casados y con la niña suicida bajo control, sólo conoce a la versión oficial de su marido. Lárus, el demonio nórdico que yace en su interior, continúa trabajando al servicio de hombres con gustos muy particulares sin que su familia tenga la menor sospecha de quién es tras su fachada de ángel inocente.

¿Adal será capaz de sincerarse con su mujer, presentándole a Lárus, su identidad más magnética y deseable? ¿O por el contrario seguirá manteniéndola en secreto por temor a perder todo cuanto ha creado a través del amor? 

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