Páginas rojas (Parte I)
—¡Estás inaguantable! ¡Cúrate ese estreñimiento de una vez!
Arrepentido de decir esas palabras casi al tiempo de pronunciarlas, Esteban supo que le tocaría dormir en la oficina. El sofá lo ocupaba la mascota familiar, Dino, un mastín leonés que más que un perro parecía un caballo. «Hasta el chucho recibe mejores atenciones que yo» masculló cogiendo las llaves del coche.
Cabreado, se acordó de la madre de todos los semáforos que encontró en rojo, de la de aquellos individuos que cruzaban la calle a esas horas de la noche, y también tuvo palabras para las que habían parido a los diseñadores de señales. Ah, y para las madres de los políticos, esas tampoco escaparon a su inquina.
Que su marido lo hubiera echado de la cama —no de la casa, aunque él interpretó lo que le dio la gana— tenía una explicación. Francesc, un hombre tímido, encontró inapropiado que su esposo le propusiera ver juntos una web de acompañantes de lujo. «¿¡Un chapero!? —le gritó—. ¿¡Qué tiene que ver eso con tu estúpido trabajo!?»
Esteban no quería contratar ninguno de los carísimos servicios que aquellos jóvenes ofrecían. Su intención era conocer de cerca la vida de un profesional del sexo, ya que pretendía realizar un artículo y, para llevarlo a cabo, estimó interesante concertar alguna entrevista.
Desconocía el mundillo, aunque a la edad de veintidós años se vio envuelto en una situación ligeramente incómoda, ya que, al terminar de tener sexo con un adonis de ojos verdes, éste le dijo la cifra que debía abonar. Nunca hubiera pagado por una relación física, pero en ese instante comprendió que las apariencias engañan. «Estaba demasiado bueno para ser verdad —se dijo—. Ese día aprendiste una valiosa lección: no eres tan seductor como te crees.»
Aquel había sido todo su contacto con el mundo de la prostitución, y no era esa la manera en que quería abordar el artículo. La idea era abarcar el tema sin dejarse llevar por sus prejuicios y para ello necesitaba romper ciertas barreras.
Ya haría las paces con Francesc, de eso estaba seguro. Sus discusiones se reducían a tomar distancia un rato y luego llamarse por teléfono con cualquier excusa, como si nada hubiera pasado.
La redacción a esas horas era mucho menos ruidosa. Varios compañeros, aquellos que trabajaban en el turno de noche, se aferraban a sus vasos de plástico con café de máquina, hartos de la luz artificial que ofrecían los fluorescentes del techo.
—Hola jirafa —dijo uno de los presentes—. ¿Qué haces aquí a la hora que trabaja la plebe?
—Que te den, zombi —respondió riendo.
El mote se lo ganó en un reportaje por África, cuando una jirafa cabreada lo pisoteó sin contemplaciones. Por suerte, no salió tan mal parado del ataque. Regresó a casa con una costilla rota, feliz porque podría haber acabado mucho peor.
—¿Tu jefe te ha castigado otra vez? —cuestionó su compañero con sorna.
—He dicho que te den, Páez.
—Eso te pasa por casarte. Te casas y te joden. O no te joden. No sé qué es peor.
Páez era, además de uno de los mejores colegas con los que había trabajado, amigo, uno un poco toca narices, pero amigo igualmente. Llevaban compartiendo artículos y reportajes desde hacía décadas y, pese a que en ocasiones le daban ganas de partirle la cara, lo cierto era que lo apreciaba de corazón.
—¿Cuántos cafés te has tomado ya? —preguntó advirtiendo casi una decena de vasos desechables en el cubo—. ¿Tienes que usar un vaso nuevo cada vez que bebes? Usa el mismo varias veces, imbécil.
El tipo asintió, pero no le estaba prestando la menor atención, momento en que Esteban se dirigió a su mesa.
Encendió el ordenador y dio varios sorbos a su café antes de ponerse manos a la obra. Tras leer las noticias más recientes, costumbre que lo acompañaba desde que tenía uso de razón, tecleó en el buscador las palabras «chico de compañía».
De inmediato surgieron innumerables enlaces, a cada cual más llamativo. Aun así, no tardó en decantarse por uno con precios razonables, al menos para gente de clase media.
El book de chicos disponibles estaba repleto de rostros interesantes, algunos con mejores cuerpos que otros, aunque sin duda todos ellos a la altura de lo que la agencia publicitaba.
Varios le parecieron atractivos, pero entonces apareció la fotografía de Lárus, un joven que al parecer hablaba cuatro idiomas y lucía un traje que le sentaba como un guante. Era realmente bello, con una boca sugerente y la piel cuidada; el candidato perfecto para cualquiera que quisiese liberar tensiones cotidianas.
Echó un vistazo a la fotografía de Francesc que reposaba en un marco sobre su mesa y, volteándola, llamó al teléfono de contacto que ofrecía la web.
Una mujer con marcado acento alemán le atendió extremando la discreción. Sin embargo, ésta no parecía feliz de hablar con un periodista, ya que la solícita conducta con que inició la conversación se transformó en otra algo más distante y fría.
—Lo consultaré. Quizá algún chico no encuentre inconveniente en concederle una entrevista —dijo ella.
—Estaría interesado en hablar con Lárus, si es posible.
La mujer rio, como dando a entender que tenía unas miras muy altas.
—Está bien, pero no puedo prometerle nada. Lárus es... Particular.
El comentario, lejos de amilanar a Esteban, acusó su interés. Tenía buen ojo para la gente interesante, así que acababa de confirmar que su elección era la adecuada para el artículo.
A eso de las once de la mañana la mujer le devolvió la llamada, algo que ya creía improbable.
—Señor Quintana, soy de la agencia. Hablamos hace un rato.
—Sí, señora. ¿Cuándo será la entrevista? —preguntó sonriendo.
—No vaya tan rápido. Primero tendremos que dejar claras las condiciones.
—¿Qué condiciones? —expresó temiendo una cifra escandalosa.
—Lárus quiere que el encuentro sea en un sitio público, sólo queda en lugares privados si tiene que realizar uno de sus servicios.
—No hay problema.
—También quiere que le diga que, a no ser que pague, usted no tiene derecho a tocarle ni a decirle impertinencias.
—Señora, ¿cree que quiero aprovecharme de la situación? Soy un profesional.
—Y él también —espetó—. ¿En dos horas le va bien?
—Sí, no hay problema.
Esteban anotó la dirección donde él y Lárus se encontrarían, e impaciente contempló el reloj a lo largo de la mañana, deseando que el tiempo avanzara con mayor premura.
El local era elegante, con lámparas en forma de espiral de color blanco, impolutas. El espacio en sí lucía virgen, sin una leve marca que delatara el paso de innumerables personas. Luego miró la carta y comprobó que los elevados precios de la misma posiblemente fueran la causa de que todo pareciera nuevo. La ciudad no se caracterizaba por contar con grupos sociales que amaran lo selecto, de hecho, en ella proliferaban los bares de tapas ruidosos, esos donde da igual si el suelo está pegajoso o si en la barra aún quedan restos del pincho de tortilla que alguien se ha tomado horas atrás.
—¿Desea algo, señor? —preguntó un camarero solícito a la par que atractivo.
—Sí, supongo... —respondió algo perdido—. En realidad, espero a alguien, pero no parece haber llegado aún...
—¿Se trata de Lárus?
—Sí —dijo esbozando una mueca de confusión.
—Pues acompáñeme. Él se encuentra en uno de nuestros reservados.
Esteban entonces comprobó que la larga hilera de habitáculos situados al otro lado de la barra era la verdadera atracción del lugar. La gente que acudía a un sitio como aquel pretendía intimidad: «se ve que nos gusta frecuentar bares llenos de mierda, pero también podemos ser sofisticados si queremos tirarnos a alguien sin que nadie se entere» pensó riendo.
—Ya me parecía raro que el local estuviera tan vacío —comentó.
—Este es un país de enormes contrastes, me temo —sonrió el muchacho. Luego señaló el reservado en cuestión y dijo—: Aquí es, señor.
Al abrir, Esteban se topó con la imagen de un dios rubio de ojos azules que lo esperaba con las piernas cruzadas y los brazos extendidos a lo largo del respaldo de un sofá morado.
—Llega tarde, señor Quintana —declaró sonriendo y levantándose para saludarlo.
Esteban estaba mudo. El joven era mucho más atractivo en persona: la melena recogida en una coleta sobria, los labios, bonitos y apetecibles, unas manos grandes, aunque cuidadas, y un cuerpo apolíneo que prometía desencajarle la mandíbula de un momento a otro.
—Encantado —alcanzó a decir sonando apurado y tan nervioso como estaba.
—Me he permitido la libertad de pedir un aperitivo para ambos —expuso Lárus.
—Perfecto, gracias.
Esteban reparó en que había tres copas, pero no hizo preguntas creyendo que se trataría de alguna excentricidad de su acompañante.
—Cuénteme, señor Quintana. ¿Para qué estamos aquí?
—¿Qué tal si me llamas Esteban y nos tuteamos?
—Como quieras —sonrió.
—¿Te llamas Lárus realmente?
—Por supuesto que no. ¿Qué idiota expondría su verdadera identidad en una profesión como esta?
Esteban sonrió. No comprendía por qué aquel muchacho lograba ponerlo tan nervioso, aunque luego sopesó la posibilidad de que su tensión se debiera al hecho de saber que hablaba con alguien cuyo trabajo aún era considerado un tabú social.
—¿Iniciaste tu recorrido en esta profesión por necesidad o...? —preguntó Esteban.
—¿O qué? —espetó ligeramente incómodo.
—Nada, sólo quiero saber cuáles fueron tus motivos para, bueno... Para...
—¿Para acabar realizando felaciones a desconocidos? —cuestionó con sarcasmo.
—No quiero ser descortés. Hago las preguntas desde la curiosidad, no con intención hiriente, ni mucho menos.
—Existe una tendencia a juzgar las profesiones que se salen de ese arquetipo socialmente aceptable... ¿Cómo era? Ah, sí: «el trabajo dignifica». ¿Qué opinión tienes tú?
—No importa demasiado mi perspectiva.
—Oh, por supuesto que sí. El artículo estará definido por tus opiniones, quizá no de un modo consciente, pero entre las líneas de tu encantadora prosa quedará patente tu inclinación.
—Soy un profano en la materia —expuso algo más tranquilo—, por lo que vengo con la mente abierta, si es lo que te preocupa.
—En ese caso lo mejor sería ver primero cómo es uno de mis servicios.
Esteban comenzó a sudar. La idea de acostarse con Lárus surgió desde esa misma mañana, cuando lo vio en la página web.
—Soy un hombre casado —expresó a duras penas.
—No hablaba de ti, cariño.
El periodista sonrió levemente, demostrando así su confusión en ese instante. Sin embargo, no tardaría en comprender a lo que se refería el chico.
Un hombre apareció entonces en el reservado y saludó a Lárus con evidente familiaridad. «Un cliente» acertó Esteban. El personaje, que rondaría los cincuenta, aunque aparentaba menos, vestía como un ejecutivo, y la alianza en su mano derecha no parecía ser un impedimento para contratar los servicios de un acompañante de lujo.
—Te presento a Felipe —dijo Lárus.
—Yo soy Esteban —expresó estrechando su mano—. Supongo que Felipe será un nombre temporal, ¿me equivoco?
—Aprendes rápido —respondió el joven—. Felipe había contratado mis servicios ayer y, después de que Gina, la mujer con la que hablaste por teléfono, me dijera que un periodista quería hacerme una entrevista, lo llamé para posponer nuestra cita. Luego recordé que él siempre dice que le parecería excitante tener público, pero, ya sabes, no es fácil encontrar a alguien discreto en este mundillo. Tú lo eres, ¿no es así?
Esteban asintió. Después de todo, lo que estaba por ver no diferiría demasiado de los vídeos subidos de tono que él solía buscar cuando Francesc le salía con dolores de cabeza inexistentes como excusa para no intimar.
Vio cómo Lárus besaba el cuello de Felipe, mientras éste se aflojaba el nudo de la corbata para disfrutar más relajado.
—Supongo que no puedo realizar ninguna pregunta ahora mismo, ¿verdad? —intervino el periodista.
—Sí, claro —contestó Felipe—. Pregunta cuanto quieras.
Resultaba impactante ver a un sujeto de sus características, en apariencia un hombre de negocios serio y casado, perdiendo la fuerza en la voz a medida que Lárus le mordía la oreja, jadeando y completamente a merced del nórdico.
—¿Has contratado muchos servicios de compañía? —preguntó Esteban.
—Hace tres meses...
—¿Estás casado?
—Sí —respondió a secas.
—¿Tu pareja no está a la altura de tus expectativas sexuales?
—No es eso exactamente. Quiero a mi mujer, pero él me vuelve loco...
—¿Y le pagarás en mano cuando acabes o ya le has realizado una transferencia bancaria?
—Menuda majadería de pregunta —respondió Lárus—. Aquí no hablamos de dinero, ¿vale?
Esteban asintió y mantuvo silencio mientras el chico se quitaba la ropa. «Por Dios santo —pensó intentando mantener a raya una erección bajo su libreta—. Vaya vikingo...»
Cada gesto al quitarse las prendas resultaba estimulante, sobre todo cuando su inmaculada piel era acariciada por un Felipe cada vez más hambriento.
Desnudo, Lárus se colocó de espaldas a su cliente, fijando los ojos sobre Esteban quien, en vano, intentaba no verlo como un helado de vainilla que lo llamaba a gritos derritiéndose bajo un sol de verano.
Felipe lo deseaba profundamente, sólo había que contemplar su expresión al verlo tocarse despacio, complaciendo cada una de sus peticiones al momento, sin poner trabas ni excusas.
—Suéltate el pelo, por favor —solicitó mientras se metía la mano en el pantalón.
Aquella imagen se incrustaría en la cabeza de Esteban, no sólo por el erotismo que liberaba la melena platina del chico en cada movimiento, sino porque Lárus se le antojó la personificación del deseo. Apretó entonces la libreta contra la entrepierna, rogando a Dios que nadie más se percatara de las sensaciones que experimentaba en ese momento. Pero el muchacho, que ya se había puesto un preservativo, lo miró expulsando ingentes cantidades de feromonas, como si su intención fuera incrementar el tamaño de su ya abultado paquete.
El vikingo —forma en que lo llamaría a partir de ese momento— forzó a Felipe a colocarse a cuatro patas sobre el sofá. Esteban se quedó perplejo, más que por el modo de hacerlo, por la reacción del cliente, que gemía de placer con cada gesto repleto de desprecio.
—¿Te sorprende? —preguntó Lárus sacando lubricante de su bolsa.
—Perdona, ¿qué? —dijo Esteban distraído.
—¿Pensabas que sería pasivo?
—No tendría nada de malo, ¿o sí?
—Ya sabemos quiénes de los presentes lo son —aseveró embistiendo a Felipe.
Tembloroso, el cuerpo del cliente recibía cada impacto de Lárus como placenteras descargas, mientras Esteban, desde su asiento, se deleitaba mirando la escena. La figura de Lárus se erigía salvaje, impúdica y deliciosamente brusca. A él siempre le gustaron los hombres fuertes, de musculatura definida y anchos hombros sobre los que impulsarse en una sesión de sexo casi contorsionista. Y el vikingo le resultaba toda una tentación, una que le podía costar su matrimonio además de la ruina financiera.
—¿Cuándo descubriste que te gustaban los hombres? —se atrevió a preguntar.
—¿Es a mí o a Felipe? —dijo sin bajar el ritmo.
—A mí no me gustan los hombres —declaró el cliente gimiendo.
Lárus rio después de darle dos nalgadas, sin dejar de mirar a Esteban.
—¿Y a ti, Lárus? —intervino de nuevo—. ¿Desde cuándo te gustan?
—Desde que descubrí que guardan dinero en los bolsillos.
Acto seguido, curvó la espalda de Felipe y, al tiempo que éste hervía de placer, le cubrió la boca ordenándole que se callara. El empresario no pudo más y eyaculó sin necesidad de tocarse.
—Gracias, Lárus. Dios mío, ¡qué maravilla! —exclamó jadeando.
Esteban se percató de que el chico se quitaba el preservativo vacío y dijo:
—¿Tú no acabas?
—Tengo otros clientes que me pagan para que lo haga. Él se conforma con esto —respondió vistiéndose.
La erección de Esteban seguía activa, aunque ya no tan evidente. Cuando Felipe se despidió, Lárus bebió y comió unos aperitivos, como si se tratara de un vehículo que después de un largo trayecto necesita repostar gasolina.
—¿Tienes pareja? —cuestionó Esteban.
—Sí. Y una hija.
—¿Saben ellos que te dedicas a esto?
—No, ellas no lo saben —dijo recalcando la palabra «ellas».
—Ah, que tienes novia...
—No, tengo mujer.
Esteban asintió. De alguna manera interpretó que aquel hombre, quizá un padre comprometido, había optado por la prostitución para procurarle un futuro a su hija. Sin embargo, algo le decía que era feliz con la opción de vender su cuerpo, por lo que la idea de estar ante un tipo que hacía de tripas corazón se esfumó de golpe.
—¿Cuánto es? —dijo abriendo la cartera—. La bebida y los aperitivos, quiero decir.
—¿Crees que no puedo pagar unos tristes canapés?
—¿Por qué te prostituyes? —preguntó sin rodeos.
—Por dinero. Ya te lo dije.
—¿Cuándo empezaste a hacerlo?
—Hace años.
—¿Antes o después de tener a tu hija?
—Antes incluso de conocer a mi mujer —advirtiendo el silencio de Esteban, que dejaba en evidencia su rechazo a través de un movimiento involuntario de rodillas, añadió—: ¿Cuántos camioneros conoces?
—¿Qué?
—Sí, ¿cuántos camioneros?
—Alguno, puede que a tres. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Te parecen hombres de familia? ¿Trabajadores comprometidos con sus causas paternales?
—Oye —dijo negando con la cabeza—, no quiero juzgarte, pero que intentes comparar tu profesión con la de un tío que hace trayectos de hasta diez y doce horas para dar de comer a los suyos, me parece cuando menos obsceno.
—Te diré a cuántos camioneros me he follado: 67. Todos hombres de familia, trabajadores y felizmente casados. ¿Lo has entendido?
Esteban comprendió entonces a qué se refería. Si esos 67 camioneros eran considerados buenos hombres que se dejaban la salud para procurarles un futuro a sus hijos, ¿por qué era la gente como él, como Lárus, la que salía mal parada si éstos contrataban sus servicios?
—¿Pretendes que me crea que un simple camionero puede pagar tus tarifas? —preguntó inquieto.
—Empecé como muchos en la profesión: en la calle. Hasta que me di cuenta de que estaba hecho para mejores cosas.
—¿Y por qué no dejarlo cuando te casaste? ¿Por qué no llevar una vida más corriente?
—¿Cuánto cobras al mes? ¿2000, 3000 quizá?
—¿No decías que hablar de dinero era una majadería?
—¿Cuánto? —insistió.
—1500.
—Con todo el respeto del mundo: no quiero ser así de «corriente».
—¿Tú cobras más de 3000? —dijo sorprendido.
—Bastante más.
«Joder» pensó.
—Tengo una cliente en una hora. ¿Quieres que sigamos la entrevista en otro momento? —dijo levantándose del sofá—. He de ducharme.
—¿Podría ir contigo a tu casa?
Imagen de MabelAmber (Pixabay)
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