La asignatura pendiente (Parte I)
—Espera, Marcos —solicitó ella—. Estarán al llegar...
—Ya no aguanto más, cariño. Déjame al menos meter los dedos.
El chico jadeaba descontrolado, como si sus manos ardieran y el único modo de apagarlas fuera introducirlas en la ropa interior de su novia. Entre gemidos, la pareja procuraba llegar lo antes posible al orgasmo, sabiendo que la casa en breve estaría llena de invitados y los ruidos típicos que se producen en una cena de Navidad.
Adoraba la sonrisa de la muchacha. El perfilado natural de sus labios se le antojaba obsceno y a la vez encantador, contagiando el placer cuando éstos dejaban salir su nombre en forma de gemidos. Lamió sus caderas, las mismas que ella se empeñaba en ocultar con faldas largas o camisetas holgadas, como si su voluptuosidad pudiera ofender a alguien. Inflamadas debido a sus embates, las apretó con ambas manos, sintiendo la presión de un mundo entero contra la pelvis.
En dos meses de relación habían logrado entenderse a muchos niveles, sobre todo en la cama, algo que para Marcos era una absoluta novedad. Sus anteriores noviazgos no funcionaron en ese aspecto, quizá porque ellas esperaban a un amante más dulce. En cualquier caso, ahora todo marchaba sobre ruedas, y estaba decidido a formalizar las cosas.
Davinia consideraba que aún era pronto para presentar a su novio en casa, pero tal fue la insistencia del chico que sintió que éste iba en serio y quiso complacerle. Escogió el día de Navidad porque sabía que al estar rodeada del resto de la familia su madre no armaría uno de sus conocidos berrinches. La mujer era un poco controladora y, empeñada en que su hija no cometiera los mismos errores que ella, solía mostrarse rígida y bastante reticente ante la idea de que saliera con chicos. Pero después de estar viéndose clandestinamente con Marcos, la joven comprendió que era absurdo continuar mintiendo.
Al advertir movimiento en el salón, la pareja salió del dormitorio en actitud relajada. Era la primera vez que la niña de la casa presentaba a un novio, por lo que la familia sentía especial curiosidad.
Hechas las presentaciones, el muchacho se mostró amable y muy hablador. Con rapidez se ganó el beneplácito de primos, tíos, hermanos y abuelos, pero su sensación de triunfo cambió en cuanto se halló frente a la madre de la novia.
Úrsula era profesora de inglés en el instituto, una mujer bien parecida que a sus cincuenta años todavía conservaba la cintura de los veinte. Ambos se conocían de entonces, claro que ninguno esperaba encontrarse en aquellas circunstancias. Sin embargo, lejos de decirle que lo recordaba como un pésimo alumno, se limitó a saludarle fingiendo una sonrisa.
El sudor recorrió la espalda de Marcos en cuestión de minutos. Todos conversaban en un ambiente distendido mientras él hacía lo imposible por esquivar las miradas de su suegra. No lo hacía porque hubiera sacado un 3 en su última evaluación de inglés, de hecho, ya tenía asumido que por más que estudiase sus habilidades a la hora de aprender idiomas continuarían siendo muy limitadas —en realidad, más bien nulas—. Los motivos eran otros, y, para comprenderlos mejor, tendremos que viajar un poco en el tiempo.
Febrero de 2016. La tarde, inesperadamente soleada, invitaba a pasear por el parque en lugar de terminar los deberes de Historia. Aunque Marcos nunca se caracterizó por ser tímido, ese día sólo quería aislarse, olvidar el agobio que implicaba tener a su hermano de visita en casa. El chico, con tendencia a preguntar más de la cuenta, se había pasado la última semana entrometiéndose en sus asuntos y toqueteando sus cosas, haciendo que el más joven de la familia estuviera a punto de perder los estribos.
Para evitar el conflicto, Marcos tomó sus auriculares y puso en su móvil la lista de reproducción que contaba con canciones de Bruno Mars y The Weeknd, preparado para ir andando hasta su parque favorito.
Algunos viandantes compartían charlas relajadas, otros jugaban como niños elevando sus raquetas de bádminton. El movimiento del volante de un lado a otro parecía un baile al compás de la música que estaba escuchando. Antaño él también jugaba allí, sólo que, en vez de raquetas, él prefería usar un balón de fúbtol. Pasaba horas en el sitio, sudando y cogiendo más de un catarro cuando la tarde llegaba a su fin.
Pero aquel día se limitó a mirar cómo dos muchachas empleaban su tiempo en realizar un juego algo anodino y falto de intensidad.
Estaba ensimismado, atendiendo al entorno mientras Bruno Mars entonaba las notas de "Grenade", cuando unas manos dieron unos toquecitos en su hombro. Al girarse y comprobar que la profesora de inglés reclamaba su atención, se quitó los auriculares y regresó a la realidad.
—Marcos, ¿ya hiciste los deberes de Historia? —intervino ella sin siquiera saludar.
—¿Cómo sabe que los tengo? —preguntó atónito.
—Los profesores hablamos entre nosotros, no somos entes mudos, querido.
El chico negó con la cabeza para poco después dirigir sus ojos a otro punto del parque, deseando que la mujer no siguiera insistiendo en el tema. Úrsula se dio cuenta de que algo no andaba bien, pero en lugar de preguntar qué motivos lo habían conducido a querer aislarse, se limitó a invitarle a tomar un batido en una cafetería próxima.
Marcos aceptó atendiendo al borde del sujetador de encaje de la mujer, que se salía levemente de la blusa. No es que entre sus fantasías destacara el hecho de montárselo con alguien mayor que él, pero lo cierto es que más de una vez se masturbó pensando en los endurecidos pezones de la profesora mientras daba clase. Todos los alumnos lo comentaban, que esos dos puntos erectos eran un espectáculo cada mañana, sobre todo a primera hora, cuando el frío aún empañaba las ventanas del edificio. No era nada importante, pero para un adolescente con las hormonas en plena ebullición, los verbos irregulares eran más interesantes si los enunciaba alguien que tuviera buenas tetas.
Entusiasmado con la idea de seguir mirándole el travieso escote, procuró no ser demasiado evidente, bajando la vista a ratos, especialmente cuando ella atendía a algún punto del local.
Sorprendido por una de sus dolorosas erecciones, se colocó la chaqueta en el regazo y rezó por no ser descubierto en algo tan vergonzante.
La profesora hablaba de la importancia de ser responsable, de la necesidad de plantearse el futuro ahora que podía y no cuando fuera demasiado tarde. Sin embargo, Marcos, quien asentía alguna que otra vez para no parecer un maleducado, seguía concentrado en el caprichoso temblor de sus pechos mientras gesticulaba con los brazos al hablar. «El cielo está detrás de ese sujetador turquesa» pensó él. Comenzó entonces a acariciarse por encima del pantalón, luchando contra su lado más prudente, que le decía a voz en grito que se comportara como una persona normal.
—No estoy echándote la bronca, Marcos. Sólo te aconsejo... ¿Me estás escuchando? —preguntó Úrsula.
—S-sí —dijo a tiempo.
—Se ha hecho de noche enseguida. Venga, acábate eso y te llevo a casa.
«Dios mío —pensaba él—. ¿Y ahora cómo vas a levantarte con el motor a pleno rendimiento?»
Asintió y bebió su batido a sorbos lentos, queriendo alargar el instante mientras aceptaba el hecho de que su erección no bajaría tan fácilmente.
—Marcos, tengo que corregir unos exámenes. Por favor, apura esa bebida de una vez.
—Sí, señorita Álvarez.
La mujer usó las dos manos para sacudirse el cabello, cosa que consiguió abrir otro de los botones de su blusa, dejando a la vista el centro de su sujetador, algo que la versión salida de Marcos no se perdió por nada del mundo.
—Oh, por Dios —dijo ella abrochándose de inmediato—. Creo que debo dejar de tomar batidos una temporada si quiero que esta blusa vuelva a quedarme como antes.
Riendo como si se hallara ante un cómplice, se puso la chaqueta. Eso excitó más aún al desmelenado alumno que, usando su abrigo, continuó cubriéndose hasta llegar al coche.
—¿No tienes frío? Debes estar helado —comentó la mujer atendiendo al hecho de que llevaba mangas cortas.
—Estoy bien —respondió a punto de dentellar.
Al llegar al vehículo, ella abrió las puertas traseras y situó su chaqueta ahí. Solicitó entonces que el menor hiciera lo mismo y él, tras entregar su abrigo y deseando que la tierra se lo tragase, se subió de inmediato al asiento del copiloto cruzando las piernas en lo que se le antojaba una tortura insoportable.
Emprendieron rumbo hasta la casa del chico. De camino, Úrsula se percató de la extraña conducta de su acompañante y, considerando oportuno indagar al respecto, se detuvo en una zona poco iluminada con la intención de hablar:
—Sabes que si tienes un problema has de contárselo a alguien. No tiene por qué ser a mí, pero quiero que sepas que si me lo dices haré lo posible por ayudarte.
—¿Por qué lo dice? —cuestionó más incómodo que nunca.
—Escucha —la profesora le acarició la cara y aquella proximidad elevó aún más su deseo—, no pasa nada por contar lo que a uno le pasa. No se acaba el mundo, ni se es menos hombre por eso.
—No me sucede nada, señorita Álvarez.
La presión estaba llegando a su límite, así que, queriendo evitar mancharse los pantalones, o peor aún, la tapicería del coche, solicitó que por favor continuaran el trayecto.
—¿Ahora tienes prisa? No me dirás que es para hacer los deberes de Historia, ¿eh?
El comentario le hizo gracia, pero relajarse tenía sus desventajas en ese momento, por lo que, después de esbozar una leve sonrisa, dijo:
—Mi casa no está lejos. Iré andando.
—Marcos, espera. ¿He hecho algo malo? Le caigo mal a todo el mundo y no sé muy bien por qué.
—Claro que no, señorita Álvarez. Yo...
—¿Y por qué has estado tan raro toda la tarde?
Entonces, la mujer atendió a que el muchacho trataba de cubrirse con los brazos en una postura incómoda y nada natural. Pensó que habría robado algo en el bar, así que, exponiéndose autoritaria y con el deber de corregirle una conducta tan reprobable, espetó:
—Marcos Rodríguez Calvo, ¿qué escondes ahí?
*Imagen de Theresa Otero (Pixabay)
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