La acampada (Parte II)
Antaño me habían pasado cosas raras con otras chicas. Me viene a la memoria Celia, una muchacha monísima que tomó la iniciativa con un Juanjo bastante menos curtido que ahora. El sexo con ella fue agitado y hasta sucio, por lo que saber después que la chica esperaba algo más me resultó un poco confuso. Yo pensaba que sólo quería divertirse, como yo con Silvia aquella noche, de quien me hubiera esperado cualquier cosa excepto un te quiero saliendo de sus labios.
¿A qué venía semejante confesión? Casi ni nos conocíamos, por el amor Dios. Y a todas estas: ¿cómo se supone que se debe reaccionar en una situación así?
Supongo que podría haber respondido con honestidad, decirle que me parecía toda una locura absurda que me dedicara esas malditas palabras, dadas las circunstancias. Podría haber sido claro y confesar que yo sólo quería divertirme, compartir una noche y ya está.
¿Y qué hice finalmente?
Me acosté con ella de nuevo.
Pasamos la noche entre orgasmos y posturas que me costaron agujetas y más de un moretón en las rodillas. Me dejé llevar porque creía que, pese al incómodo comentario, mi silencio hablaría por sí solo. A fin de cuentas, alguien con cierta inteligencia sabría interpretar mi posterior distancia como un claro rechazo.
Pero Silvia no lo entendió.
El lunes, al volver al trabajo, me saludó como siempre: sonriendo y en su línea amable, igual que al resto.
«Todo ha quedado claro» pensé ingenuamente. Luego llegó el descanso y nos lo montamos dentro de uno de los furgones. Estábamos desatados, hirviendo de deseo y, aunque aquel encuentro fue un «aquí te pillo, aquí te mato», como se suele decir coloquialmente, Silvia consideró que era una oportunidad única para afianzar nuestra relación:
—Te quiero, gordito.
«Esto no puede estar pasando —me dije angustiado—. Tienes que ser sincero antes de que la cosa vaya a más».
—Escucha, Silvia —expuse mirándola a los ojos—. Tenemos que hablar.
—Dime, cariño.
El jefe había vuelto y dejamos la conversación para otro momento. Tampoco era plan de que todo el mundo se enterara del polvo que acabábamos de echar en el trabajo, de modo que quedé con ella al final del turno.
Yo quería que nos viéramos en un bar próximo, donde la plantilla habitualmente desayunaba. Era un sitio que solía tener clientela, por lo que me pareció un sitio adecuado para poner fin a la confusión de la chica. ¿Por qué lo creí adecuado? Sinceramente me aterraba que me arreara un guantazo y quizá habiendo gente controlaría el impulso de hacerlo.
La cosa no fue fácil. Empezamos tomándonos un café y, como la charla estaba siendo agradable, alargamos la cita y convertimos la merienda en cena. Me divertí un montón, la verdad. Tanto fue así, que no tuve las agallas de decirle que yo no la quería.
En su lugar nos fuimos a mi casa y volvimos a acostarnos.
Resulta increíble el poco autocontrol que uno puede tener cuando encuentra a alguien compatible en el sexo. Me encanta el modo en que Silvia se desnuda, la expresión ardiente que esboza casi sin gesticular.
Vamos, que me pone muy cerdo.
Pero, aun a sabiendas de que decirle a Silvia la verdad implicaría que me cerrara el grifo de los placeres, lo correcto es lo correcto.
Lo malo es que nunca encuentro el instante adecuado. Me gusta estar con ella, mucho. Es complaciente y divertida, dos cosas muy difíciles de rechazar. Nuestros encuentros han comenzado a ser muy frecuentes, tanto que a veces pasamos hasta fines de semana enteros en mi casa. Y todo fluye con naturalidad, salvo cuando ella entona el latoso «te quiero» sin obtener respuesta por mi parte.
Nunca me ha exigido que pronuncie esas palabras, pero el hecho de no corresponderla me hace sentir mal conmigo mismo. ¿Es ético continuar esto sin aclarar los propósitos de cada uno?
Yo esperaba que en algún momento fuera ella quien iniciara la conversación. Supuse que con el tiempo la impaciencia lógica de alguien que está enamorado surgiría en modo de reclamo, la oportunidad idónea para sincerarme y dejar las cosas claras.
Pero mi cobardía se ha convertido en una losa pesada, así que, conforme pasan los meses, más complejo se vuelve enfrentarme a la situación, de manera que postergo y postergo el asunto y continúo dando esperanzas a la pobre Silvia.
Tengo miles de frases para iniciar esa charla y me he propuesto hacerlo lo antes posible, de veras. En cuanto volvamos de la casa de sus padres este fin de semana, que tenemos comida familiar, seré sincero y le diré cuanto pienso. Iba a decírselo el lunes, pero cuando se levantó la falda y me enseñó sus bragas nuevas decidí dejarlo para otro momento.
El problema es que se ha comprado cinco más y, claro, cada vez que me las enseña, me vuelvo a encontrar en la misma tesitura. Soy todo un procrastinador, qué le vamos a hacer.
Creo que mientras no le diga «te quiero» no podrá acusarme de mentirle, ¿no? ¿O acaso me estoy mintiendo a mí mismo? ¿Tienen tanta importancia las palabras?
Sea como fuere, he de irme. Llego tarde para conocer a mis suegros, digo, a los padres de Silvia, la chica con la que únicamente tengo sexo...
Ay... No me lo creo ni yo.
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