Los ojos del chico (Parte I)
—¿Y te marchaste? ¿Así, sin más?
Al no responder inmediatamente, recibí un resoplido por parte de Marcia. Era lógico. Su mejor amiga, aparte de un desastre, le parecía patética. Y además en muchos sentidos.
Quizá debería empezar por el principio...
Hace unos meses, mientras trabajaba —soy camarera en un local cerca del paseo marítimo—, atendí a un grupo de tíos muy majos, y entre ellos se encontraba el chico, mi obsesión desde entonces.
Los muchachos andaban bebiendo y contándose chorradas, y lo sé porque entre copa y copa me quedé con algunos de sus chistes, absurdos todos, por cierto. Sin embargo, reparé en la expresión triste de uno de ellos, que se limitaba a sonreír tímidamente sin soltar el vaso. Nunca me han gustado los depresivos —Dios sabe que no sirvo para ser la psicóloga de nadie—, pero he de reconocer que aquel chico, envuelto en esa languidez que me causaba curiosidad y un cosquilleo debajo del ombligo, me pareció, cuando menos, interesante.
El cabello le caía levemente sobre los ojos, y la barba, algo descuidada, le agregaba algunos años. Aun así, era evidente que no superaba los treinta. Sentí vergüenza de inmediato. ¿Cómo iba a fijarme en un chiquillo al que sacaba más de diez años?
Y bueno, todo habría quedado ahí, de no ser porque esa noche —después de jurarme que sería la última vez— me sobé un poco pensando en el muchacho de mirada triste. Por alguna extraña razón, no podía quitármelo de la cabeza. Ni siquiera era un tipo alto y fuerte, de los que suelo encontrar llamativos cuando busco porno. Supongo que el hecho de saber que no le vería más le aportó cierta emoción al asunto. Así que, después de juguetear un rato bajo el pijama de Batman, me sentí satisfecha. Pero al cabo de unos minutos me vi acariciando el colchón como si fuera el pecho de alguien... «Un momento —me dije—, ¿te estás imaginando abrazada a ese niñato?».
¿Qué diablos me pasaba? ¿De pronto ver a un chico tristón bebiendo con los palurdos de sus amigos me ponía romántica?
Eso no era propio de mí. Nunca me caractericé por ser cariñosa, ni siquiera con la familia. Para mi madre siempre he sido esa despegada a la que ni con alicates se le saca un beso. Pero aquel muchacho había despertado algo en mí, un deseo de abrazarle y curar parte del dolor que cargaba encima como si el hecho de lograr tal propósito fuera a proporcionarme cierta beatitud.
A medida que pasaban los días fui olvidándome del evento, creyendo que una bajada de defensas o algo parecido me había debilitado momentáneamente.
Qué equivocadita estaba.
Ese sábado, uno de los más concurridos que habíamos tenido a lo largo del verano en el bar, vi al muchacho de ojos tristes acompañado, cómo no, de sus amigos borrachines.
Me puse nerviosa. ¿Acaso podría notar que me había toqueteado pensando en él? Era absurdo ponerme tan tensa, de modo que, tras refrescarme un poco la cara en el lavabo, me acerqué a la mesa para tomarles nota.
El corazón me latía desbocado, galopando a todo tambor. Sonreí simulando ser una adulta normal y les pregunté qué querían tomar.
Entonces «ojitos lindos» me miró esbozando una sonrisa de cortesía que a mí se me antojó un milagro húmedo, tan deseable como ganar un millón de euros en el sorteo de Navidad.
Los otros chicos no dejaban de decir idioteces, imbuidas claramente por haber estado fumando porquerías. Después de apuntar tres mojitos de fresa y una cerveza, acudí a la barra. Algo les pasaba a mis piernas, más flojas que de costumbre. En ese momento me sentí torpe y poco atractiva, igual que un adolescente con la cara y la espalda llenas de granos.
—¿Podrías cambiar la cerveza por otro mojito?
No esperaba aquella intrusión al otro lado de la barra. Me llevé las manos al pecho como si hubiera sido un fantasma quien había surgido de la nada, sigiloso y delicado.
—Perdona, no quería asustarte, pero mis amigos dicen que los mojitos de fresa de este local son una pasada, y no quisiera irme sin probar uno.
Ojitos lindos era un absoluto encanto. Aquella voz, atenorada y con vestigios de haber pasado toda la tarde riéndose, me encendió hasta el último espacio rancio del corazón. No es que de pronto me hubiera enamorado como una tonta del chico, sino que, tras años de sequía, no sólo sexual sino emocional, fue un puntazo conectar con alguien. Aunque, por fantástico que pueda sonar, en realidad era una jodienda.
¿Qué pasaría a partir de ese momento? ¿Que nos dedicaríamos miraditas y buen rollo teñido de atracción física? ¿Que descubriríamos que compartíamos un millón de cosas en común?
Pues sí. Eso es lo que pasó. Evidentemente no se produjo esa noche, sino los siguientes dos meses. Ojitos lindos acudía con frecuencia al local, a veces solo y en compañía de su ordenador, donde anotaba, según me dijo, ideas y versos con gancho. A medida que íbamos haciéndonos "amigos" me fue contando que era compositor y que necesitaba hacer una canción buena con urgencia o los de la productora para la que trabajaba lo mandarían a paseo. Así que, como juego, solíamos decirnos frases que pudieran servirle en su tarea, tales a «desnúdate el alma que hoy hace bueno», «tus ojos sofocan al sol», «acaríciame pronto que se me hace tarde...».
Vamos, un flirteo en toda regla. Me gustaba mucho verle llegar, ataviado con sus pantalones cortos y las gafas de sol redondas. Si no aparecía, la tarde se volvía triste y anodina, como un sábado sin música o una playa azotada por la lluvia. Era un rayo de luz que volvía mi vida mucho más interesante.
Y sí, a pesar de todas estas cursiladas, yo no tenía muy claro si le gustaba o si simplemente era amable conmigo. Nunca tuve mucha seguridad en mí misma, de modo que cualquier conducta dulce que él pudiera dedicarme era explicada por mi yo castigador como el lenguaje típico de alguien de su profesión. «Igual hasta le van los rabos», me repetía sin parar.
La idea de besarle me acosaba de un modo insistente, con la obsesión típica de un niño caprichoso que tiene una caja llena de rotuladores y se le mete en la cabeza que sólo será feliz si le quita a su hermano su color favorito.
Una tarde apareció una chica y lo saludó con una gran sonrisa. He de reconocer que quería abofetearla, y eso que sólo se había acercado para compartir una breve charla. Era tan mona y simpática que automáticamente pensé que ojitos lindos estaba colado por ella. Diablos... ¿por qué me importaba tanto? Yo ya tenía demasiado en mi vida: un trabajo matador, un piso para mi sola, un gato cariñoso y las películas de Johnny Depp... Pero me faltaba algo indispensable: los ojos del chico mirando en mi dirección en lugar de a la diosa pelirroja que se contoneaba hasta el final del paseo.
—Nuria, ¿tienes un momento?
Pensé que ese sería el instante en que me pediría consejo para ligarse al bomboncito que acababa de irse, que iniciaría un monólogo donde exhibiría cada una de las capacidades de la muchacha. Entonces yo, fingiendo empatía y un buen rollo impropio de mí, le diría: «oye, y ¿por qué no le haces una de tus canciones para declararte? Hacéis una pareja divina... Creo que a ella también le gustas.».
Soltar aquella trola serviría para ubicarme en el lugar acertado: el cajón de mujeres invisibles. Sin embargo, en vez de hablarme de la chica bonita, comentó:
—¿Trabajas este viernes?
Debió de ponérseme la cara de cien mil colores al mismo tiempo porque se apresuró a decir:
—Es el cumpleaños de mi hermana y me gustaría invitarte. Les he hablado tanto a mis amigos de ti que empiezan a pensar que eres producto de mi imaginación. ¿Te apetece ir?
Una parte de mí quiso darle una excusa, decirle que tenía marido y ocho hijos jodiéndome la vida. Pero asentí sonriendo, como si dos mosquitos invisibles, uno en cada extremo de la boca, estuvieran elevando mis labios en señal de afirmación.
Me ilusioné de golpe, aunque poco después pensé que ir al cumpleaños de su hermana y conocer a unos amigos no era una cita convencional. Quizá sí que fuera gay, uno que continuaba encerrado en el armario y sólo quería demostrarles a los suyos que se relacionaba con chicas.
En cualquier caso, ya había accedido. No podía inventarme una excusa repentina o dejaría en evidencia mi nerviosismo. Se me da fatal mentir y, francamente, una parte de mí sentía enorme curiosidad por conocer su entorno. ¿Encajaría yo entre los fumetas de sus amigos? En el peor de los casos me comería un trozo de tarta y luego volvería a casa a toquetearme bajo el pijama de Batman, por lo que no había nada que temer.
El día de la "no cita" llegó antes de lo que esperaba. Yo me veía contando las horas y los minutos de forma desesperante, pero, por suerte, el tiempo se portó bien. Supongo que pasarme horas frente al espejo probándome modelitos todas las tardes ayudó a que me olvidara del reloj. Obviamente, ninguna prenda de vestir satisfizo mis necesidades, propósito bastante difícil de lograr teniendo en cuenta que yo quería convertirme en Charlize Theron, y claro, lo máximo que un buen sujetador puede hacer por ti es levantarte las tetas y un poco el ánimo, los milagros ya son otro cantar.
Tenía tres canas nuevas, tres amiguitas divinas que se habían propuesto recordarme la diferencia generacional entre ojitos lindos y yo. Y de pronto me sentí ridícula, como alguien que se esfuerza demasiado en algo que sabe que no va a funcionar. ¿Qué me estaba pasando? Me sentía totalmente ajena a lo que tenía pendiente esa tarde y, mirándome frente al espejo, con la sensación de que me echaría a llorar de un momento a otro, me dije: «bueno, ¿qué coño te pasa? ¿Desde cuándo eres tan insufrible? Vas a ir a pasar un buen rato con un chico que te cae bien y sus adorables amigos porreros. Luego volverás a casa y ya está. ¿Qué tiene eso de malo?».
Mientras esperaba el autobús me dediqué a releer mis conversaciones con ojitos lindos. Era realmente difícil identificar sus tendencias a través de los mensajes. Los «mañana hablamos, guapa» o «fue un placer charlar contigo, cielo» me confundían a niveles estratosféricos. Por un lado, yo sólo podía visualizarlo como un modo simpático de tratar a alguien que le caía bien. Por otro, yo quería que también tuviera un pijama de Batman y se sobara por dentro pensando en mí. Cosas que siempre me venían a la cabeza en los momentos menos oportunos, como en el asiento raído de aquel autobús sucio y maloliente.
El chico vivía en un apartamento muy próximo a la playa, con palmeras y zonas ajardinadas donde seguramente las familias disfrutaban de barbacoas y cervezas heladas los fines de semana. Al llegar al número 11, advertí el elevado volumen de la música: «es aquí», me dije sudando.
Abrió la puerta una chica, que me sonrió diciendo:
—Tú debes de ser Nuria, ¿verdad? Yo soy Ángela, la hermana de Saúl.
Acababa de ponerme roja sólo por escuchar el nombre de ojitos lindos y, sin saber muy bien cómo tenía que responder, me limité a sonreír y a felicitarla por su cumpleaños.
Era muy simpática, y no se parecía a su hermano. Estaba claro que él había sacado la inteligencia y ella la hermosura. Nunca me importó que un tipo fuera guapo, de hecho, solían atraerme otras cosas en un hombre, como el sentido del humor o unos ojos tiernos... Vaya, qué sorpresa, ¿no?
Saúl apareció con un pantalón largo —para variar— y en sus manos sostenía dos copas, de las cuales me ofreció una.
—¡Qué bueno que hayas venido! —me dijo contento.
Se había fumado un porro del tamaño de Noruega, estaba claro. Sin embargo, me pareció genial verlo ligeramente más alegre, más suelto. Sus ojos reían por primera vez y eso me pareció bonito de ver.
La velada transcurrió con total normalidad: encendido de velas, personas cantando cumpleaños feliz y charlas afables entre los presentes. El chico en ningún momento se alejó de mí, y eso que la muchachita pelirroja estaba también invitada. Cómo envidié el pacto con el demonio que la muy jodía debía de haber hecho para tener todo en su sitio. Vi que ojitos lindos la miró un par de veces, copa en mano y con esa sonrisa tonta que a veces se les queda a los tíos en la boca cuando ven a una chica bonita cerca.
Y entonces, aprovechando que andaba colocado, le solté:
—Picha brava, cuidado o te resbalarás con tus babas...
Le cambió la expresión enseguida, como si lo hubiera pillado en pleno golpe delictivo.
—Tranquilo, no le diré a la diosa pelirroja que te pone tierno —comenté antes de darle un sorbo a la bebida.
—Yo nunca miraría a Nerea de ese modo —declaró al fin.
—¿No? ¿Por qué no? Es muy linda y tiene un buen trasero... Además, creo que le caes bien. ¿Qué problema hay?
—Bueno, aparte de que es la novia de mi hermana, yo diría que me van más las morenas.
¿Y sabéis algo? Yo soy morena.
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¡Sigue leyendo en la siguiente parte!
*Imagen de tookapic (Pixabay)
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