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Lo que pasa en la oficina se queda en la oficina (Parte I)

Hoy llego tarde. De nuevo la casera fétida andaba pidiendo un dinero que no tengo. Me he gastado lo último que me quedaba en pagarle la ortodoncia al enano y, pese a que en mis explicaciones dejaba claro que sólo quedaban ocho días para volver a cobrar y que para entonces ya estaría al corriente de pago, la cabrona de Marta —así se llama la muy hija de perra— no atendía a razones. Primero intentó dárselas de lista sugiriendo una especie de intercambio físico, pero al ver mi cara de asco se puso chula y me dio un día para pagar.

No tengo ni idea de cómo voy a hacer frente a esto, y si no lo hago ya puedo despedirme de ver al peque los próximos meses. Alejandra —mi ex— está en modo tonto y amenaza con quedarse al chaval hasta que mi situación mejore. Ella no empleó esos términos, pero bueno, ya me entendéis. Este año ha aprendido dos palabras nuevas y no deja de usarlas en nuestras conversaciones: patria y potestad.

Alucino con esta oficina. La peña pasa olímpicamente de todo y luego me toca pagar el pato a mí. Hace diez minutos que la jefa dejó el sobre con dinero encima de la mesa de Mila y ella continúa hablando por teléfono con un amigo suyo.

Se me ha encendido una bombilla. Es una soberana estupidez pero quizá ese sobre sea la solución temporal a todos mis problemas —o es posible que empeore aún más las cosas—. Tengo la certeza de que con el contenido podré pagar a Marta. Estoy desesperado, no se me ocurre otra alternativa. En cuanto pueda devolver el dinero sé que lo que ahora considero un gesto deleznable, pasará desapercibido y hasta puede que sin consecuencias graves. Voy a devolverlo, en serio, en cuanto cobre lo devolveré.

Jamás he cogido algo que no me pertenece, así que supongo que el hecho de tener el pulso acelerado es completamente normal. Inspiro profundo y mantengo la sonrisa propia de alguien inocente. Al menos así me consideraba hasta decirle a Mila que ya me encargaba yo de hacer el ingreso.

Escuchando la banda sonora de Psicosis en mi cabeza —justo la escena en la que Marion huye con el maletín—, camino sintiéndome una mierda. Aún estoy a tiempo de arrepentirme, pero siento que no hay más salidas, de manera que sigo de largo.

En cuanto Marta agarró el sobre y esbozó esa sonrisa arrogante, supe que estaba frente a una psicópata. Tiene cara de caimán. Con esos ojos separados y los brazos cortos luce igual que un reptil sibilino que primero sonríe y después ataca. Veo cómo se va con el dinero sucio y sólo puedo pensar que, aparte de un ladrón, sigo siendo pobre y estúpido. Ahora he de planificar el modo de devolver el dinero a la empresa una vez cobre y quedarme un mes sin comer. No pensé en mis necesidades como ser vivo y me encuentro en un verdadero aprieto.

Veo la despensa: un bote de café instantáneo, una bolsa de gominolas y unos espaguetis que llevan en el piso desde que me mudé hace dos años. No sé qué coño voy a hacer, pero por lo pronto parece que el café será mi mejor amigo durante los próximos días.

Estoy destrozado. No he pegado ojo en toda la noche. La voz de mi conciencia no dejaba de atosigarme diciendo que soy despreciable, pero entonces, como si de un abogado histriónico se tratara, mi yo más odioso soltaba a gritos que ver la boca de mi hijo llena de alambres lo justificaba todo.

Quiero a mi chaval, y el hecho de pensar que Alejandra podría cumplir su amenaza, sacó lo peor de mí. Lo hecho, hecho está y no voy a solucionar nada martirizándome, aunque debo admitir que la presión de mantener la boca cerrada está acabando conmigo.

—Jairo, ¿puedes venir un momento a mi despacho?

La jefa ha hablado. Me levanto sabiendo cuál es el motivo de su llamada y, con las piernas algo temblorosas, me abrocho la chaqueta para avanzar hasta ella.

El sudor va a delatarme. En realidad no sé por qué habría de mentir si la intención desde el principio era devolver el dinero. Procuro mantener la calma y hablar con normalidad:

—Dígame, señorita Hernández.

—Siéntate, Jairo.

Teclea un par de cosas en su ordenador, luego aparta con delicadeza el flequillo de su frente y expone:

—Sólo he tenido una amiga en toda mi vida. Ambas estudiábamos en el mismo colegio aunque en clases distintas. Se podría decir que éramos inseparables desde el parvulario y, en fin, solíamos hacer casi todo juntas: los deberes, la catequesis, asistir a clases de música...

—Disculpe, señorita Hernández, pero no la comprendo...

—Es que no he acabado.

—Perdón, continúe.

Se pasa como un cuarto de hora hablándome de la amiga y yo sigo sin entender por qué coño me está contando esto, pero me muestro atento y callado.

—Y ese es el tema —continúa—: la confianza. Mi amiga confió en mí y yo le fallé. Depositamos confianza casi sin darnos cuenta en las personas que tenemos alrededor: vecinos, amigos, parejas, empleados... Lo que menos esperas es tener que enfrentarte a una deslealtad. Pero sucede hagamos lo que hagamos, ¿no crees?

Con la certeza de que me han pillado con las manos en la masa, procedo a explicarme:

—Lo siento muchísimo...

—¿Por qué lo has hecho, Jairo? Si necesitabas un adelanto, podrías haber hablado conmigo —comenta desconcertada.

—Sé que no tengo excusa, pero me hallaba en una situación algo delicada y no sabía cómo conseguir el dinero. Me arrepiento de veras y, aunque no pueda creerme, tengo intención de devolverlo en cuanto cobre.

—¿Tienes problemas económicos? Bueno, eso tiene solución. ¿Cuánto necesitas? —expresa tras sacar su talonario del bolso.

—Señorita Hernández, no puedo aceptarlo.

—Sí que puedes.

Firma el papel y me lo acerca con su habitual elegancia. No sé por qué, pero acabo llorando, como una fuente que no deja de soltar lágrimas y lágrimas. Su forma de proceder me ha conmovido y además ha hecho que me quite un peso de encima.

Se acerca hasta mi posición y se sienta sobre la mesa acariciando mi hombro. Me alcanza un pañuelo de papel y agrega:

—No vuelvas a robarme, Jairo. Nunca más. Si alguna vez te ves en un aprieto, sólo habla conmigo. ¿Queda claro?

—Sí, señorita Hernández.

—Puedes llamarme Belinda. Eres el único que me llama por mi apellido —ríe.

—De acuerdo, Belinda.

—Vuelve al trabajo.

La mujer regresa a su asiento y antes de abrir la puerta me guiña un ojo.

He de reconocer que no esperaba aquella reacción. A decir verdad, mi jefa tiene fama de ser dura, de esas personas impredecibles que si pasa por una mala etapa puede dedicarte la peor de sus caras. Obviamente saber que un empleado te roba no es nada agradable, por lo que intuyo que le sobra la pasta o ha recibido una gran noticia.

En cualquier caso, el hecho de saber que se me ha brindado otra oportunidad mejorará mi sueño de esta noche con todo convencimiento.

Todo marcha de cine: Marta no ha vuelto a quejarse, Alejandra dejó de mirarme como si fuera un marciano y el crío continúa creyendo que soy su héroe.

En la oficina, en cambio, las cosas parecen algo tensas. Semanas atrás Belinda tuvo una conversación muy potente por teléfono. Tales eran los gritos, que muchos creíamos que acabaría rompiendo algo y, a excepción de su privacidad, el mobiliario quedó intacto. Luego las malas lenguas contaban que había pillado a su novio poniéndole los cuernos con una chica a la que le doblaba la edad. Entiendo que un tío encuentre atractiva a una chica de 20 años, pero no me jodas, mi jefa está buena, o eso me parece a mí.

Soy algo especialito en cuanto a mujeres se refiere. A mí me va la autoridad. Y si a eso le sumamos una melena negra por encima de los hombros, ojos marrones muy intensos y unos labios apetecibles, de esos carnosos que dan ganas de morder, estamos ante la candidata perfecta. Aparte, he de decir que su atuendo de ejecutiva me pone bastante. La primera semana que empecé a trabajar en la empresa juro por Dios que no dejé de imaginármela en todas las posturas sexuales posibles. No sé por qué, pero lo cierto es que siempre me ha parecido una persona discreta que en realidad es muy fogosa en el dormitorio. Por supuesto, jamás trasladé esos libidinosos pensamientos a nadie, ni siquiera a Miguel Ángel, el portero que vibraba al hablar de ella. Nunca he visto algo tan evidente, de verdad. Si llega una carta para la señorita Hernández, corre desesperado escaleras arriba a pesar de que con su orondo cuerpo no debe de resultarle una tarea sencilla. Sudoroso y jadeando, suele esbozar una sonrisa tonta que deja en evidencia las ganas que tiene de ver a una mujer que está muy lejos de su alcance. Aun así lo comprendo, la jefa huele bien y está cañón, hasta yo subiría los cuatro pisos a gatas si me lo pidiera.

Pero hoy no es el día de cascársela pensando en la señorita Hernández. Tiene un mal humor de mil demonios y sólo faltaba decir o hacer algo que la pusiera todavía peor.

Acaba de salir de su despacho y con cara de perro le ha dicho a Mila que llame a Miguel Ángel. Luego me ha mirado a mí y ha soltado:

—Y tú, Jairo, dentro de un cuarto de hora ven a verme.

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