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La trastienda (Parte II)

Yo vine a comprar un batido y de pronto me encuentro hablando de porno con la chica de la tienda de chucherías que tanto me pone. Y acaba de asegurarse de que la charla continúe sin testigos.

—Mira —dice con cierto entusiasmo al tiempo que muestra la pantalla de su teléfono móvil—, este es uno de mis vídeos favoritos.

En la instantánea, una chica rubia de ojos azules se quita la ropa ante un enclenque al que usa a su antojo.

—¿Has visto cómo impone disciplina? Esta actriz me encanta. Sería un sueño poder tener sexo con alguien así.

No sé muy bien qué espera que haga. Me tiene realmente en ascuas pero voy a seguirle el rollo a ver qué ocurre. Asiento como si la entendiera a la perfección.

—Te pareces bastante a ella, ¿sabes? —comenta mirándome fijamente.

—Bromeas, ¿no?

—No. Si fueras rubia serías clavadita...

—Créeme, no me parezco a ella, al menos en cuanto al cuerpo se refiere. Soy mucho más corpulenta y además...

—Espera.

Se dirige a toda prisa hasta uno de los pasillos y después de un minuto aparece desenvolviendo algo:

—Póntela.

El artículo en cuestión es una peluca, una de esas baratas que se usan en carnaval cuando la fiesta se aproxima y te pilla sin un disfraz decente.

Aun a riesgo de parecer una idiota con esa cosa estrafalaria en la cabeza, echo a reír y accedo a complacerla.

—¡Tachán! —exclamo riendo.

Acto seguido, se lanza sobre mí como una pantera hambrienta y me besa con ansiedad. Entre medias, va diciendo cosas que me resultan ininteligibles, pero estoy tan cardíaca que ni atención le presto.

—Vamos a la trastienda, Andrea —sugiere.

—Me llamo Irene, ¿eh?

—Estamos jugando a que tú eres Andrea Salas, ya sabes, la actriz que acabo de enseñarte...

Ok, esto es un poco raro, pero tampoco es que la chica de pronto quiera pegarme o algo así, por lo que asiento y sigo sus pasos.

No tarda en quitarse el suéter. Está delgada pero guarda sorpresas bajo la ropa. ¡Caramba, señorita, vaya amiguitas escondes!

Me dan ganas de lamerla de pies a cabeza. Está realmente buena: su piel no tiene ni una sola imperfección, suave como la seda, y un par de lunares al lado del ombligo me están gritando que es la hora de merendar.

—¿Qué quieres que haga, Andrea? —me dice entre jadeos.

A ver, Irene, estás con la tía de la tienda que a veces visualizas en tus fantasías. Anda completamente desnuda y dispuesta a hacer lo que le pidas. Piensa bien lo que vas a decir.

—Ponte de espaldas y apoya los brazos en esa pared.

Bien. La orden parece gustarle porque obedece con una sonrisa en los labios.

—Azótame —pide gimiendo.

¿Que la azote? ¿En serio? De nuevo hago lo que pide y es cuando la cosa se pone rara:

—Dime que he sido mala, Andrea. Anda, dilo.

Bien, Irene. Tenemos dos opciones: o le decimos que no te va participar en su peli porno de bajo presupuesto, o...

—¡De rodillas, sucia inmunda!

No sé cómo me he atrevido a decir tal cosa, pero curiosamente para ella ha significado un subidón de endorfinas. Acabo de coronarme como la ama en un reino de sexo dependiente y pelucas que brillan en exceso.

Y, como si de un sueño raro pero divino se tratara, me baja los pantalones y obra milagros con su boca. Va parando de vez en cuando para decir cosas como «no soy digna de ti», «es todo un honor poder probarte», «tú eres la reina y yo tu súbdita»...

Pese a que sus locuras logran estremecerme —la pobre en el fondo es casi tan insegura como yo—, reconozco que es muy diestra en el arte de complacer. Mueve muy bien la lengua, y de vez en cuando eleva esa mirada plena de deseo que logra desordenar cualquier equilibrio cósmico. Me pierdo en sus pupilas al tiempo que detengo un gemido, como si el hecho de estar a escondidas le otorgase mayor placer al asunto, pero conforme pasan los minutos, decido dejarme llevar, por muy friki que me esté pareciendo todo.

Es llamativo descubrir cuánto guardamos tras nuestras fachadas, a veces imperfectas e inaguantables, sólo por temor al juicio que otros puedan realizar. Desirée es una de tantas que se avergüenzan de sí mismas, que prefiere exponerse como esa tía borde practicando la desidia como modo de vida mientras en sus sueños es sometida por una rubia corpulenta. Y, aunque fetiches raros tenemos todos —servidora siente debilidad por la decadencia—, llama la atención que, cuando menos te lo esperas, el destino te ponga frente a alguien con gustos casi tan extraños como los tuyos haciéndote ver que incluso los raros pueden entenderse en un mundo aburrido y poco estimulante.

Sé perfectamente que esto se trata de una fugacidad, el brillante chispeo de una bengalita de cumpleaños, lo cual hasta me parece en cierta medida preferible. Es probable que esta sea una señal para dejar de venir a la tienda, o puede que el universo esté gritándome que deje de merendar porquerías.

Y sí, pienso ponerme a dieta, pero ya mañana si eso.

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