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Orgullo friki (Parte I)

Rico nunca tuvo demasiada confianza en sí mismo. Sus dedos rechonchos y la barba poco poblada lo situaban en el grupo de los hombres invisibles, esos a los que las chicas ni miran por miedo a contagiarse de su patetismo. El único contacto que mantenía con ellas era en la tienda, cuando alguna buscaba juegos o preguntaba por el baño.

Todos sus amigos tenían novia. Todos. Incluido Samuel, uno de los tipos más raros que conocía. La chica con la que salía tampoco era lo que se dice común. Ambos se caracterizaban por su amor a Vincent Price, el «fucking amo de las pelis de terror», según la pareja de fanáticos. Camisetas, collares, fundas de teléfono móvil, pósteres... La vida de aquellos jóvenes estaba profundamente marcada por el trabajo del actor. Rara vez hablaban de películas en las que el susodicho no trabajara y, habitualmente, denostaban cualquier otro icono del género, aunque éstos contaran con el beneplácito de los críticos del gremio. Para Samuel y su novia todo era «Vincent, Vincent, Vincent».

Rico no los juzgaba. Respetaba sus gustos, pues también él era uno de esos sujetos de curiosas rarezas. No fue extraño que hiciera de su afición su forma de vida: los juegos de tablero. Pero en la tienda no vendía juegos de mesa comunes y corrientes como el Parchís, el Trivial o el Pictionary. Vendía juegos personalizados, con sus bases, fichas y tarjetas hechas a mano, diseñadas en función de lo que sus compradores exigieran. También creaba el sistema de juego: desde simples formatos que sólo requerían conseguir el mayor número de puntos para alzarse como ganador, hasta registros más complejos, con historias y mecanismos deliciosamente desarrollados. Juegos de rol, de estrategia, de ingenio... Rico poseía imaginación de sobra para crear juegos a medida. Y lo hacía con tal mimo y entrega, que sus compradores quedaban maravillados.

—Tío —decía un chico sosteniendo la caja—, es impresionante. ¡Guau! ¡Qué bonito has hecho el tablero! ¡Me encanta el dibujo del oso! ¡Es tan oscuro y terrorífico! ¡Gracias, muchísimas gracias!

Rico asentía, feliz, satisfecho por saber que acababa de ganarse cada euro cobrado. Su capacidad para el dibujo nunca fue un secreto, de hecho, varias láminas con sus obras decoraban el local: animales mitológicos, criaturas siniestras, mujeres robotizadas... Su tienda era el paraíso para los amantes del arte y la imaginación.

Se acercaba la hora de cerrar, aunque siempre agregaba al menos una hora más a su jornada, a veces para poner orden o hacer limpieza, pero ese día estaba inspirado, así que sobre el mostrador reposaban algunos de sus lápices de dibujo y varios bocetos de lo que pretendía ser un nuevo diseño.

Y entonces entró ella.

Llevaba el pelo recogido en una enorme trenza que le llegaba hasta el final de la espalda, de color blanco, con mechas rosas. Rico la miró unos segundos, intentando ubicarla en alguna tribu urbana afín a su negocio, pero no logró adelantarse esta vez. Como vendedor, encontraba adecuado ser lo más analítico posible, ya que eso le permitía dar en el clavo en caso de encargo. Sin embargo, la joven que acababa de cruzar la puerta no estaba en su sitio, era algo más que evidente.

—Hola, ¿puedo ayudarte? —dijo él advirtiendo su corazón a toda marcha.

Atendió al cuerpo de la muchacha: alta, de cintura imposible y largas piernas. Tenía los labios pintados de un rosa flúor, destacando una sonrisa impoluta. Resultó inevitable desviar la mirada hasta su escote, tan pronunciado que se apreciaba con facilidad que bajo la blusa no había ninguna otra prenda.

—Sí —respondió ella alegre—, creo que me vendrá bien tu ayuda, pues soy una profana en cuanto a juegos se refiere.

—¿Qué buscas más o menos? ¿Es un juego para un niño o un adulto?

—Para un adulto, sí. Para mi novio, concretamente.

«Normal —pensó Rico—. ¿Cómo no va a tener novio esta preciosura?»

—¿Y cuáles son sus gustos? —intervino sin dejar de sonreír.

—¿Sus gustos? —expuso algo confusa.

—¿Le van las series, los videojuegos, el manga...? ¿Tiene alguna preferencia en cuanto a géneros? ¿Épico, terror, bélico, fantástico...?

—Superhéroes —respondió ella—. Sólo ve esa clase de películas.

—De acuerdo, ¿alguno en particular?

—Le gusta Batman...

—Vale. ¿Y qué tipo de juego te gustaría encargar?

—¿Tipo de juego?

Rico extrajo unas cuantas cajas que guardaba bajo el mostrador para casos como ese. La mayoría de los usuarios que pasaban por su tienda tenían claro lo que querían, pero de vez en cuando aparecía alguien con dudas, y resultaba más sencillo enseñar unos cuantos ejemplos para que pudieran decidirse.

Después de una exposición de bases, formatos y tipografías, la muchacha se decantó por un juego de rol con un dibujo enorme en el centro del tablero.

—¿Haces tú las ilustraciones? —se interesó.

—Sí, ya ves para qué sirven los años en Bellas Artes —declaró riendo.

—Me encantan tus diseños, son preciosos...

—Gracias.

Estaba nervioso. La chica, aparte de explosiva, era amable y risueña, y olía como un maldito helado de vainilla.

—¿Y el dibujo del tablero puede ser personalizado también?

—Por supuesto —se apresuró a decir—. ¿Qué tal si, aprovechando su afición por Batman, hacemos un diseño con murciélagos y un primer plano de Cristian Bale?

—La idea me encanta, pero... ¿Podría ser un retrato?

Rico asintió.

—Claro, ¿en qué habías pensado?

—Me gustaría ser yo la dibujada, ¿eso sería posible?

—Sin problema. Déjame alguna foto y haré varios diseños a ver qué te parecen.

—¿Y no podrías dibujarme si poso para ti?

Tragó saliva. No comprendía a dónde quería llegar la chica, así que preguntó:

—¿Posar?

—Es que se me ha ocurrido disfrazarme de Cat woman, pero vivimos juntos y justo ahora está de vacaciones, por lo que será difícil que me pueda disfrazar y hacer fotos estando él en casa.

—Comprendo —dijo sudando—, pero ¿dónde quedaremos? ¿Aquí?

—¿Qué tal en tu casa?

«Nada más llegar ponte a limpiar» se ordenó mentalmente.

—Tendrá que ser mañana, después de mi turno... ¿Te va bien? —preguntó rascándose la nuca.

—¡Sí! Te doy mi número de teléfono para que me mandes la dirección.

Esa noche, tras sacarle brillo al suelo y poner en orden la leonera en que vivía, se tumbó sobre la cama sintiendo que en veinticuatro horas una preciosa chica entraría en su casa.

Echó un vistazo a su perfil de WhatsApp y atendió a la fotografía. Sonriente, la chica sostenía una copa en la mano. «Es tan guapa... —dijo alelado—. Creo que si sigo mirándola me va a explotar la entrepierna.» Luego pensó que era mejor aliviarse de esa forma que lucir una erección cuando ella estuviera disfrazada de Cat woman en el salón de su casa.

Se estaba masajeando con vigor, ayudándose de su «mano buena» mientras el pulgar de la otra no dejaba de tocar la pantalla del móvil. Entonces ella escribió:

Hey, ¡estás conectado!

Y como si lo hubieran pillado cometiendo un crimen, lanzó el teléfono al otro lado del sofá. Luego se subió los pantalones y le respondió apresurado. Charlaron unos minutos para cerrar la hora y sitio. Entusiasmada, la chica le dijo que deseaba que el tiempo transcurriera con rapidez para empezar cuanto antes, y Rico, en un ejercicio de valentía insólito, le preguntó cómo se llamaba.

Alicia. ¿Y tú? Te tengo agregado como el tipo de la tienda de juegos...

Al responderle que su nombre era Rico, ella agregó:

Te pega el nombre, la verdad. Bueno, es tarde. Mañana nos vemos. ¡Cuídate, guapo!

La erección dolía. Mucho. Así que volvió a tocarse y esta vez logró su objetivo. «Ha dicho que el nombre te pega... —murmuró—. O sea, que cree que eres una ricura...» Luego pensó que eso es lo que se suele decir de un niño cuando sus padres lo pasean en carrito y, decepcionado, se quedó dormido.

El trabajo en la tienda a la mañana siguiente se volvió soporífero. Esperaba hallar un poco de paz en el hecho de dedicarse a otros encargos, sin embargo, sólo podía pensar en la sonrisa de Alicia —y en su bonito escote—. Las horas, como si supieran de su ansiedad, transcurrían lentas, latosas, con ánimo irritante.

Finalmente, y después de una jornada de lo más aburrida, llegó a su casa, se aseó y preparó algo de comer, aunque su estómago no estaba por la labor de digerir nada. «Como no te calmes —se advirtió a sí mismo— la vas a espantar.»

Sujetaba un cd de Carmen McRae en una mano y uno de Ray Charles en la otra, cuando sonó el timbre: «¡Ya está aquí!» exclamó.

Al abrir la puerta fue incapaz de reprimir un suspiro de felicidad. Alicia, sonriente como tenía por costumbre, preguntó si podía pasar después de saludarlo con dos besos. Rico asintió con rapidez, embobado por cómo le sentaban aquellos pantalones vaqueros. A sus ojos parecía que éstos estaban rellenos de fino algodón dulce, su golosina preferida.

—Bonito piso —dijo ella—, ¿puedo sentarme?

—Por supuesto —respondió apurado—. Si quieres, dame tu chaqueta y la bolsa para que estés más cómoda.

—La chaqueta sí —expuso quitándosela—, pero en la bolsa llevo el disfraz.

—Oh, claro —apreció un leve temblor en sus manos y, metiéndolas en los bolsillos, agregó—: ¿Quieres tomar algo? ¿Café? ¿Una infusión? ¿Un refresco?

—¿Tienes cerveza?

Tras imaginarse diciendo un «sí quiero» en la boda imaginaria que llevaba celebrándose desde hacía varios minutos en su cabeza, acudió a la cocina y volvió con las bebidas.

Charlaron unos minutos sobre la idea que Alicia tenía para el tablero. Rico tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no mirarle los labios al hablar. La encontraba exuberante, pero también muy delicada en sus formas, algo que la volvía tan irresistible como prohibida: «tiene novio—se repetía a cada rato— y dudo mucho que sea un miope que no ha pisado un gimnasio en toda su vida.»

—Bien —dijo ella—, ¿qué tal si empezamos? No quiero que mi chico llegue del gym y vea que no estoy.

Rico asintió y, después de mostrarle el cuarto de baño para que pudiera cambiarse, tomó los enseres de dibujo y los repartió a lo largo de la mesa.

Tras unos minutos, la muchacha apareció en el salón, a punto de causarle una parada cardíaca. Iba vestida de Cat woman, sí, pero no la Cat woman que él recordaba de las películas o los cómics. La prenda, negra y ajustada, mostraba varias aberturas a lo largo de la fisonomía de la joven que, sin ninguna clase de pudor, se mostró ante su retratista sonriendo.

—¿Qué tal estoy? ¿Te gusta? —preguntó acomodándose sobre el sofá.

Extasiado, recorrió con la vista cada espacio descubierto de su piel, pálida y tersa, un contraste perfecto con la oscuridad del disfraz. Los senos, expuestos como en esa lencería abre mandíbulas que no deja mucho a la imaginación, lucían traviesos, en punta; melocotones perfectos para el consumo.

Finalmente, y antes de que la baba cayera sobre las láminas de dibujo, asintió, disimulando su desconcierto, como si estuviera acostumbrado a que las mujeres posaran desnudas para él. Su yo más animal se hubiera lanzado sobre la muchacha, dispuesto a abrazar toda perversión que ella quisiera enseñarle, sin embargo, se comportó como un ser racional.

—¿Quieres que me coloque en alguna postura concreta? —dijo Alicia.

—¿C-cómo? —alcanzó a preguntar.

—Sí, quizá algo así —respondió poniéndose de espaldas—. Esta pose es más de gata, ¿no? —rio.

El atuendo exigía llevar las nalgas a la vista, dos montículos tersos y carnosos que dejaban en evidencia su devoción por el deporte. «¡Qué culo, madre de Dios!» pensó Rico. Era, sin lugar a duda, la mujer más atractiva que había visto en cueros y, haciendo un enorme esfuerzo por no volver a tener otra erección como la del día anterior, se limitó a responder:

—Cuestión de preferencias, supongo.

—¿Te refieres a si mi chico prefiere muslo o pechuga? —dijo sin dejar de reír.

—Algo así —respondió también riendo.

—¿A ti qué te gusta más?

La pregunta arrastraba el tono más sugerente que había escuchado jamás, así que, viendo cómo la chica se levantaba con la intención de acortar distancias, tragó saliva y se atrevió a contestar:

—Yo como de todo...


*Imagen de S. Hermann & F. Richter (Pixabay)

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