El señor Bailén (Parte I)
—¿Te gusta así? Adoro tu piel...
Claro que me gusta, lo sabe perfectamente. Me revienta tener que admitir que me vuelve loca el sexo con un hombre que me dobla la edad. Y ni siquiera es un bombón maduro, se trata de un tipo normal, un sujeto con el pelo largo que me pone bruta y no sé por qué. Bueno, me gustan sus manos, y también cómo las usa. Si al final va a ser verdad eso que dicen de que la experiencia es un grado. Es un hombre interesante, culto y dulce, capaz de mutar a esa bestia que me excita hasta límites que desconocía.
La Universidad nunca fue tan divertida como empezó a serlo hace tres meses. Cuando recibí la noticia de que la profesora Álvarez se retiraba temporalmente debido a su baja por maternidad, quise golpear una pared. La asignatura que imparte es justo la que vengo arrastrando desde primero y, creyendo que después de cuatro años ya estaba preparada para superarla, van y me cambian de profesor.
Todavía recuerdo cómo entró el señor Bailén el primer día. Algo desaliñado, cargaba con una mochila raída y pantalones vaqueros rotos. «Ya no eres un jovencito para vestirte así», pensé. Pero en cuanto abrió la boca y se presentó, supe que su alma era tan joven como intensa. Mostraba entusiasmo cuando veía que atendían a su discurso, en cambio, si sentía que le ignoraban exponía esa cara de bicho mosqueado que hubiera espantado a cualquier mujer con dos dedos de frente.
Y por eso yo me arrojé a sus brazos.
La primera vez fue muy rara. Repasando algunos textos en su despacho, aspiré su aroma y acabé sujetándole de la pechera para besar sus escasos labios. Tiene una nariz enorme, de esas que automáticamente se relacionan con el tamaño de otras partes del cuerpo. Y vaya si se cumple...
Como bestias salidas, nos dimos el lote sobre su escritorio. Cuando le pregunté si no cerraba la puerta con llave, me dio la vuelta y me bajó los pantalones. Juro que jamás he estado tan fuera de mí. Ese hombre, que podría encajar en el perfil de monstruo de cuento, resulta que me pone a mil haga lo que haga. A veces es dulce y encantador, acariciando con una ternura reconfortante, y otras se muestra como un animal salvaje, uno capaz de rasgar la ropa y morder con fuerza.
Lo curioso de todo esto es que cada vez que decido romper este circuito de sexo descontrolado, me sorprende con algo nuevo, algo que consigue engancharme hasta el próximo contacto con la cordura. Me cuesta mucho enfrentarme a su imagen, como si su autoridad en el aula se impusiera al hecho de estar tirándomelo cada dos por tres. Tiene unos ojos negros muy intensos, y siento que es capaz de analizarme con ellos hasta el punto de manipularme, adelantándose a mis pasos y gozando de la ventaja que eso supone.
Anoche quedamos en su casa. Es un soltero de esos sin intención alguna de sentar la cabeza, por lo que el pisito —que por no albergar vida no cuenta ni con una triste planta— resulta un rincón perfecto para nuestras libidinosas escapadas.
De nuevo protagonizamos uno de esos episodios carnales repletos de jadeos y palabras malsonantes. Por alguna razón que no logro entender, me gusta que emplee esos términos sucios que jamás permitiría a otro hombre dirigir hacia mi persona.
Una de dos: o estoy muy salida y por eso le consiento semejante lenguaje, o mi dependencia es más preocupante de lo que creía.
—¿Me prestas una toalla? —digo mientras él reposa sobre mi pecho.
—Luego. Ahora estoy ocupado —responde mientras con un dedo dibuja mis areolas.
—¿Ocupado? Si casi roncas hace un segundo... Dame una toalla, quiero ducharme.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro