Un chantaje perfecto (Parte II)
La señorita Avellaneda asintió y Adrián se marchó tranquilo, sabiendo que tenía la sartén por el mango. Ahora sólo tendría que aguardar con paciencia hasta las siete de la tarde del día siguiente.
Imaginó decenas de veces cómo sería el encuentro. En el rincón más pervertido de su cerebro, se veía a sí mismo saboreando los pechos de su profesora de geografía mientras la de latín le realizaba una felación. Pensar que después de su contacto con ellas las clases jamás volverían a ser lo mismo, se le antojó un regalo del cielo, pues aquella especie de chantaje, aparte de asegurarle placer visual cada vez que quisiera, ya que tenía claro que no desperdiciaría la oportunidad de volver a hacerlo, podría procurarle unos buenos sobresalientes en las asignaturas que ambas impartían. «Dieces y sexo en vivo —dijo sonriendo—, ¿qué más se puede pedir?»
Al día siguiente deambulaba por los pasillos ufano, sonriendo cada vez que coincidía con alguna de las profesoras. No supo identificar el momento exacto en que se había convertido en un capullo de tal categoría, pero la sensación de superioridad que ahora albergaba era más interesante que hacer el bien al prójimo: «Por una vez, el prójimo voy a ser yo» se decía.
La clase de geografía se volvió intensa. Sandra, claramente afectada por el orden de los acontecimientos, se mostraba distraída, esquivando los ojos de aquel joven desalmado al que en pocas horas tendría que complacer.
Al acabar la hora, Adrián recogió sus cosas y siguió a la señorita Avellaneda por el pasillo. Antes de que ésta bajara las escaleras para dirigirse a su siguiente clase, le dio unos toques en el hombro y, pidiéndole que se acercara para decirle algo al oído, susurró:
—No te pongas bragas luego, que quiero que Elenita te abra las nalgas a un palmo de mi cara.
Ella apretó los dientes y bajó las escaleras, limitando su furia y deseando partirle la cara a aquel proyecto de hombre que, a menos que alguien lo impidiera, acabaría siendo un extorsionador de mierda.
Adrián la contempló en su descenso con la sensación de haber ganado el primer puesto en todas las categorías posibles de unas olimpiadas.
Tras la jornada escolar, llegó hambriento a casa. Le esperaban espaguetis a la napolitana en la mesa y, una vez más, celebró su suerte.
—Qué apetito traes hoy, ¿no? —preguntó su padre en la mesa.
—El profe de educación física nos ha dado caña a cuarta hora —respondió con la boca llena.
—Bueno, eso está bien —declaró el hombre sin dejar de mirarlo—. Esta tarde te echas una siesta y asunto resuelto.
—Qué va, no puedo. He quedado con dos compañeros para hacer un trabajo.
—¿Qué dos compañeros?
—Oliver y Pedro —mintió.
Antes de marcharse de casa les mandaría a los susodichos un mensaje para, en caso de que su padre quisiera corroborar su coartada, estuvieran al tanto de su hazaña y le cubrieran las espaldas.
El grupo de WhatsApp se volvió un volcán escupiendo emojis de incredulidad y envidia. Sus amigos, dos idiotas como él que sólo eran capaces de hablar de tetas o juegos de PC, empezaron a tratarlo como a un héroe de la testosterona que iba a cumplir la fantasía más recurrente de su colectivo: ver a dos lesbianas en acción.
Pese a lo básico e insustancial del asunto, Adrián advertía su torrente sanguíneo cada vez más vigoroso, trasladándole de algún modo que, de su entorno, él era el macho Alfa, cosa que suponía una inyección de autoestima.
—Adiós, papá —dijo antes de cerrar la puerta.
—No llegues tarde, que esta noche juega el Barça.
El chico asintió y tomó rumbo hacia «la casa del pecado lésbico». De camino, se visualizó levantándole la falda a Sandra, abriéndole las piernas y atendiendo a su intimidad con mayor interés que a sus soporíferas clases. Tenía claro que, de tener la menor oportunidad, metería mano, lengua o lo que se terciara. Y es que para un chico de apenas catorce años, la idea de tener sexo con dos mujeres, mayores que él y además profesoras de su instituto, podría considerarse un todo un hito; la consolidación de una leyenda.
Dispuesto a mejorar su imagen de adolescente invisible, echó a correr en cuanto bajó del transporte, con tal mala suerte que acabó precipitándose sobre el pavimento. «Bah —dijo restándole importancia al leve sangrado de sus rodillas—, nada que no puedan solucionar unas gasas y un poco de yodo.»
Sonó el timbre y, asustada, Sandra se acercó a la puerta. Antes de que pudiera abrirla, Elena espetó:
—Como ese insolente te ponga una mano encima...
La sonrisa de satisfacción de Adrián, una vez le permitieron el acceso, era irritante a la par que siniestra:
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó la señorita Fernández—. Sonriendo así te pareces al payaso de esa película...
—¿Sí? —intervino él—. Me encanta Pennywise. Soy fan total.
—Ya, como si fueras un lector asiduo de Stephen King...
—¿Quién?
La mujer entornó los ojos y dijo:
—Por favor, acabemos con esto cuanto antes.
Adrián las miró unos segundos, advirtiendo una hinchazón repentina bajo los pantalones.
—¿Tomo asiento o algo? —expuso señalando el sofá.
Ellas no respondieron, se limitaron a mirarlo asqueadas, sabiendo lo que en breve tendrían que hacer.
—¿Esto cómo irá? —dijo Adrián ya sentado.
—Tú dirás —respondió Elena con aspereza.
—Besaos —pidió riendo.
Sandra buscó los labios de su novia, tratando de olvidarse de la presencia de un tercero en la habitación. El beso fue volviéndose cada vez más húmedo e intenso, cosa que logró un jadeo del chantajista.
—Ahora quiero que os quitéis el sujetador, pero con la camisa aún puesta. Quiero ver vuestras tetitas sueltas.
La voz de aquel niñato insoportable se les antojó un castigo, pero no dijeron nada. Hasta que vieron que éste empezó a frotarse la entrepierna.
—Dios, ¡qué asco! —exclamó Elena.
—Saltad un poco —solicitó Adrián.
—¿Qué?
—Que saltéis... Dadles un meneo a esas peras.
Una vez más obedecieron. El paquete de Adrián estaba vibrando con fuerza, exigiendo a su manera que le dejaran salir del aprisionamiento que suponían el pantalón y los calzoncillos. No lo pensó dos veces y, envalentonado como nunca, se quitó la ropa.
—¿¡Qué es lo que haces!? —pidieron ellas al unísono—. ¡Haz el favor de vestirte!
—Me quiero pajear como es debido. Venga, poneos duros los pezones mutuamente.
Sandra masajeó los senos de Elena, que respondieron al contacto casi de inmediato. De las dos era la que más vistosa tenía la delantera, por lo que, destacando bajo la camisa, un par de círculos rígidos se erigían coronando la cima de dos montículos generosos, instantánea que aceleró la actividad de la muñeca del muchacho.
—Levántale la camisa, Sandra —pidió sin reprimirse— y luego quiero que me acerques el culito a la cara. Quiero quitarte yo mismo esa falda...
—¡Adrián Jiménez Ulloa! —gritó una voz masculina.
Del susto, el chico se levantó del sofá y, aún desnudo, cayó al suelo tras tropezar con la alfombra.
—¡Te vas de cabeza a un internado! ¿¡Qué diablos habré hecho mal!?
El padre de Adrián, quien había recibido la llamada de la señorita Avellaneda tan sólo unas horas antes del encuentro, no daba crédito a lo que la mujer le estaba contando. Alterado, estaba dispuesto a castigar a su hijo siempre y cuando llevara a cabo lo que tenía en mente. Una cosa era imaginarse con sus profesoras y otra muy distinta cumplir su fantasía a través de un chantaje tan execrable. Sandra, quien tenía muy claro que el chico llegaría hasta donde fuera necesario con tal conseguir su propósito, le propuso al padre que se mantuviera al teléfono mientras el pequeño delincuente se explayaba ante ellas. Comprobar que no conocía tan bien a su hijo como creía, extrajo lo peor de su carácter:
—¿¡Ahora te quedas callado, cabrón de mierda!? —insistió—. ¡Yo no te he educado para que seas un capullo repugnante! ¡Que contestes, coño!
—Lo siento —declaró consternado.
—¡Más lo vas a sentir! ¡Sal ahora mismo de esa casa! ¡Te estoy esperando en el coche! ¡Sal de una puta vez o entraré ahí a darte de hostias hasta en el carnet de identidad!
Mientras Adrián se vestía, su padre pedía disculpas una y otra vez, instando a las mujeres a que le pusieran una denuncia si así lo creían oportuno. Ellas se conformaron con que cumpliera su palabra de ingresar a su hijo en un internado, allí adquiriría disciplina y, con suerte, la reclusión le serviría para madurar.
Al subirse al coche, Adrián recibió unas cuantas collejas de su padre que, rojo de furia, tuvo que tomarse su tiempo para encender el motor de nuevo.
Tan sólo días después, el chico pudo comprobar que esa vez su padre no estaba de broma. El internado, cuyo interior prometía ser tan aburrido como su fachada, sólo admitía chicos, algo que para su progenitor era una ventaja.
Según las normas, los alumnos sólo podían recibir visitas familiares dos veces al mes. Adrián no le dio mayor importancia. Estaba enfadado con su padre, así que no verle con frecuencia le pareció el único punto bueno de todo aquello.
Se dirigió, después de desayunar y comprobar en el comedor que los chicos con los que conviviría eran menos interesantes que una zanahoria sancochada, hasta la que sería su aula los próximos meses. Se hallaba pensando en lo asqueroso que era empezar su primer día con las odiosas matemáticas cuando, sin previo aviso, entró una mujer morena y de ojos azules a la clase.
—Tú debes de ser Adrián, ¿verdad? —preguntó al verle—. Yo soy la señorita Díaz, tu profesora de matemáticas. Espero que tu estancia aquí sea lo más grata posible.
La mujer se dio la vuelta y apuntó en la pizarra los puntos del temario que darían en las próximas semanas, ocasión que Adrián aprovechó para mirarle el culo largo y tendido.
Entonces sintió que, de repente, el curso se había vuelto más interesante.
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