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Mi dignidad por una hebilla (Parte I)


Me llamo Nélida y ayer, por enésima vez, volví a casa tras un coito insufrible.

Ha sonado como la declaración de un adicto en una terapia de grupo, pero ciertamente así de triste es mi existencia. «¡Bienvenida Nélida!» me ha parecido escuchar a lo lejos.

Mi amiga Esther sigue presentándome a los amigos guapos de su novio. La pobre, sé que lo hace con toda su buena voluntad, pero ojalá se quedara tranquilita, para variar. La propuesta de hoy, Edu, ha sido cuando menos una cita para el recuerdo. Sí, para recordarme a mí misma por qué vivo sola y por qué dejé hace tiempo de buscar amigos con derechos.

El muchacho está bueno, las cosas como son. El problema es que Narciso sentiría orgullo al admirar a uno de sus más fieles seguidores, aunque éste no tenga ni pajolera idea de quién es: «¿Te refieres a la colonia?» preguntó confuso el pobrecito. «¡Sí! —respondió mi versión más hija de puta—. Me refería a que con ese cuerpo que te gastas podrías ser la imagen de la firma.»

En el fondo me pareció enternecedor que el muy ingenuo no se hubiera dado cuenta de que me reía de él. Y esa no fue la única vez, cabe destacar. Casi me dio lástima ver esa expresión complaciente en su cara, tierna y hasta conmovedora. Se estaba esmerando en ser dulce, en resultar agradable y gracioso, lo cual hubiera sido un punto a su favor de no ser porque en la cama se volvió un torpe mayúsculo.

Primero se quitó la ropa con parsimonia: la chaqueta, la camisa, luego los calcetines... Y todo bien dobladito sobre la cómoda, como si su abuela estuviera a punto de venir y temiera una reprimenda a causa del desorden. Yo me esperaba que, aunque tuviera el cerebro de adorno, lo compensase con una enérgica visión del sexo.

Craso error.

Cuando lo vi estudiándome la entrepierna, pensé que iba a empezar lo bueno, pero entonces comenzó a tocar con desesperación. No os hagáis ilusiones, al decir desesperación me refiero a que presionaba sin ninguna gracia, al tuntún, sin tener en cuenta que mi clítoris estaba algo más arriba. En el momento en que mis pobres partes nobles prometían una combustión espontánea con tal de dejar de sufrir aquella fricción absurda, le dije que me pondría yo encima.

Él aceptó esbozando una mueca triunfal, como si estuviera pensando que gracias a sus maravillosas artes manuales yo acababa de perder el control o algo así.

Entorné los ojos, seguro, aunque eso no pareció incomodarle. Me subí, introduje el asunto y al segundo movimiento de cadera —segundo, habéis leído bien— llegó su orgasmo a grito pelado, con temblores incluidos.

—Por favor, no te apartes aún —dijo exhausto.

No sé por qué accedí a complacerle. Yo seguía ahí, sentada sobre un tío que ponía una cara que pretendía demostrar placer, pero que en realidad me causaba un repelús insoportable.

Minuto y medio después me levanté y me fui. Y os preguntaréis: ¿Qué hiciste Nélida? ¿Cuál fue tu explicación antes de irte?

Pues ninguna, porque se quedó dormido entre mis piernas.

Al principio pensé que estaba bromeando, pero luego aparecieron sus ronquidos y mi ego se rebeló con un portazo.

Aquella narcolepsia es lo menos erótico que me ha pasado y, siendo objetivos, no salí esa noche para regalarle un orgasmo a un tío. Iba dispuesta a hacer un intercambio, que ya es mucho, pero, como siempre, desencanto modo on.

Nada más llegar me metí en la ducha y, después de un improvisado autotoqueteo pensando en Jason Momoa como Aquaman surgiendo del fondo de la bañera, me acosté deseando que amaneciese lo antes posible. Tenía que borrar aquella cita de mi cabeza, con urgencia desmedida.

Llevo algún tiempo reflexionando acerca de estas citas que no conducen a ninguna parte. A estas alturas de mi vida no espero un compañero que se adecúe a mis exigencias. Eso sería una auténtica estupidez. Me conformo con sexo satisfactorio. Ni siquiera tiene que ser frecuente. Satisfactorio a secas, aunque sea cada año bisiesto.

La llamada de Esther no tardó en producirse al día siguiente, preguntándome toda entusiasmada si la noche había sido un éxito. La bajé de la nube rapidito, sin ahorrarme los detalles vergonzantes y rogándole que, por Dios, no volviera a presentarme a nadie.

—Yo sólo quería ayudar —dijo con su más que estudiado tono lastimero.

—Ya lo sé, pero a veces es mejor no hacerlo —comenté pensando que «mucho ayuda el que no estorba».

—No puedes pasarte la vida sola, Nélida. Es antinatural. Las personas estamos hechas para socializar...

—¿Quién lo dice?

—¡La puta biología!

Después de otra de nuestras ridículas discusiones, la muy cabrona me soltó que iba a celebrar su cumpleaños y que yo tenía que asistir o dejaba de hablarme.

Sopesé las consecuencias de no presentarme y, aunque la idea de no volver a oír las retahílas a las que me tiene acostumbrada me pareció gloriosa, al final me decanté por lo más correcto, que era ni más ni menos que joderme, como siempre.

El lugar estaba lleno de gente, estudiantes de último curso repipis, de esos con mucho dinero de sus padres en el bolsillo. A lo largo del año se comportan correctamente, no vaya a ser que el apellido familiar se vea afectado, pero, condensados en un mismo punto y bajo los efectos del alcohol, se sueltan sus repeinadas melenas y empieza lo bueno.

Esther llevaba al menos un cuarto de hora comiéndose la boca con el novio y, sintiendo que ya había cumplido con mis funciones sociales ese día, me propuse salir del sitio sin ser vista.

Cosa que no sucedió.

Huyendo de la parejita, me topé con un acceso a la salida colapsado de pijos que bailaban como locos, moviéndose con la misma psicomotricidad de un junco.

Me reí, la verdad. Eran todo un espectáculo, manchando sus polos de Ralph Lauren con ron barato. Me imaginaba a sus padres escandalizados, no por verlos comportarse de esa forma, sino porque bebían alcohol de marca blanca, brebajes para plebeyos.

Sin embargo, uno de aquellos idiotas me llamó la atención. Llevaba una americana gris y pantalones azules. Su timidez me pareció un contraste interesante entre tanta locura, sobre todo porque una chica lo invitó a bailar y él se negó diciendo que había nacido con dos pies izquierdos. Y sí, daba la sensación de que en cuanto intentara bailar alguien llamaría a urgencias creyéndolo en un apuro médico.

—A mí tampoco se me da bien —le susurré al oído—. Siempre siento que acabaré con el culo en el suelo.

—En realidad no soy tan malo —dijo él—, pero se me da mejor bailar solo.

No sé si su intención era hacerse el interesante. A mí se me antojó un modo patético de no asumir que la chica le parecía un orco y, claro, mi versión «simpática» no quiso mantenerse al margen.

—Eufemismos —solté riendo—, ¿qué sería de nuestras vidas sin ellos?

Él rio apurando su copa. Se ve que encontró gracioso que lo llamara falso. En cualquier caso, mantenía un mutismo que, lejos de causar rechazo, me despertaba curiosidad, así que me puse a su lado, muy cerca.

Nos limitamos a beber haciéndonos mutua compañía, rodeados de aquel bullicio insoportable, sin interactuar. No hablamos de bobadas como el frío de los últimos días o cuáles eran nuestros intereses. Sencillamente permanecimos uno al lado del otro, rozándonos con los brazos en una estrechez que se me antojó excitante, muy excitante.

Y de repente, sentí el dorso de su mano en el muslo. No parecía intencionado, pero creedme, lo era. De vez en cuando iba moviéndola, sutil y delicadamente, como esos niños a los que se les prohíbe tocar algo y poco a poco van logrando su objetivo.


*Imagen de Couleur (Pixabay)

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