La acampada (Parte I)
¿Cuántas veces había tenido una oportunidad así? Yo juraría que ninguna. A lo largo de mis veinte años nunca hice una acampada donde hubiera chicas. Siempre eran con mis hermanos o con los amigos del instituto, por lo que el hecho de tener a Silvia como compañera de tienda me pareció excitante y muy prometedor.
Resultaba difícil controlarse ante la rubia de culito respingón. No es que la viese como un objeto sin más, pero mi entrepierna sufría unas descargas insoportables cada vez que coincidíamos. Y encontrármela a todas horas, ya fuera en el trabajo o en el lugar donde quedábamos mis amigos y yo, no facilitaba la tarea.
Días atrás había percibido cierto interés en ella cuando, embalando unas cajas que teníamos que cargar en el furgón, se pasó la lengua por el labio inferior sin dejar de mirarme. Lástima que el jefe pululara justo esa mañana por el almacén, que si no...
Aun así, me parecía demasiado evidente decirle que fuéramos solos al campo, de modo que invité primero a unos compañeros de trabajo y a dos amigas suyas. En total éramos seis y, teniendo en cuenta que sólo disponíamos de tres tiendas de campaña, la diversión estaba asegurada.
Repartidos en dos coches, nos pusimos en marcha. El sol asomaba tímidamente entre la arboleda, que se volvía más espesa conforme nos acercábamos a nuestro destino. De vez en cuando echaba la mirada al asiento trasero por el espejo retrovisor y me encontraba de lleno con los preciosos ojos de Silvia, que sonreía picante mientras apartaba con delicadeza el cabello de su rostro.
Al llegar al sitio, plagado de vegetación y un silencio balsámico, nos instalamos con rapidez, temiendo que la oscuridad nos cogiera desprevenidos sin las tiendas montadas.
La Sierra se volvía más húmeda y glacial con el transcurrir de las horas, de modo que, a toda velocidad, hicimos una hoguera —que costó horrores prender a causa del frío— y cenamos. Entre risas, cervezas y algún que otro roce tonto bajo una manta colocada estratégicamente para que Silvia estuviera pegada a un servidor, acabamos firmando un pacto bajo las estrellas.
A eso de las cuatro de la madrugada decidimos meternos en nuestras respectivas tiendas. La rubia de mis sueños se instaló conmigo y, sin meternos en los sacos de dormir, ya andábamos abrazados con la excusa de darnos calor mutuamente.
Me encantó su picardía cuando, sin un ápice de timidez, enrolló sus piernas a las mías y movió las caderas levemente, rozándome sin piedad mientras el bulto de mis pantalones crecía por segundos.
La noche se convirtió entonces en una oda al placer. Subida sobre mí, Silvia se desprendió de la ropa, ajena al frío externo y desinhibida como nunca la imaginé. Estuve tenso hasta que alcancé con los dedos el bolsillo delantero de la mochila, lugar donde guardaba los preservativos. Fue entonces cuando me relajé y disfruté al máximo.
Por fin veía su cuerpo, el que tantas veces había visualizado, y he de decir que me gustó más que el aparecía en mis fantasías. Todo en ella era proporcionado, agradable al tacto y a la vista. E incluso al gusto.
Mordí sus labios con delicadeza al tiempo que mis manos deambulaban por su espalda, erizándole la piel en un ejercicio que se me antojó de lo más erótico y relajante.
Besé su cuello con detenimiento. Ella jadeaba, intentando no elevar demasiado la voz. Nuestra pretensión era ser discretos, no como la tienda de al lado, que menudo escándalo armaron.
A lo que iba, era mi momento y no lo desperdicié. Verla cabalgar sobre mí fue toda una experiencia; ella lidiando con sus rizos alborotados y yo intentando no acabar antes de tiempo.
Me concentré en su boca, tan tibia y dulce, semiabierta en cada acometida; ardiente y meticulosa, consciente de que tiene todo bajo control.
Estaba penetrándola y, sin embargo, necesitaba más. Mucho más. No sabía ya cómo pegarme a ella, así que, mientras se movía sobre mí, me aferré con los brazos a su cintura, memorizando el olor de su pelo y limitando el impulso de gemir en voz alta.
Llegamos juntos al clímax, algo que no me había sucedido nunca, la verdad. Y debo decir que fue grandioso.
—Ha sido increíble, cariño —dijo ella al acabar.
En ese momento no me extrañó que me llamara así. Silvia siempre fue muy dulce, solía emplear apelativos tiernos cuando se dirigía a otros compañeros de trabajo, y también al tratar con clientes o amigos. Así que no advertí la señal de peligro en ese «cariño».
Craso error.
—Qué bien se está aquí, ¿eh? —agregó mientras yo reposaba sobre su abdomen—. Pocas cosas son tan agradables como la paz que se respira en el monte.
Yo asentí y continué respirando tranquilo, dibujando con la yema de los dedos el borde de su ombligo.
Todo estaba bien, de fábula, en serio. Pero entonces de su preciosa boca surgieron las siguientes palabras:
—Te quiero, Juanjo.
En ese instante me dieron ganas de separarme de su cuerpo como si me hubieran arrojado un cubo de agua helada. ¿Cómo podía decir algo así?
*Imagen de Pexels (Pixabay)
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