Húmeda
*Imagen de Gabisajr (Pixabay)
Caminaba erguida y segura de sí misma, luciendo ese pantalón que normalmente acaparaba miradas y más de un suspiro. Patricia, enamorada de la moda —sobre todo de los zapatos altos—, ese día escogió unos tacones de vértigo, convencida de que con ellos sus piernas se verían bellas y eternas. «Una estética perfecta para un trabajo perfecto», pensó.
Llevaba algún tiempo soñando con tener una oportunidad en la empresa de sus sueños, por lo que, sabiéndose óptima para el puesto, obvió los crujidos de sus tobillos y abrazó aquel registro sofisticado.
La lluvia de la noche anterior dejó tras de sí un panorama grisáceo y frío, pero nada podría opacar a la brillante Patricia cuyos enérgicos andares no pasarían inadvertidos entre el resto de viandantes.
Apenas acababa de salir de casa y las miradas —la mayoría de hombres— se fueron multiplicando sin control. Un muchacho de ojos verdes comenzó a grabarla con su teléfono móvil, como si la joven fuera un entretenimiento digno de registrar y, pese a que en otro instante su desmesurado ego habría disfrutado del descarado evento, ahora sólo podía pensar en su entrevista de trabajo.
Aun así fue consciente de que aquella camisa blanca, cuyo tejido se pegaba a la piel como una capa ligera y casi transparente, dejaba en evidencia la forma que adoptaban sus pezones al frío, endurecidos y cada vez más marcados. Lo lógico habría sido llevar consigo un abrigo impermeable, pero no se arrepentía de haber escogido tal atuendo. La oportunidad bien merecía sufrir un poco y pensaba que, de obtener el puesto, pillar un ligero resfriado no sería tampoco tan grave.
Cada vez eran más los ojos que la atalayaban. Tan abrumada se sentía, que hasta jadeó levemente aunque apenas fuera perceptible para aquellos individuos. Ruborizada, apartó con con delicadeza el flequillo de sus ojos para atender con mayor claridad a las caras de sus acompañantes, cosa que pareció divertir a un par de ellos que la miraban sonriendo. Habían advertido su vergüenza y entonces se consideró a sí misma una distracción interesante en un inicio de jornada que a priori no parecía diferente al de otras mañanas.
Tuvo entonces sentimientos encontrados al respecto. Nunca le ofendió que un hombre guapo la observara fijamente, pero en ese momento se sentía expuesta, con la camisa cubriendo a duras penas los desnudos pechos salpicados por una llovizna inesperada, cada vez más erectos, alterados por las miradas de esos extraños que ya no ocultaban sus impresiones.
Ni el frío ni la ansiedad evitaron que se acalorara. Con la piel erizada como si esperase que en breve uno de esos hombres fuera a aproximarse, percibió una humedad inesperada. Y pensó que si aquel sujeto se hubiera acercado sin duda se habría aferrado a sus brazos, incluso a sabiendas de que no debía fiarse de desconocidos.
Estaba húmeda, más bien empapada, de hecho percibía cada vez más mojado el pantalón: «Es culpa tuya», se reprochó. «Tuviste la opción de ponerte otro atuendo, pero no, tú querías llevar estos zapatos porque te volvían sexy. ¿Y ahora te avergüenzas?». Suspiró deseando que el tiempo avanzara rápido: «No siempre controlamos nuestros cuerpos, pero justo has tenido que caerte sobre un maldito charco».
Finalmente uno de esos chicos la ayudó a levantarse, cosa que agradeció mientras maldijo su torpeza y también su mala suerte.
¿Qué creían, mal pensados? Maduren, no todo se trata de una película porno.
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