La ortodoncia (Parte I)
—Dios, pero ¿cómo puedes estar tan buena y moverte así de bien?
—Te gusta, ¿eh? Mami sabe bailar...
De todas mis pacientes, Ania era sin duda la más sexy. Sus anchas caderas y esa naricita a lo Elizabeth Montgomery en la mítica serie "Embrujada" me volvían loco.
Siempre conseguía encenderme, bastaba una mirada sugerente o un comentario picante para tenerme a sus pies. Controlaba totalmente la situación, algo que yo asumí desde el primer momento con una sonrisa en los labios.
Pese a la innegable conexión que existía entre ambos, las cosas no avanzaban. Supongo que el hecho de que ella estuviera casada complicaba un poco todo —sarcasmo—. Y no comprendo por qué no dejaba a ese imbécil, quien acostumbraba a esperarla en la salita mientras su dentista le «ajustaba las piezas», prestando más atención a su teléfono móvil que a saber qué cavidad de su señora era examinada. No me extrañaba que Ania buscara azúcar fuera de casa, lo comprendí en cuanto vi a su marido . Nunca he entendido cómo un tipo que aún no llega a los cuarenta deja de preocuparse por su físico: calvicie incipiente, manos poco cuidadas, una barriga amenazando con crecer varios centímetros año tras año... Lo normal sería salir corriendo.
Y no se confundan, no soy uno de esos tíos artificiales que lo reduce todo al físico. Para nada. De hecho, lo que más me molestaba de aquel individuo probablemente fuera el modo en que la trataba cada vez que salía de la consulta. Era un soso insoportable, uno de esos tíos que no sonríe por temor a que le cobren de más. En cambio ella era tan alegre... Solía decir que no estaba conforme con su cuerpo, pero yo la encontraba espectacular. Me encantaba que su figura no fuera perfecta, o dicho de otro modo, que no correspondiera a esos patrones establecidos como normativos. Quizá su piel no era tan firme como la de otras chicas, ni sus pechos todo lo grandes que ella hubiera querido, pero aunque me cueste asimilarlo, estaba coladísimo.
No es que me avergonzaran mis sentimientos, sencillamente nunca había experimentado algo así con nadie, y supongo que el hecho de tener que aceptar por narices que ella nunca dejaría al cenutrio de Paulo —el marido despojo—, me molestaba sobremanera. Y me sigue molestando.
Llevaba un vestido floral muy favorecedor. Lo que me gustaba del mismo es que era muy fácil de levantar. Ania sabía cuánto me ponía la lencería rosa y ese día se había puesto un conjunto estampado con el que despertó a la bestia que llevo tras la bata blanca.
Sonrió descarada, exponiendo la ortodoncia y además su espectacular desparpajo. Estaba sentada sobre mí, cabalgando cual amazona dominante, riendo porque seguro que ya había advertido mi indiscutible rendición.
Apretado en el calor de sus piernas, me limité a contemplarla extasiado, al límite de mi aguante y acariciando con ansiedad cada fragmento sin cubrir por el vestido. Ella me miraba entre jadeos, sabiendo que debía guardar silencio para que los pacientes que esperaban en la sala no creyeran hallarse en el hall de un club de mala reputación. Eso me gustaba, aguantarnos los gemidos mientras jugábamos al límite sin mayor frontera que una simple puerta que nos separaba del resto del mundo. Si esos frígidos aburridos que se alarmaban cuando me veían usar el instrumental supieran lo bien que uno puede pasárselo entre estas paredes...
La boca de Ania ya estaba totalmente corregida, apenas dejara de cabalgarme tenía previsto darle la buena noticia y quitarle la ortodoncia. Ese día estaba especialmente entusiasmada, y aprovechando sus embates me deleité con el movimiento de sus senos, divinos montículos que se me antojaron flanes a la hora del postre.
Me puse morado, y eso que no tenía caramelo al alcance.
Ese día casi destrozamos la consulta. La tomé de la nuca y no sé cómo lo hizo pero acabó introduciendo mi pulgar en su boca. Verla chuparlo con tanto deseo me transportó de inmediato a otra realidad. Me daba igual que alguien pudiera entrar y verme de aquella guisa, con los pantalones por los tobillos y la cara de pervertido, completamente extasiado. Con Ania me sobraba el mundo entero. Me estremecían sus ojos cargados de lujuria, y aunque me esmerase en mantener mi expresión de placer bajo control, era imposible no temblar y soltar ese «uh» que tanta gracia le hacía. Solía compararme con un simio satisfecho. Cuánto me gustaba que fuera tan insolente y cuánto la echo de menos...
Acudir al trabajo ya no ha vuelto a ser lo mismo desde que, bueno, desde que pasó lo que pasó.
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