Mi ex, Mario Party y yo (Parte II)
Comenzó a besarme el cuello mientras me inmovilizaba los brazos y con sus piernas evitaba que pudiera levantarme. Mordisqueó una de mis orejas. El muy capullo sabe lo que me gusta y no poder zafarme hace que me encante. ¿Soy un enfermo?
No. Supongo que sólo soy un pobre inconsciente que sigue derritiéndose con su ex. Eso no es de enfermo sino de idiota.
Sí. Idiota es la palabra.
Adoro cómo huele, y también sentir su respiración acelerándose. Apenas me había tocado y yo ya andaba a mil por hora deseando que me diera la vuelta para ver esa expresión salvaje que se dibuja en su cara cada vez que intima.
Tiene sus ventajas eso de acostarse con un ex. Por un lado, ya conoces las debilidades de esa persona, qué le gusta, cuál es su ritmo, cuándo callar o cómo hablar. Por otro, es un rollo. Sí, porque cuando creías que tenías superada la ruptura, vas y le metes un chute de endorfinas a tu cerebro con algo que le produjo adicción en el pasado. O sea, que como drogadicto recaes. Y lo peor es que el centro de desintoxicación más cercano te niega la plaza por reincidente: «tratamos adicciones, no suicidios», te dicen.
En fin, que después de demostrar quién mandaba, me dio la vuelta y me desabrochó los pantalones.
Juro que jamás he estado tan ido.
Esos labios recorriéndome entero... De vez en cuando miraba hacia arriba para reírse de mis debilidades, y esa expresión de nuevo... Desde luego siempre ha sabido cómo hacerme perder la cabeza.
Decidió desnudarse despacio, sin dejar de mirarme, consciente de cómo me hacía babear con cada gesto. No es que sea un perfecto amante, pero reconozco que entre ambos existe un lenguaje intenso, uno que inventamos hace mucho tiempo y que acabó oculto bajo una capa gruesa de hielo.
Y vaya cuerpo... No sé cómo diablos lo hace. Yo para conseguir un solo abdominal de los suyos, tendría que coserme la boca un año y vivir en el gimnasio. Está tremendo y Dios sabe cuánto me gusta.
En cuanto besé sus labios entré en una especie de catatonia, como si me hubiera arrojado directamente a los ojos su perfecta fórmula de pez globo en polvo. Estaba a su merced y lo mejor de todo era que me entusiasmaba hallarme así.
Cómo jugueteaba con su lengua... Sabe que me derrito así, moviendo el piercing en círculos y diciendo alguna que otra grosería entre medias. La puerta del cuarto estaba abierta y, aunque había dicho que sus padres se encontraban de viaje, a mí me daba corte no tener intimidad. Sin embargo, después de comentar lo evidente por tercera vez, me tapó la boca y susurró:
—¿Todavía no comprendes que aquí quien da las órdenes soy yo?
Odio que sea tan engreído, pero mi excitación en lugar de menguar aumentaba por segundos. ¿Me había vuelto un sumiso?
—Levanta las piernas —ordenó con soberbia.
Estaba dispuesto a obedecer, pero entonces salió mi versión más disconforme y me condujo a ponerlo boca abajo.
—¿Qué haces, Osmani?
—Prepararte un poco para lo que te voy a hacer... —expuse con picardía.
—¿Tú a mí? ¿No debería ser al revés?
—¿Quién está sosteniendo el lubricante? —dije con contundencia.
—¿Desde cuándo eres activo?
—Desde siempre.
—Pero si conmigo, tú...
No lo dejé terminar. Apreté su cintura y gimió levemente, casi con timidez, algo que no le pegaba nada. Verlo así de dócil consiguió que me sintiera un superhéroe, un dios supremo que al fin dejaba patente su hegemonía.
Pronto el sudor, los jadeos y más de un «oh, Dios mío» invadieron la escena, extrayendo lo mejor de mí en una sesión que tenía más de orgullo que de autocomplacencia. Necesitaba demostrarle que se había equivocado al dejarme, que escoger a otro fue sin duda un error, uno garrafal. No pretendía retomar la relación, sino erigirme como el mejor compañero. Mi ego se merecía algo así. Me lo merecía de veras.
Apuré mis movimientos y entonces conseguí que perdiera la razón. Gritaba pidiendo más y reía complacido. Probablemente haya sido una de mis mejores experiencias físicas y me alegra que fuera junto a alguien que siempre se mostró como el sabelotodo insoportable que nunca permitía a otros destacar en su campo.
Se quedó rendido, tumbado sobre la cama evidenciando estar agotado aunque satisfecho.
—Me has dejado loco, cariño.
¿Cariño? Jamás me llamó así. Según él era una muestra de dependencia, una fórmula de atar a las personas que denotaba falta de seguridad en uno mismo.
—Tú a mí también —dije a continuación—, sobre todo con lo de "cariño".
—¿Te incomoda? Si es así lo retiro.
—No, se supone que era a ti a quien le incomodaba. Yo creía que...
Su móvil sonó obligándonos a posponer la charla.
Y entonces, sin ninguna clase de pudor, se puso a hablar con su novio. Habéis leído bien: su novio.
Me quedé petrificado. En ese momento si me hubieran pasado una apisonadora por encima no me habría percatado hasta notar los trozos de cráneo mezclándose con mi diminuto cerebro.
«Eres gilipollas», me dije. Mientras Elías mantenía una conversación trivial con su amorcito, yo me vestí a toda prisa. Me sentí avergonzado, utilizado y vilipendiado.
Andaba colocándome la chaqueta dispuesto a salir, cuando el muy cabrito se despidió del novio.
—Cariño, luego te llamo —después de ponerse los calzoncillos, avanzó por el pasillo siguiéndome—. ¿Adónde vas, fiera?
—¿En serio? —pregunté ojiplático—. ¿En serio?
—¿Qué pasa? ¿No estabas pasándolo bien?
—Pero ¿de qué coño vas, tío? Acabas de hablar con tu novio, por el amor de Dios. ¡Debería darte vergüenza!
En lugar de autodefinirse como un cerdo desleal, se echó a reír consiguiendo que me cabreara y le diera un empujón.
—¿Qué carajo te pasa? —pregunté alterado.
—¿Te sientes el otro? ¿Es eso?
Sí, eso era, pero jamás lo verbalizaría. Odiaba esa mirada de chulo que estaba dedicándome.
—Tranquilo, Lucky Luke. Mi novio sabe que me van las fiestecitas y no le importa.
—¿Y no has pensado que quizá a mí sí me importe?
—¿Por qué habría de importarte?
Era cierto, no me importaba aquel tío. Pero él sí. Y me molestó darme cuenta de aquella manera. Sólo quería marcharme y olvidarlo todo.
Estaba a punto de abrir la puerta, cuando bajó de nuevo sus calzoncillos y, mostrándose preparado para otro baile, exclamó:
—¿Te apetece repetir?
Desde entonces no he dejado de visitar su casa cada día. Sé que en cuanto se vaya de nuevo junto a su amado me sentiré más mierda que ahora, pero por extraño que parezca eso no disminuye mi apetito, más bien lo intensifica.
«Te pone ser el otro», me dijo mi mejor amiga. Y lo peor es que tiene razón.
Pd: He ganado todas las partidas al Mario Party. ¡Viva Peach!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro