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Libby (Parte II)

—Vaya con el amiguito hetero... ¡Sí que estás bien equipado! En la ducha engañas, ¿lo sabías?

—Oye, me siento muy incómodo. Devuélveme la manta, por fa.

—¿Quieres ver porno lésbico del bueno?

—No sé si ahora me apetece una de tus recomendaciones. Se me ha ido el rollo por completo.

—¿Seguro? ¿Y si te digo que sería como ir al teatro?

Su ligue de la semana se apoyaba en la puerta del dormitorio y se reía mientras se acariciaba el abdomen con expresión pícara. Hubo un instante en el que creí que estaba soñando, pero no. Aquella propuesta era real.

No me lo pensé dos veces y seguí a la pareja hasta el salón. Libby me dijo el nombre de la chica, pero francamente no lo recuerdo. Las dos se besaron y luego, por turnos, los besos fueron para mí. Los cálidos labios de la pelirroja me volvieron loco. Llevaba tanto tiempo queriendo probarlos, que no pensé en absolutamente nada más que no formara parte de mi panorámica inmediata.

Se quitaron la ropa y me abstraje como si estuviera viendo un eclipse solar o algo así y, después de calentarme como nunca, me levanté dispuesto a acariciarlas y devorarlas si fuera preciso.

Debo reconocer que no saber a quién correspondía el pezón que percibía con la mano derecha, o cuál de las chicas andaba mordiéndome el cuello, resultó toda una experiencia. Pero cuando parecía que iba a probar el perfecto sabor que alberga la fantasía de hacer un trío con dos bombones de semejante calibre, van y comienzan a entretenerse mutuamente sin dejarme posibilidad de intervenir. Al parecer debía conformarme sólo con mirar y, aunque no lo encontré tan mala idea, lo cierto es que me llevé un ligero chasco.

No sé qué esperaba. Joder, que le van las tías. ¿En serio pretendía ser punto de interés turístico en el país de las lesbianas? Debería madurar de una vez y asumir que nunca nada es tan perfecto. Dos mujeres para mí... Si es que no puedo ser más ingenuo.

Me dediqué a mirarlas y también a memorizar cada uno de sus rasgos. Eran una auténtica obra de arte. Juntas en aquella expresión se me antojaron dos diosas con las tetas perfectas que se divertían ante los mortales procurando que ellos jamás supieran lo que es el verdadero sexo. Sentí que solo podía conformarme con imaginarlo, con experimentar un limitado placer. Mientras tanto, se entregaron en un lenguaje tan poético como empíreo. Y de pronto, en lugar de aprovechar el instante como un gorila salido que al fin cumple la fantasía de cualquier amante del cuerpo femenino, me fijé en la mirada de Libby. Sus expresivos ojos no dejaron sitio al misterio. Podría haberme deleitado con otra parte de su cuerpo, tan expuesto que rozaba la indefensión. Pero yo sólo admiré esas ventanas al infinito, plagadas de matices de colores otoñales donde el ámbar finalmente se convertía en un estallido de oro. Me elevé en una masa de aire caliente que interpretaba mi cuerpo como un papel ligero y dócil, trasladándolo de la paz absoluta al ardor más vehemente.

La chica que tenía la suerte de saborear a mi compañera de piso no parecía inquieta por alcanzar el éxtasis como ella. De hecho daba la sensación de estar disfrutando el triple sin necesidad de recibir nada a cambio de su esfuerzo. Mientras tanto, Libby me miraba. Hallé deseo en su expresión pero no se debía a mi persona. Que le diera morbo tener un testigo de su particular fiesta no significaba que quisiera algo conmigo.

Y al acabar la noche —más solo que la una, por cierto— me di cuenta de que tener una oportunidad con Libby era menos probable que ver volar a un bulldog francés.

Qué forma tan terrible de descubrir que estoy colado por una lesbiana. Y no, no es como en el porno.

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