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Mi dignidad por una hebilla (Parte II)

No fue sólo el dorso lo que pasó por mis piernas. Al cabo de un rato ya fue acariciándome, a conciencia, deambulando con sus dedos por debajo de la falda, apretando una de las nalgas, la derecha, más concretamente. Estuve a punto de gritarle que yo no era una pelotita antiestrés, pero parece ser que mi vagina no lo veía un problema.

Me humedecí un poco. Bueno, vale, no inundé el sitio de milagro. ¿Contentos?

Aquel pijo maleducado —sí, maleducado porque nadie le dio permiso para meter la mano en mis bragas— me ponía bruta, muy bruta. No sé muy bien por qué, pero acabé diciéndole que me acompañara a casa.

Él accedió, aunque antes de hacerlo titubeó levemente. ¿En serio? ¿Duda de mí incluso después de toquetearme? Bueno, al menos uno de los dos parecía ser consciente de la peligrosidad que implica invitar a un desconocido a casa.

De camino y a menos de una manzana de mi piso, nos comimos la boca como locos, entre mordiscos y gemidos que auguraban un final de fiesta con pirotecnia incluida. Ya en el bloque, sentí que una fuerza desconocida ralentizaba el ascensor, aunque he de admitir que me dio mucho morbo, sobre todo cuando mi compañía me dio la vuelta para levantarme el pelo y lamerme la nuca.

Hubiera ofrecido una bebida o algo al llegar, pero el muchacho ya andaba desabrochándose los pantalones y consideré mejor ir al lío: «te ahorras fregar luego el vaso, Nélida» me dijo mi yo más rancio.

Y sí, al contrario que el triste de Edu, él se quitó la ropa desesperadamente, dejando un reguero de prendas en su recorrido hasta la cama. Después me quitó los zapatos, masajeándome los pies un poco y poniendo cara de cerdo.

—Anda que ir a la universidad para acabar sobando unos pies... —declaré con sorna.

—Pues no —dijo él riendo—, no soy universitario.

En ese momento me extrañó la respuesta, pues, aparte de tener toda la pinta, Esther sólo invitaba a amigos de la uni, por lo que pregunté:

—¿Y de qué conoces a Esther entonces?

—¿Quién es Esther? —cuestionó abriéndome las piernas y pasando su lengua por el interior de mis muslos.

Hubiera preguntado qué hacía entonces en la fiesta, si había asistido con un amigo común o si sólo se trataba de un descarado que quería beber y comer gratis. Pero demostró tal maestría oral, que enmudecí de golpe.

—Madre mía —iba diciendo entre lengüetazos—, sí que estás mojada... Cómo me gusta...

—Mejor cierra la boca y continúa —ordené.

Entonces, como si hubiera herido su autoestima a niveles desorbitados, se levantó de la cama y se vistió sin dar una explicación. A medias y reprimiendo las ganas de llamarlo imbécil sensiblero, acabé disculpándome:

—No pretendía ser brusca. A veces mi sentido del humor es demasiado negro...

—No, tranquila, si aún no he terminado —expuso riendo—. Me vendría bien tomar un zumo o algo. ¿Puedo ir a la nevera?

—¿En serio?

—¿Te parece mal?

Traté de incorporarme, haciendo un esfuerzo por no estropear un encuentro que prometía una ración de sexo decente, sin embargo, él se acercó a la cama y, tras decirme que volviera a tumbarme, agregó:

—Quítate esto —señaló mi blusa—, cuando vuelva quiero que estés en pelotas, ¿me has oído?

—¿Siempre eres así de raro con quienes te acuestas?

—No, normalmente soy mucho peor. Ahora vuelvo.

No sé por qué obedecí. Todo aquello se me antojaba raro, pero al mismo tiempo me ponía cachondísima; el capítulo más ardiente de cualquier novela del género erótico.

Desnudita, tal como mi madre me trajo al mundo, me tumbé sobre la cama después de comprobar frente al espejo el tamaño de mis tetas: «aún están presentables» susurré.

Él, que apareció con un sándwich en la mano, se me quedó mirando y dijo:

—Me ha tocado la lotería esta noche, por lo que veo.

Acto seguido y metiéndose el resto del sándwich en la boca, se quitó el cinturón y lo acercó hasta mis muñecas.

—¿Qué haces? —pregunté sin resistirme.

—¿Te gusta jugar?

¿Qué queréis que os diga? No sólo dejé que usara su cinto para atarme los brazos, le señalé el tercer cajón de la cómoda, donde guardo los míos para que me inmovilizara también las piernas.

En cuanto se subió sobre mí y comenzó la acción me resultó inevitable exclamar:

—¡Al fin!

Necesitaba conocer a un tío que me hiciera sentir cosas, no las ñoñadas que cuentan en Love actually, sino a las maravillosas vibraciones que se pueden obtener a la altura del pubis. Ya os dije que no me van las delicadezas y que cuando se trata de sexo soy muy directa, así que no os escandalicéis tanto.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras mi cabeza y el cabecero de la cama daban un concierto de percusión.

—Agus, ¿por qué lo preguntas?

—Es para saber cómo agregarte a la agenda del móvil.

Lo tenía muy claro: para una vez que la cita no me dejaba a medias no iba a permitir que se escapara sin más. Él rio y, después de darme uno de los mejores orgasmos de mi vida, dijo:

—Ha sido genial, pero he de irme.

¿Qué más podía pedirle? Al fin y al cabo, el tipo cumplió como un campeón. Asentí y vi cómo se vestía.

No era una gran cosa, aunque su forma de moverse en la cama lo volvía un adonis irresistible.

—Te falta el cinturón —dije con picardía.

—Cierto —rio—. ¿Tienes un bloc de notas por aquí?

—Sí, encima del escritorio.

Tomó una hoja y apuntó su número de teléfono.

—Llámame cuando quieras —expresó dejándolo sobre la mesa de noche y dándome un beso.

—Lo haré.

Y, aunque me quedé embobada viendo cómo se acercaba a la puerta del dormitorio, me dio tiempo a exclamar:

—¡Eh! ¡Te dejas el cinturón!

En realidad, lo que quería era que me desatara, andaba limitadilla de movimientos con los brazos y las piernas sujetas a la cama. En serio, fue divertido mientras me penetraba, pero no me entusiasmaba la idea de quedarme en aquella postura hasta que alguien, cuando me hubiera muerto de inanición, acudiera a mi piso y me viera así, como la cerda salida que soy.

—Quédatelo —declaró él—. Así tendré un motivo de peso para venir y follarte de nuevo.

Y se fue. El muy cabrón se fue.

—¡Agus! —grité—. ¡Ni se te ocurra dejarme así!

Estuve en aquella postura al menos dos horas, aterida de frío y sintiéndome una estúpida por no pedir auxilio a gritos. Seguramente hubiera venido algún vecino a ayudarme, pero lo de explicarle por qué andaba desnuda, con una pierna en Cuba y la otra en Arabia Saudí se me antojaba cuando menos incómodo.

No os riais, hijos de perra. ¿Sabéis el miedo que pasé? ¿Qué clase de loco llega a casa de una tía, la ata, se la tira y luego se va dejándola así? ¡Un degenerado, sin duda!

Lo primero que hice no fue vestirme, corrí al comedor a ver si el muy cretino me había robado algo, pero no, todo seguía intacto —menos mi dignidad, claro—.

Luego volví al cuarto. Eché un vistazo a la mesa de noche y ahí estaba: el número de aquel lunático. Le dediqué en voz alta una decena de insultos y después lo marqué. Me daba igual que fueran las seis de la mañana y que el cabrito estuviera casado o una movida de esas. De hecho, me apetecía devolverle la jugarreta de algún modo, todo sea dicho.

—¿Diga? —respondió riendo.

—¿¡Quién carajos te crees que eres!? —grité.

—¿Acabas de desatarte? Pero si no apreté tanto los cinturones...

—¡Escucha, maldito capullo! ¿¡Tienes idea de lo mal que lo he pasado!? ¡Me cago en toda tu estirpe, animal!

Agus no dijo nada, pero alcancé a escuchar como intentaba limitar su risa.

—Te parecerá bonito —increpé—. ¿Crees que puedes dejar a una mujer de esa forma? ¡No tenías ningún derecho!

—De acuerdo, te doy la razón —intervino al fin—. Me he pasado de la raya, no ha estado bien. Lo siento mucho. Iré mañana a verte, ¿qué te parece?

—¿Para qué vas a venir? —pregunté algo descolocada.

—Se me da mejor pedir disculpas en persona. Y, además, quiero recuperar mi cinturón —dijo con voz sugerente—. Mañana a las siete. Que descanses.

Y colgó.

No dormí una mierda esa noche, cosa normal teniendo en cuenta el estado de nervios en que me hallaba. ¿Quién en su sano juicio hubiera podido hacerlo después de una experiencia como aquella?

Aun así, yo guardé su número en la agenda del móvil, y lo almacené con el nombre de «Agus, el psicópata». Claro que sí, Nélida. ¿Quién necesita dignidad habiendo orgasmos?

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