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Swinger party (Parte II)

Tampoco Mariela perdió el tiempo. Viendo que era la primera experiencia swinger de la pareja, se atrevió a subir sobre Celso, quien, altamente excitado, se dejó besar y acariciar sin dejar de mirar a su mujer.

Berni bajó los tirantes del vestido de Norma, apartó el sujetador y lamió sus pechos mientras sujetaba su espalda con una mano y la masturbaba con la otra. Ella sencillamente se limitó a disfrutar, ojos en blanco incluidos.

Mariela besaba el cuello de Celso con la necesidad de llamar su atención. Éste se hallaba tan entusiasmado viendo el placer en su esposa, que no se ocupó de la mujer que tenía encima.

Sin embargo, la chica no se rindió. Tomó las manos de su acompañante y las situó en sus nalgas mientras se movía cual amazona dominante. El gesto fue suficiente para captar la atención de Celso, que apenas duró en el intercambio.

—Perdona, preciosa... Suelo aguantar más, de verdad —se disculpó algo avergonzado.

Ella besó sus labios restándole importancia al suceso y se acercó a su novio y Norma con la intención de participar.

Celso sabía qué opinión le merecía a su mujer el tema de hacer un trío. Por lo general tachaba de guarros a quienes mantenían sexo en grupo, de modo que verla besándose con Mariela fue toda una sorpresa. «¿Qué está pasando?», se preguntó incrédulo.

Norma recibía los embates vigorosos de Berni mientras acariciaba las nalgas de su novia. Algunos hombres se acercaban a mirar la escena, atentos a cuanto sucedía con lascivia y ansiedad. La situación se le tornó irresistible, así que Celso, advirtiendo su entrepierna de nuevo en acción, procedió a tocarse al igual que el resto de mirones.

Mariela era de lejos la más atractiva del local. Con sus discretos pero bonitos pechos en punta, resultaba una instantánea hipnótica. Altamente excitada, señaló a uno de los presentes pidiéndole que por favor la ayudara en su tarea. El personaje sin dudarlo un instante acudió raudo y más que preparado para complacerla.

Sus gemidos se instalaron con fuerza en los sentidos de Celso que, más alterado que nunca, acabó apartando al tipo para ser él quien la llevara al éxtasis. Fue un acto puramente animal: la firme prueba con que pretendía establecerse como macho alfa indiscutible.

La noche acabó con la pareja regresando a casa. En silencio, se sentaron sobre el sofá y evitaron mirarse a la cara. Vergüenza y una sensación de vacío se apoderaron inevitablemente de Norma, que tras varios minutos de suspiros y algún que otro golpe de tos solicitó que la experiencia se quedara como un evento sin continuación.

—Lo que ha sucedido hoy es un secreto. Nadie debe saberlo, Celso. ¿Me oyes?

—Claro, cariño.

Aceptó aquello como una imposición. Por mucho que a él le apeteciera repetir y seguir explorando los placeres que ofrecía el intercambio de parejas, si su mujer no estaba de acuerdo debía apoyarla. Si algo tenía claro era que jamás acudiría a ese sitio sin ella.

Transcurridas algunas semanas y con lo que parecía el asentamiento definitivo de la rutina, marido y mujer regresaron al mismo registro aburrido de siempre. El infierno de Dante y sus correspondientes círculos ya formaban parte del día a día de Celso, en cambio, su esposa hallaba reparadora aquella normalidad.

Volvía del trabajo —anodino como también lo era su existencia— y tras descalzarse en la entrada saludó a Norma.

—¿Qué tal tu día? —dijo ella.

—Igual que siempre —resopló.

—Pareces cansado. ¿Todo va bien?

—Sí, sólo es la espalda. En cuanto me tumbe un poco en el sofá mejoraré.

—Pero ¿y tu partida con Andoni?

—No pasa nada porque falte a una. Realmente no me apetece ir.

—Creo que haces mal. Tu amigo te invita cada jueves desde hace décadas.

—No dramatices, estarán bien sin mí.

La mujer, que se dirigía al cuarto de baño con aparente parsimonia, expresó a distancia:

—Pues yo le dije a Yolanda que iría a su casa aprovechando tu cita con Andoni. Me sabe mal tener que cancelarlo.

—¿Y por qué has de cancelarlo?

—¿No te importa que te deje aquí solo?

—No, claro que no. Ve y diviértete.

Era extraño, pero Celso tuvo la sensación de que Norma le mentía. Aun así no hizo preguntas y se limitó a repartir varios cojines a lo largo del sofá. Una vez tumbado, encendió el televisor y se impuso a su cansancio para despedir a su esposa. Quería comprobar qué atuendo escogería para irse con su amiga Yoli. Por lo general solía ataviarse con unos pantalones vaqueros y zapatillas, buscando la comodidad en pos de poder pasear sin llenarse los pies de ampollas. Sin embargo, esta vez optó por algo más sofisticado. Vestida de un rojo contundente y calzando unos tacones matadores, se colocaba unos zarcillos mientras hacía el intento de pasar inadvertida.

—Qué guapa vas, ¿no? —señaló él—. ¿Qué celebráis?

—Nada en particular. Me apetecía estrenar este vestido.

—Que te diviertas.

Norma asintió y se fue.

Ignoró su dolor de espalda y se asomó a la ventana para ver cómo se iba su mujer. Una vez llegó a la esquina, ésta detuvo su camino como si aguardara a un taxi, algo lógico teniendo en cuenta los incómodos zapatos que llevaba.

Pero no fue un taxi sino un turismo normal quien la recogió.

Si mal no recordaba, Yolanda no tenía carnet de conducir, por eso siempre que salían tomaban el transporte público o andaban hasta la extenuación. Algo estaba sucediendo y no podía quedarse de brazos cruzados.

La incertidumbre y, por qué no decirlo, un sexto sentido lo llevaron a fisgar en todas las estancias de la casa. Buscó en cajones, armarios, mesas de noche, zapatero y hasta en el botiquín. No halló nada fuera de lo común, pero entonces advirtió el portátil sobre la barra de la cocina.

Aquella era una barrera que jamás había atravesado: «¿No estarás paranoico? —se preguntaba—. A lo mejor han quedado con otra amiga que sí dispone de coche». Por más que intentaba convencerse de que la extraña conducta de su mujer tenía una explicación, mayores eran sus sospechas: «¿Desde cuándo se ha arreglado así para salir con Yolanda? ¿Desde cuándo le importan tus partidas de los jueves?».

Abrió el portátil y se topó con una contraseña que no adivinaría nunca por mucho que se esforzara.

No tenía pruebas, pero a lo largo de una sofocante noche acabó concluyendo que Norma le ocultaba algo. Así pues, celoso y repleto de dudas que carcomían su espíritu, aguardó a que su mujer llegara para compartir sus zozobras.

Ligeramente ebria, Norma entró en casa cargando los zapatos en la mano y un improvisado recogido en el pelo.

—¿Qué haces aún despierto? —preguntó con algún problema de dicción.

—¿Quieres contarme alguna cosa, cariño?

—¿Acerca de qué? —sonrió confusa.

Celso señaló un puesto sobre el sofá invitándola a mantener una conversación necesaria. Después de unos cuantos minutos, finalmente logró su cometido. Norma confesó estar saliendo con otro hombre desde hacía unos diez días. Descubrir que su desliz no había sido puntual sino que mantenía una relación paralela fue descorazonador. Herido y con la necesidad de pensar las cosas en soledad, salió de casa y el amanecer lo sorprendió llamando a la puerta de su amigo.

Ojos hinchados y voz rota demostraron su mala noche. Andoni no tardó en percatarse del asunto y, tras escuchar un lacrimógeno resumen, le ofreció su apoyo.

—Gracias, yo... Necesito alejarme de ella un tiempo —declaró sorbiendo con cuidado la infusión.

—Lo entendemos —dijo Gema.

—Quédate el tiempo que precises, amigo —acotó Andoni.

—Creo que nunca debí decirle a Norma que fuéramos a ese local de intercambio...

—¿Y no piensas que gracias a esa experiencia has podido ver el verdadero rostro de tu mujer? —preguntó ella—. Si lo que echaba en falta era tener sexo con otros hombres, tuvo la oportunidad de hacerlo de mutuo acuerdo. En cambio prefirió engañarte, y eso me parece bastante peor que asistir a una swinger party.

Aquello le hizo reflexionar. Ciertamente Gema tenía razón. No se trataba de que Norma hubiera tenido sexo con otro individuo sino de haber sido desleal a muchos niveles.

Pasados algunos meses y después de haber solicitado un divorcio que su ex firmó sin contemplaciones, se hallaba empezando de cero. Mudarse a un nuevo piso implicaba también comenzar una nueva vida y, entendiéndolo como una manera perfecta de limpiar sus empañados códigos, se desprendió de la última lazada que lo unía a Norma: su alianza.

Pasear por la ciudad sin el anillo resultó tan liberador como extraño, pero a medida que se mezclaba entre los viandantes entendió que en cada nacimiento hay una desnudez.

—Creí que ya no volvería a verte... ¡Cómo me alegra que hayas vuelto! —dijo Mariela jadeando sobre él.

—¡Y yo, y yo!

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