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Los ojos del chico (Parte II)

Me eché a reír. Técnicamente acababa de demostrarle que me había puesto celosa y eso, aparte de dejar en evidencia mi falta de madurez, le proporcionó una información que yo no quería que supiera. Aun así, no sé si debido al par de copas que me había tomado o a la alegría generalizada a mi alrededor, no me ruboricé. Estaba pasándomelo bien, tal y como me había prometido antes de llegar al sitio, y eso puede que para vosotros no signifique gran cosa, pero para mí supuso toda una revelación: dejarse llevar no estaba tan mal.

Los amigos de ojitos lindos querían dar un paseo por la playa y me pareció buena idea. La brisa marina ayudaría a quitarme un poco el pedo que llevaba encima. No era plan de confesarle mi secreto con el pijama de Batman, o lo mucho que me gustaba servirle los mojitos de fresa. Bajo la luz de la luna estaba para comérselo a besos y decirle lo mucho que me gustaba... Pero un grupo de desquiciados nos acompañaba y yo, mujer de paciencia limitada, estuve a un tris de decirles que se callaran un poquito. No hubo necesidad, ya que el chico les dijo:

—¿Por qué no vais a comprar unas pizzas y las lleváis a mi casa?

El más bajito de sus amigos cogió el dinero y sonrió con picardía. La electricidad recorrió entonces mi cuerpo. ¿Ojitos lindos quería pasar un rato a solas conmigo? «Cálmate —pensé—, a lo mejor esta es la noche que se ha propuesto salir del armario».

Al quedarnos solos y tras hacer algún que otro chiste, me di cuenta de que le temblaban las manos. Era tímido, de eso no cabía duda, pero nunca había estado tan nervioso en mi presencia, por lo que le pregunté:

—¿Qué te pasa? ¿Estás tenso por algo?

Tragó saliva y poco después asintió. Luego negó con la cabeza y miró sus pies sobre la arena. Sus pálidos dedos quedaban ocultos por la marea para luego quedar cubiertos de arena oscura. Me pregunté mentalmente si otras partes de su anatomía serían tan pequeñas como aquellos deditos raros.

—¿Es que esta noche te quieres declarar a alguno de esos amigos tuyos y no sabes cómo?

No sé por qué diablos hice esa pregunta. El silencio siempre me ha resultado incómodo y una señal inequívoca de que alguien no está a gusto conmigo, y quizá por ello necesité romperlo aunque fuera con un comentario tan poco acertado.

—Pero ¿por qué todas pensáis que soy gay?

Al menos acababa de comprobar que no era la única que lo creía.

—Me he llevado bien con los de tu gremio toda mi vida. Supongo que por eso hemos conectado tan rápido —dije riendo.

—¿Qué gremio? ¡Que no soy gay!

Solté una carcajada y acto seguido, para evitar que se enfadara, me aferré a su brazo, como si quisiera fumar la pipa de la paz. Seguramente él hubiera preferido un porro, pero la pipa de la paz estuvo bien, ya que, de inmediato, me acarició la mano.

Otra vez esa dichosa electricidad... Nadie le había permitido el acceso a mi cuerpo, pero me encantaba tenerla danzando dentro del pecho, saltando como un niño inquieto en una sala llena de colchonetas elásticas.

Fue maravilloso sentir el tacto de sus dedos junto a los míos. No era la primera vez que los percibía, pues solía pagar en efectivo cuando venía al local. Pero ahora no eran facturas o billetes lo que intercambiábamos, sino una deliciosa conexión.

Un tipo se nos cruzó entonces. Iba corriendo con unos pantaloncitos diminutos y el torso al aire. Mediría como metro noventa y por su tono muscular yo diría que se llamaba Hércules. Ojitos lindos echó a reír y expresó:

—Qué competición tan injusta...

—¿Cómo?

—Digo que así es imposible ganar una partida... El Adonis... El tío que ha hecho temblar la tierra hace un minuto y medio...

—Estaba bueno, pero eso no significa que me lo quiera tirar.

Ahí estaba yo, demostrando ser la acompañante ideal. (Sarcasmo).

—Oh, claro —agregó él, incrédulo—, todos sabemos que entre Punset y Jean Claude Van Damme, las mujeres encuentran mucho más apetecible al primero, dónde va a parar...

—La única diferencia que yo veo entre ambos es que Punset es un hombre de ciencia y Jean Claude uno de letras.

Y rompimos a reír. Me encantaba su sonrisa, la real, no esa que se empeñaba en dibujar para satisfacer todo el tiempo a los demás.

—Al menos ya tengo algo en común con Van Damme —murmuró.

—¿También practicas artes marciales?

Entonces me besó. Detuvo su andar súbitamente y, sujetándome la cara con ambas manos —supongo que también poniéndose un poco de puntillas— acercó sus labios a los míos en un beso dulce y sencillo, muy en la línea de lo que me hubiera esperado por su parte. Por la mía, el magreo no se hizo esperar. Parecía una ciega leyendo en Braille, pasándole las manos por cada superficie disponible, cosa que él recibió con gemidos y algún «oh, por Dios» espontáneo.

—¿Lo hacemos? —me preguntó de repente.

—¿Aquí?

Señaló a un punto de la playa escondido, libre de las luces del paseo y, por loca que me pareciera aquella propuesta, accedí con la idea de cabalgarle hasta dejarlo en coma.

Nos tumbamos sobre la arena y, lentamente, nos volvimos a besar. Fue buena idea parar unos minutos, de lo contrario no habríamos disfrutado tanto. Me gustaba cómo olía, y también sentir que su barba era suave al contacto. Lamí sus labios sedienta, deseando desabrocharle el pantalón y darle besos por todas partes.

Le dio un escalofrío cuando me subí sobre él y, mirándome alelado, susurró:

—No puedo creer que esto me esté pasando...

—No fumes tantos porros —dije quitándome la blusa.

Advertí un cambio en su entrepierna y me imaginé que aquella erección acabaría rompiendo la tela de un momento a otro. Yo andaba tan húmeda que llegué a pensar que la marea había subido y me había mojado de cintura para abajo.

Levanté su camiseta y me detuve a besarle el pecho. Los pezones reaccionaron al contacto de mi lengua con una inmediatez sorprendente. Luego fui descendiendo hasta su ombligo despacio, levantando la vista de vez en cuando para comprobar que mi espíritu explorador no estuviera incomodándole. Al ver cómo se le ponían los ojos en blanco, me quedó muy claro que se encontraba bien.

Tras bajarle los pantalones y juguetear un poco encima de su ropa interior, me percaté de que los dedos de sus pies y el pene no tenían nada en común. Para qué os voy a mentir, me lancé hambrienta como pocas veces, obviando formas y saber estar. Deseaba probar aquello y no iba a limitarme ahora que lo tenía a un palmo de la cara.

Disfruté como una enana viendo cómo se retorcía de placer. Nunca me había esmerado tanto en el sexo oral, y supongo que la situación bien lo merecía. En una de estas le pedí que me mirara y él respondió que si lo hacía «la fiesta se acabaría demasiado pronto». Me eché a reír. Era tan dulce que me daba hasta pena el modo en que iba a tirármelo.

Dejé de chupar entonces y, poniéndome de pie, me quité los pantalones y el resto de la ropa. La imagen de aquel chico resoplando y mordiéndose los labios, fue suficiente preparación para mí.

—Túmbate aquí, que ahora es tu turno —dijo casi en un gemido.

Pero yo ya tenía claro lo que quería, por lo que me monté sobre él y empecé a moverme. Creo que nunca me ha gustado tanto tener el mar y unos jadeos masculinos de banda sonora. Tengo que admitir que esa noche me moví como nunca, parecía que mis caderas y su pelvis estaban configuradas para ir al mismo compás, primero deliciosamente despacio y luego como si estuviéramos compitiendo en unas olimpiadas guarras.

Dejé de preocuparme por cómo lucía, si mis tetas se movían demasiado, o si mi abdomen no era lo suficientemente liso. Yo sólo atendía a Saúl, saber que los ojos del chico me miraban de aquella manera, mágica y trascendente, se me antojaba un regalo digno de disfrutar. Ya habría tiempo luego para recriminarme no ser tan perfecta, pero ahora, tocaba vivir el momento.

Me pidió entonces que parara un minuto, cosa que yo ignoré por completo.

—Por favor —suplicó—, para, o terminaré demasiado pronto.

—Hazlo, pero que sea encima de mí.

Me tumbé entonces boca arriba sobre la arena fría y él, que titubeó unos segundos, no porque la idea le desagradara sino porque la cosa acabaría antes de lo que tenía previsto, me complació.

Al terminar, ambos nos quedamos un rato en silencio, cansados y tendidos con una desnudez más allá de lo carnal. «¿Y ahora qué?», me pregunté de repente. ¿Qué pasaría después de aquello? No era una estúpida para creer que andaríamos cogiditos de la mano hasta su casa, o que él seguiría yendo al local para darme un beso todas las tardes antes de ponerse a componer.

Dos meses de cosquilleos y magia acababan de esfumarse, y a mí me produjo cierta tristeza.

No, las cosas nunca volverían a ser como antes. Quizá por eso, me vestí y le dije que tenía que irme.

—¿Tan pronto? —preguntó con cierta decepción.

—Sí, será lo mejor.

Me despedí de él con un beso en la mejilla y tomé rumbo hasta mi casa, donde cogí el pijama de Batman y lo arrojé a la basura.

Y esto es por lo que mi amiga Marcia, en aquella conversación que pretendía ser divertida y amena, pero que acabó siendo una confesión culpable, me dijo:

—Si no sabías lo que querías, ¿para qué le diste esperanzas al chico?

No supe qué responder. Y la verdad es que Marcia tenía razón. ¿Qué me impulsó a seguirle el juego a ojitos lindos? ¿Mi ego? Pues hala, ego, espero que estés contento.

Me sentía fatal y al mismo tiempo no me arrepentía de lo que había hecho. ¿Era tan malo querer sentir a alguien sin lo que implica un contacto posterior? No, eso no era malo. Pero sí lo era no ser honesta con alguien que fumaba porros probablemente para no sentirse triste.

Había metido la pata de un modo épico. Tenía que solucionarlo, aunque no sabía cómo. Me daba miedo que Saúl empezara a pedirme explicaciones, o que sugiriera iniciar un idilio que ambos sabíamos no conduciría a ninguna parte. Había una diferencia generacional que, tarde o temprano, significaría un problema. Doce son muchos años.

Y al principio todo sería genial, con los besos y las frases cargadas de deseo y el tiempo deslizándose sobre nosotros lentamente, igual que sirope sobre una bola de helado. Pero el helado acabaría derritiéndose. Es lo que tiene el calor. Lo mismo pasaba con los porros, que están bien un rato, pero luego te aletargan. Y no, a esas alturas de mi vida ya tenía claro que no estaba para educar a nadie ni que me llevaran a mí por el mal camino.

Afortunadamente Saúl entendió el mensaje. Dejó de ir al local donde trabajaba y eso me facilitó mucho las cosas. Claro que sus amigos sí seguían yendo por allí y sus miradas hablaban por sí solas. Me odiaban por haberle hecho daño a uno de los suyos.

No los culpé. Era completamente lógico.

Sin embargo, una tarde mientras limpiaba las mesas, escuché que uno de ellos me decía:

—Nuria, te hemos dejado una cosa sobre la barra. Es de parte de Saúl.

No me dio ni tiempo a preguntar de qué se trataba, ya que los chicos se marcharon a toda prisa.

Un pendrive y una nota escrita a mano que decía:

Antes de leer, tienes que reproducir lo que hay en el pendrive.

Más abajo ponía:

En serio, Nuria. Pon el maldito pendrive.

Lo introduje en el ordenador del bar y vi un archivo, un audio, para ser más exactos. Cogí mis auriculares del bolso y me dispuse a escucharlo mientras leía la nota.

Una canción. El chico me había hecho una canción.

"Desnúdate el alma que hoy hace bueno", entonó una voz masculina. El tema era amable, con una melodía pegadiza que trasladaba de inmediato a las tardes veraniegas.

"Tus ojos sofocan al sol, tus besos fueron lluvia de abril". Reconocí de inmediato aquellos versos, eran los mismos que nos decíamos en sus visitas al local. Me emocionó a tal nivel, que acabé llorando frente a unos clientes que tomaban cerveza sentados en la barra.

"Tú dijiste: acaríciame pronto que se me hace tarde. Y eso hice. Eso hice. Nunca me arrepentiré."

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