Un motivo de peso (Parte I)
—¡Vete, por favor! —suplicó ella.
—¿En serio? ¡Vives en un quinto! ¿¡Es que quieres que me mate!?
—¡Por Dios, que mi marido está aquí! ¡Lárgate ya!
Prácticamente a empujones, desnudo y con el corazón a toda marcha, saltó hasta el balcón de los vecinos de abajo, quedándose encajado entre la ropa colgada en el tendedero. Después de maldecir en su idioma natal a todos los dioses que se le iban ocurriendo, recogió sus cosas del suelo pensando cómo se excusaría ante los dueños de la vivienda, no sólo por la intromisión, sino por el destrozo causado. Apenas se había puesto de pie, cuando los ojos de dos muchachas se clavaron sobre él.
—Disculpen —dijo tapándose como buenamente pudo—. Me he caído del balcón de arriba. ¿Me dicen por dónde puedo salir?
Las jóvenes, mudas debido al hallazgo de un hombre que se les antojaba caído del cielo —nunca mejor dicho—, se limitaron a señalar la puerta y, sin medir su curiosidad, atendieron al danzar de glúteos que aquel ser semidivino llevaba al aire.
No le había hecho gracia quedarse como su madre lo había traído al mundo delante de unas extrañas, pero echó a reír una vez vestido y a dos manzanas de distancia. Siempre gustó a las mujeres. Incluso de adolescente, época en la que todos sus amigos lucían cuerpos enclenques y rostros llenos de acné, él destacaba por poseer un torso apolíneo y el cutis libre de imperfecciones. Por aquel entonces le llamaban «el ángel», y el mote estaba justificado. Tenía locas a todas sus compañeras de clase, a las amigas de su hermana, a las de su madre... Sin embargo, no dejó de ser tímido hasta bien entrados los 25, momento en que perdió su virginidad. Fue ahí, cabalgado por una chica que le sacaba unos cuantos kilos, cuando se dio cuenta del tiempo que había estado desperdiciando.
Pasó de ángel a demonio en cuestión de pocos meses, y siempre con mujeres que querían adelgazar. No, no se trataba de un fetiche, sino que, como endocrino, resultaba lógico tratar con mujeres de esas características. Nada más acabar su formación, se asoció con un amigo y juntos abrieron una consulta en la ciudad. Al principio, las cosas no iban demasiado bien, pero «el ángel» no tardó en conseguir pacientes, mujeres que conocía en webs de contactos. Como es lógico, primero tenía salvajes sesiones de sexo con ellas, y luego, cuando alguna aseguraba sentir vergüenza de su cuerpo, máxime teniendo a un hombre de sus características delante, él las invitaba a acudir a la consulta. La mayoría de ellas, sin duda motivadas por volver a verle más que por la posibilidad de adelgazar, aparecían en la clínica con la esperanza de convertirse en amantes definitivas del especialista. En sus fantasías, aquel rubio de facciones rudas y cuerpo atlético las tomaba a la fuerza en la consulta: «buen modo de adelgazar» pensaba Raquel.
—¿Raquel Castillo? —dijo el recepcionista.
—Sí, soy yo —respondió ella con el corazón a toda marcha.
—Ya puede pasar. Consulta 1.
Había escogido su mejor lencería, y una falda que no disimulaba el tamaño del trasero, por mucho que quisiera engañarse. Aun así, un pensamiento autodestructivo la atosigaba desde primera hora de la mañana: «Fue un milagro que te tiraras a ese tío. Confórmate con eso y deja de soñar con que ocurrirá otra vez».
—Raquel, ¡qué sorpresa!
Se levantó dispuesto a saludarla, esbozando esa sonrisa infalible que le abría puertas —y piernas—. La charla, que duró unos minutos y consistió fundamentalmente en establecer unos parámetros médicos, cambió de tono cuando él advirtió cierta presión en sus pantalones.
—Quítate la ropa —sentenció.
—¿C-cómo?
—Para pesarte, reina.
La muchacha, muerta de la vergüenza a pesar de ya conocerse en la desnudez, se subió en ropa interior sobre la báscula.
—Ok, 112 —comentó él apuntando la cifra en una tabla. Luego la dejó sobre la mesa y, apretándole las nalgas con fuerza, murmuró—: Qué culazo, por Dios.
Le rompió las bragas y luego mordió con ansiedad el culo de aquella pobre chica. Y lo hizo con tal decisión, que ella, al borde del delirio, comenzó a gemir sin temor a ser escuchada al otro lado de la puerta, donde aguardaban otras obesas como ella, pero no tan suertudas. O al menos eso pensaba su versión más cándida. A él le excitaba ver cómo esa y el resto de sus orondas amantes se dejaban llevar entre sus brazos, olvidándose por un momento de que no eran perfectas —ni falta hacía que lo fueran—. Encontraba agradable el tacto de los muslos de Raquel rodeándolo, aprisionándolo contra la camilla, al tiempo que él movía su pelvis desesperadamente, apretando sus senos en un ejercicio de lujuria desatada.
—Cielo, voy a acabar —gemía él—, ¿quieres bajar y ...?
No hizo falta terminar la pregunta. Raquel, como cualquiera de las demás pacientes que aguardaban en la sala de espera, hubiera satisfecho ese y cualquier otro deseo de aquel dios terrenal, buscando quizá su aprobación y, por ende, la posibilidad de hacerlo suyo para siempre.
Al cabo de unos minutos, la muchacha se dirigía a la recepción a solicitar otra cita para dentro de quince días, con el propósito de alcanzar el objetivo que su doctor favorito le había marcado.
Exhausto, él se dejó caer sobre el asiento, intentando recomponerse un poco antes de permitir que pasara otro paciente.
—¿Se puede? —expresó su socio abriendo la puerta.
—Me encanta porque pides permiso al tiempo que entras —declaró con la respiración ligeramente agitada.
Kevin ya conocía su sentido del humor, y también su afición a acostarse con pacientes, hecho que constató cuando vio unas bragas —o más bien lo que quedaba de éstas— en el suelo.
—Asegúrate de que eso esté en la papelera antes de que entre otra mujer —comentó.
—Podría entrar un hombre —agregó mientras se acercaba a la prenda—, no sólo ellas tienen problemas de sobrepeso.
—Desde luego, Adal, pero para que ellos descubran esta consulta tú tendrías que volverte gay... —rio—. En serio, entiendo que te guste el sexo, pero joder, con ese físico podrías aspirar a algo mejor, ¿no? ¿Qué le encuentras a tanta carne?
Su socio tenía muchas virtudes, pero la discreción no era una de ellas. Adal se había acostumbrado a acostarse con mujeres entradas en kilos, aunque no era lo único que le atraía de ellas. En el caso de Raquel, le parecía una mujer exótica, con ojos rasgados y una larga melena azabache cayéndole hasta la cintura. Y su culo. Eso también le gustaba. ¿Qué tenía de malo?
No solía dar explicaciones, por lo que, encogiéndose de hombros, puso fin a una conversación que le parecía incómoda a la par que innecesaria.
—Hablé con la gestoría —añadió Kevin en un tono más sobrio.
Hubiera preferido seguir hablando de sus gustos sexuales antes que tocar aquel tema tan delicado. Los problemas financieros se acumulaban desde hacía dos meses, y la idea de tener que cerrar y regresar a casa de sus padres se le antojaba un castigo inmerecido. Kevin y él tendrían que tomar una decisión, y pronto.
A eso de las siete, Adal se despidió de su socio y caminó hasta el súper más cercano. Tenía intención de comprar algunas verduras para la cena, pero acabó seleccionando una pizza congelada y un pack de botellines de cerveza. Estaba cansado y también algo deprimido. La posibilidad de fracasar no entraba en sus planes, pero por mucho que se devanara los sesos no hallaba una solución viable.
Apenas a unos metros de su piso vio a Irma, una chica con la que quedaba esporádicamente para cenar y «lo que surgiera». Y ese «lo que surgiera» solía acabar con los dos en la cama de ella, por lo que era extraño que se hubiera personado en su casa sin avisar.
—Hola, preciosa, ¿qué haces aquí?
La sonrisa de la chica delató sus intenciones, así que asumiendo que la pizza se descongelaría, Adal dejó que su amiga le desabrochara los pantalones mucho antes de acceder al portal.
—Espera, espera —pidió él intentando atinar la llave en la cerradura—. No puedo concentrarme...
—Tranquilo, sólo me aseguro de que está todo en orden tras tu aparatosa caída —rio.
—Sí, tú ríete, desgraciada —expresó una vez ya se encontraban en el interior de la vivienda—, pero cualquier día tu marido me cortará las pelotas.
—Con lo bonitas que las tienes sería un desperdicio, sin duda.
Acto seguido, Irma le bajó los pantalones, acariciándolo con mimo y susurrando esas cosas que tanto le excitaban.
—¿Verdad que vas a hacerme eso que se te da tan bien? —pidió ella mientras le besaba el cuello.
—Ya sabes que sí...
Irma se subió la camiseta y el sujetador a la vez, dejando que Adal le chupara los pezones mientras ella gemía de placer.
—Más fuerte —jadeó.
Él se esmeró en hacerlo como le gustaba: succionando a ratos, apretándolos y llenándolos de saliva.
—Más fuerte, Adal —rogó.
—Princesa, si lo hago más fuerte te dejaré marcas. Y no queremos que tu marido, un hombre que tiene acceso a cuchillos y machetes de toda clase, descubra que un tío anda comiéndole las tetas a su señora.
Irma estaba casada con el dueño de una carnicería ubicada a tan sólo dos calles de la casa de Adal. Aquel juego que se traían entre manos dejaría de ser divertido el día que el carnicero se enterara de quién era el amante de su mujer. Mientras tanto, y aunque visualizara al cornudo en cuestión desollándolo más pronto que tarde, bajó las bragas de su acompañante dispuesto a darle el orgasmo de su vida.
Después del sexo, Adal despidió a Irma y abrió un botellín de cerveza. Le sirvió de distracción para no pensar en su situación económica que, tal como había dicho Kevin, pendía de un hilo. Esa tarde sopesaron despedir a uno de los recepcionistas, claro que la idea de dejar sin trabajo a un chico que acababa de ser padre le removía el estómago. Y la alternativa, echar a una chica que compaginaba el empleo con cuidar de su madre enferma, tampoco le parecía agradable. No, no podían despedir a dos personas que habían demostrado ser, aparte de buenos profesionales, gente de confianza dispuesta a ayudar siempre.
Se arruinarían, era un hecho. Y Adal tenía un problema a la hora de compartir sus problemas con su familia, fueran tonterías o asuntos graves, como era el caso.
De ninguna manera. Antes pediría un préstamo al banco, aunque supiera de antemano que no se lo concederían. Tampoco le contaría la situación a su padre, un hombre bien relacionado, pero al que recientemente habían intervenido de urgencia por un problema cardíaco. Mantendría a los suyos al margen, estaba decidido.
Dispuesto a acostarse, aunque era muy consciente de que no pegaría ojo en toda la noche, se echó un vistazo al espejo y atendió a su aspecto. Nunca fue un narcisista, pero era un hecho que su imagen le había abierto muchas puertas a lo largo de su vida: «quizá no la hayas explotado debidamente» musitó.
Encendió el portátil y localizó la web de contactos que frecuentaba últimamente. Por norma general, esa clase de portales presentan modelos o actores con físicos agradables, con tendencia a parecer normales, un modo inteligente de captar el interés del público medio. Pero él no encajaba en aquel perfil. Por mucho que lo negara para no parecer un egocéntrico, la realidad era que nunca estuvo en el perfil de hombres normales. Bastaba con ir por la calle y atender a las miradas de las mujeres que circulasen cerca. Difícilmente alguna evitaba mirarle, y es que todo en él, su largo cabello, los ojos claros, el mentón prominente y aquella escultura que tenía por cuerpo, era imposible de ignorar.
Decidió seguir navegando, a pesar de que ya eran más de las dos y en unas horas tendría que acudir al trabajo. Estuvo unos minutos mirando los perfiles de chicas que encontraba atractivas. Morenas, curvilíneas, rubias, delgadas, de labios gruesos, ojos verdes, ojos marrones, pelirrojas, asiáticas, mulatas, con escotes generosos, culos respingones... Había todo un mundo de posibilidades, y entonces tuvo una reflexión: ¿por qué siendo tan bellas necesitaban una web de contactos para echar un polvo? «Anda que no habrá tíos dispuestos a tirárselas —murmuró—. Hasta pagando».
¿Por qué no lo había pensado antes?
Después de unas horas visitando algunas páginas, cuyo contenido catalogó internamente de «cautivadores servicios», dio con un sitio distinto a los anteriores. El diseño era elegante y neutro, nada de tipografías con colores llamativos ni banners publicitando imágenes de personas ligeras de ropa. Le gustó el modo en que hablaban de los jóvenes que se anunciaban. En otros sites daba la sensación de que se les trataba como mercancía, productos en venta. En cambio, aquí eran considerados dioses, y eso, a su versión más engreída, le pareció estimulante.
Le sorprendió recibir tan pronto una respuesta. El lugar donde se realizaría la entrevista estaba próximo a la consulta, claro que la excusa que puso para irse antes del cierre era que tenía una cita al otro lado de la ciudad.
Ya en el sitio, y después de haber comprobado más de una docena de veces que nadie conocido lo hubiera visto, se detuvo a contemplar el arte que decoraba las paredes. El lugar rezumaba belleza y luz, y se le antojaba más un museo que un espacio para la lujuria. Por supuesto, los cuadros y esculturas repartidos por la sala eran una representación de los pecados más comunes, y, evidentemente, la debilidad por la carne era el que predominaba. Aun así, quienquiera que hubiese escogido aquellas obras para decorar la recepción se trataba de un seguidor acérrimo de Felisa Marcoani. La pintora, grande entre los artistas hiperrealistas, era una de las favoritas de Adal, por lo que, ensimismado, se dedicó a contemplar las piezas que, firmadas por ésta, ocupaban el pasillo.
—¿Eres Adal? —preguntó una mujer sin disimular su acento alemán.
Al responder que era él, la señora lo invitó a que la acompañara hasta el despacho. Tras tomar asiento, ella preguntó:
—¿Te gusta la pintura de Marcoani o sólo buscabas pasar el rato?
—Adoro a Felisa. Para mí, la mejor de sus obras es "1532" —respondió relajado.
—¿Estudiaste arte?
—No, me temo que soy de ciencias. Aunque soy muy consciente de que esos cuadros que decoran el pasillo no son originales, sino copias.
—Copias muy caras —aclaró riendo—. Las adquirí en Florencia, en la escuela de arte superior donde reparan y realizan reproducciones de las obras de Marcoani. ¿Cómo supiste que eran copias, si puedo saberlo? Hasta la firma de los cuadros es exacta a la original...
—Felisa hace que sus personajes estén vivos. ¿No le parece?
—Desde luego —asintió. Después de invitarle a un cigarrillo y recibir una respuesta negativa por su parte, expuso—: Me llamo Jenell. Adalberg no es un nombre muy común por aquí... ¿De dónde eres?
—Islandia. Viví allí pocos años, aunque sigo hablando el idioma con mis padres.
—¿Y aparte de islandés y español hablas alguna otra lengua?
—Inglés e italiano —dijo orgulloso.
Jenell lo miró sonriendo, intentando adivinar qué motivos conducían a aquel joven a solicitar trabajo allí.
—¿Algo más que puedas destacar de ti mismo?
—Bueno, soy médico, endocrino para ser más exactos.
—¿Crees que eso es importante en un negocio como el mío?
—Aparte de eso, soy buen conversador y tengo la capacidad de hacer que mis amantes pierdan la cabeza —rio.
—Eso ya me interesa bastante más.
—Me vendría muy bien una oportunidad. No atravieso una buena situación económica.
—El puesto es tuyo si llevas a cabo un servicio esta misma noche. Independientemente del resultado, recibirás una compensación.
—¿Una prueba? —dijo sin alterarse—. Me parece razonable.
—No, un servicio —recalcó ella—. Nuestra clientela es muy exigente, por lo que...
—Entiendo —la interrumpió—. Es un servicio.
Jenell sonrió consciente de que aquel joven era todo un seductor. Y eso, aparte de parecerle divertido, le venía de perlas a su negocio.
Durante unos minutos hablaron de condiciones. Adal tuvo que disimular su entusiasmo cuando la mujer mencionó la cifra que ganaría esa noche. «¿Cuántas consultas tienes que pasar para ver todo ese dinero junto?» pensaba.
La idea de que algo tan genial como el sexo le reportara, aparte de placer, un beneficio económico se le antojaba un sueño del que no quería despertar. Claro que luego barajó la posibilidad de que le tocara realizar un servicio a una mujer poco agraciada o desagradable: «bueno, si esas pobres chicas de la parte de atrás del súper pueden aguantar a camioneros malolientes, tú también podrás».
—Por cierto —intervino de nuevo Jenell—, tienes que buscar un nombre.
—¿Un nombre?
—Adalberg no es muy interesante que digamos. Y, además, no creo que quieras que cualquiera teclee tu nombre en Google y te encuentre en nuestro catálogo de dioses. O tal vez sí, no sé —rio.
No había pensado en una identidad alternativa, aunque por la rapidez con la que contestó pareciera que lo tenía decidido desde hacía mucho:
—Lárus.
*Imagen de calibra (Pixabay)
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