El ascenso (Parte II)
Leo asintió con una sonrisa. Luego, cuando el jefe abandonó el sitio, se dio cuenta de la incómoda tesitura en que se hallaba y después de lanzar la papelera contra la pared, reprimió sus ganas de gritar.
¿Cómo iba a salir de aquel entuerto? Tomás había visto claramente a Leticia. Estaba seguro de que en el momento en que coincidieran la reconocería, pero llevarla consigo a la cena era sin duda una prueba de fuego. Necesitaba el ascenso. Lo quería y además se lo merecía después de acumular una mortal lista de fracasos.
Si le contaba lo sucedido a Leticia, ésta se cerraría en banda y no acudiría a la cena, por lo que esa opción quedaba radicalmente descartada. Hablar con Tomás tampoco parecía razonable. ¿Qué le diría? ¿Que había permitido que su futura mujer se tocara frente a un compañero de trabajo? ¿Eso en qué lugar lo dejaba a él? ¿Como un degenerado? ¿Y si lograba el ascenso? ¿Usaría Tomás aquel recuerdo para chantajearlo?
La jaqueca no se hizo esperar. Al llegar a casa, cargando sobre los hombros un peso tan condenado como invisible, atendió a su imagen frente al espejo. ¿Era muy descabellado asistir a la cena sin tomar ninguna medida previa?
Una parte de sí mismo —agotada y desbordando saturación— quería pensar que tal vez el asunto pasaría inadvertido, que Tomás no recordaría la cara de su chica y que ella no tendría por qué enterarse de la terrible deslealtad. Con suerte, ella sería tan encantadora como siempre y lo ayudaría a conquistar definitivamente a Matías, un hombre que sentía debilidad por las mujeres amables y sonrientes.
«Quizá si le sugieres un cambio de peinado a Leti el idiota de Tomás no la reconozca» pensó preparándose una aspirina.
—¿Te duele la cabeza? —intervino Leticia desde el otro lado de la cocina.
Sobresaltado, asintió y limpió con una servilleta parte del agua que había derramado debido al susto.
—Esa es la excusa de hoy, ¿eh? —dijo ella riéndose.
—No tiene gracia, cariño. Acabarás generándome un trauma con el tema.
—Es una broma.
—El viernes tenemos la cena de empresa —expresó sin titubeos.
—¿Tenemos?
—Matías ha invitado al marido de Noelia y dice que tú también debes venir.
—¿Qué te hace pensar que mi presencia evitará que le dé el puesto a esa insufrible? ¿Vas a hacerme pasar por ese sopor en vano?
Se detuvo a pensar. Que su novia no lo considerase capaz de ganarse el ascenso era muy deprimente y, pese a que tenía razón, no iba a ceder para darle el gusto.
—Vas a ir —enunció él—. Es lo único que te he pedido.
—¿Algo más?
—Sí, no vayas con el pelo suelto. —Ante la mirada interrogante de su interlocutora, agregó—: El jefe es algo maniático. Le va lo sofisticado, de modo que, si puedes, hazte un recogido. Ya sabes, algo sobrio.
¿Desde cuándo le interesaba la estética? Leticia iba a pillarlo, estaba seguro. Aun así, no advirtió en ella confusión ni desconcierto. Se limitó a asentir moviendo ligeramente la cabeza, como si justificara tan extraña conducta de su novio con la necesidad de alcanzar unos objetivos laborales viejos y aburridos.
«Así me ve ella: viejo y aburrido» se lamentó.
Tras unas caricias que de nuevo no pasaron de un contacto afectivo sin sexo de por medio, Leticia apagó la luz de la mesilla de noche y se disculpó por estar cansada.
La llama entre ambos se apagaba de un modo inexorable, igual que una fogata cubierta de nieve. El fin de la sexualidad en una relación no necesariamente tenía que ver con una ruptura para Leo, pero en aquel momento le resultó inevitable vincular ambos conceptos. ¿Estaba Leticia harta de él?
El viernes era un saco de nervios. La pareja, ya preparada para partir al restaurante pactado, no se dirigió la palabra hasta que, al llegar a su destino, se topó con un espejo en el ascensor.
El vestido púrpura de Leticia era muy apropiado para una cena de aquellas características aunque Leo considerase que tenía un escote algo pronunciado:
—Cariño, ¿voy demasiado provocativa?
—Qué va, estás muy guapa.
Al verla sonreír se dio cuenta de lo egoísta que estaba siendo. No haberle trasladado a su novia lo preciosa que iba hasta ese instante, era un signo evidente de su obsesión por el ascenso. Se sintió culpable, pero ahora tenía que centrarse en su objetivo. Ya habría tiempo de arreglar las cosas con su novia.
Las niñas de Noelia parecían saltimbanquis. Una daba volteretas en el recibidor mientras la otra cantaba la banda sonora de "La sirenita" dando brincos tras los camareros. Pese que a Matías le hacían gracia los críos, aquellos que eran rebeldes o maleducados solían sacarlo de sus casillas. Para Leo eran una nota de color en el grisáceo panorama que tenía delante. «Un punto menos para la credibilidad de Noelia» pensó. «Si no es capaz de controlar a sus propias hijas, ¿cómo podrá dirigir un negocio como este?»
Leticia, mujer observadora y extremadamente analítica, se percató de inmediato del cambio de actitud en su novio y, considerando que tal vez éste tenía más oportunidades de lograr el puesto de las que creía, se esforzó en parecer encantada de estar allí.
—Querida, eres aún más bella de lo que me imaginaba —expresó un Matías con aires de conquistador—. Tu marido no sabe la suerte que tiene.
—Gracias, aunque aún no estamos casados —sonrió ella.
—¿Ves como no es consciente de su suerte? Yo en su lugar no te dejaría escapar.
Leo encontró inofensivas las formas de su jefe, quien acostumbraba a elogiar a las mujeres con su verborrea innata. El canoso personaje insistió en que debían tomar asiento pese a que algunos trabajadores aún no hubiesen llegado. Era muy estricto respecto a la puntualidad, y como ya contaba con la presencia de quienes realmente le importaban, decidió iniciar la cena. Su impaciencia era de sobra conocida por sus empleados que, ubicados en sus respectivos sitios, aceptaron su decisión como una de sus muchas y ya legendarias excentricidades.
—¡Por Dios, niñas, sentaos!
Noelia iba perdiendo la compostura por segundos. Sus hijas, ajenas las órdenes, deambulaban por el restaurante molestando a otros comensales y limitando los movimientos de los camareros que, resoplando, trataban de mantener la calma para no golpearlas con las bandejas.
Leo sintió que estaba ganándole el terreno a su mayor rival, pero antes de poder sonreír satisfecho, atendió a la figura de Tomás al otro lado de la mesa. Absorto, contemplaba a Leticia sin medir su curiosidad. Pasó así varios minutos antes de comenzar a comer, dejando de manifiesto a través de su expresión que aquella cara le sonaba.
Sudando, Leo jugó a ser el perfecto sujeto a lo largo de la velada. De vez en cuando su novia le agarraba la mano bajo la mesa, como si fuera consciente de la tensión que estaba acumulando aunque no comprendiera por qué, pues la conducta de Matías revelaba que se sentía más cómodo con ellos que con Noelia y sus monstruitos.
Las crías llevaban una media hora discutiendo con su padre que, consciente de lo que se jugaba su mujer, procuraba, en vano, que las pequeñas dejaran de comportarse como diablos. Aburrido, Matías propuso a Leo que lo acompañara a fumar a la salida:
—Cuánta estupidez con los cigarrillos... En mis tiempos se podía fumar en cualquier parte, hasta el médico lo hacía en la consulta. Ahora dicen que es nocivo para la salud de los demás. Coño, nos envenenan con químicos por doquier y resulta que mi cigarro es peligroso. No me jodan...
—Bueno, como fumador puedo comprenderlo, pero si fuera padre no me gustaría que nadie fumase al lado de mis hijos —agregó Leo tras dar una calada.
—Pero no los tienes —dijo con rapidez.
—Sé que en ese sentido Noelia me supera con creces —se sinceró.
—¿Que te supera? —el hombre no pudo reprimir una risita— Las gemelas de El Resplandor son las absolutas jefas de esa casa. Si tuvieras hijos serían muy distintos a esas tiranas.
—Gracias por tener esa visión de mí.
—En realidad creo que sería Leticia la figura de autoridad. —Ante la mirada de decepción del chico, añadió—: Tú serías el padre afectivo, el consentidor, por decirlo de algún modo. Ella en cambio dictaría normas, mantendría el orden familiar.
—¿Y todo eso lo sabe porque ha compartido con ella un par de horas en una mesa?
—Lo supe desde los primeros diez minutos —rio—. Anda, no te quejes, tienes una mujer de escándalo y vas a ser jefe de una compañía. Deja de lloriquear.
Sí, había escuchado bien: jefe de una compañía. Sonriendo y secando unas lagrimillas inevitables, devolvió el apretón de manos a Matías y ambos apagaron sus cigarros para regresar al interior:
—Volvamos antes de que esos demonios con coletas destrocen el sitio.
—Creo que antes Leti les daría unas buenas nalgadas —dijo Leo feliz.
—A propósito de nalgadas, ten cuidado con el pájaro de Tomás. Ese impresentable se ha pasado la noche entera mirando a tu novia. Temo que quiera propasarse o algo así.
Se había olvidado por completo de aquel inepto, por lo que, casi en una carrera, regresó a la mesa temiendo que entre éste y su novia se hubiera producido una charla, cosa que por suerte no sucedió.
Aun así, Tomás no dejaba de mirarla con descaro, dispuesto claramente a acercarse y soltar algunas de sus archiconocidas burradas. Leo supo entonces que su figura sería todo un inconveniente y que más tarde o más temprano se vería obligado a tomar decisiones. ¿Qué era lo correcto? ¿Despedir al chico o ser honesto con su novia?
«Ser honesto con mi novia. Ser honesto con mi novia. Ser honesto con mi novia...» Aquella verdad, tan incómoda como cíclica, machacó sus sienes hasta que acabó la cena.
Algunos compañeros ya se habían marchado y sólo unos pocos seguían manteniendo charlas cada vez más pesadas, producto del cansancio. Como si fuera consciente de su derrota, Noelia fue de las primeras en abandonar la cena. Tenía la excusa ideal para hacerlo, y es que unas niñas deben estar en sus camas a una hora prudente. Muchos agradecieron en silencio que las pejigueras se marcharan al fin, y fue cuando, sin necesidad de notificarlo oficialmente, todo el mundo supo del ascenso de Leo. De haber hecho una porra entre ellos, la mayoría de sus compañeros habría perdido, pues antes de conocer a las gamberras de Noelia, se daba por sentado que sería ella la laureada jefa y no el soso de Leo.
Ya en el exterior y con la idea de regresar al parking, los empleados que aún seguían allí se despidieron del jefe dejando a la pareja a solas con él.
—Ha sido un absoluto placer conocerte, Leticia —expresó Matías mientras le daba dos besos.
—Lo mismo digo. Espero que nos veamos muy pronto. Quizá sin niños de por medio —rio ella.
—Por Dios, sí. No me hagáis sufrir otra velada como esta, os lo ruego —después de unos segundos, agregó—: Si este no te pide matrimonio, no dudes en llamarme. Te llevaré de luna de miel a Bora Bora.
—No hace falta estar casados para hacer un viaje así, Matías.
—¡Cómo me gusta esta mujer, Leo!
Los tres echaron a reír y, después de despedirse, se separaron en dirección a sus respectivos coches. El de Matías lo acababa de traer el aparcacoches, ellos en cambio debían dirigirse aún al parking, recorrido que Leo aprovechó para contar a su chica lo del ascenso.
—¡Qué buena noticia, mi amor! —celebró abrazándose a él—. Sabía que lo lograrías.
—Vamos, Leti. No mientas. Ha sido un milagro.
—Es verdad, pero me alegro igualmente.
—¡Hermano! —gritó Tomás desde su coche—. ¿También vosotros aparcasteis aquí?
Escucharlo y ver que se acercaba en lugar de meterse en el auto, hizo que el corazón se le acelerase de golpe.
—Qué guapa tu chica —dijo extendiendo la mano para saludarla—, mi nombre es Tomás. Somos compañeros en la oficina.
—Encantada, Tomás. Mi nombre es Leticia.
—Bueno —añadió sonriendo—, os dejo solos, parejita. Al final te ligaste a la tía buena del chat, ¿eh? ¡Eres un crack! ¡Jefe y encima acabas con el pibón! ¡Yo quiero ser como tú! —Vociferó una vez se acercó a su coche.
Ambos contemplaron sus maniobras para salir del parking y, una vez lo vieron bajar la rampa que conducía hasta la salida, Leticia preguntó:
—¿La tía buena del chat?
—Sí, cariño. —Tomó aire profundamente y se dispuso a contar toda la verdad—: Nos pilló en la oficina y, en lugar de apagar el ordenador, le mentí diciéndole que no te conocía de nada. Luego una cosa llevó a la otra y acabamos tocándonos contigo en pantalla. ¿Qué iba a hacer? ¿Decirle que eras mi novia y que andaba haciéndome pajas en el trabajo? Perdóname. No he podido pegar ojo desde entonces. Siento mucho que hayas tenido que descubrirlo de esta forma, yo... Me avergüenzo horrores de esto. En serio.
—¿Masturbaste a un compañero de trabajo? —preguntó horrorizada.
—¿¡Qué!? ¡No por Dios, qué asco! Él se tocó lo suyo y yo lo mío.
—O sea que ese tío y tú os inspirasteis mirándome a la vez, ¿es eso?
—Por favor, perdóname. Surgió de repente, yo... Estaba muy ido, me tenías a mil y no sé, me dejé llevar. Ahora me arrepiento.
—Dime algo: ¿te gustó?
—¿Qué?
—Que si fue satisfactorio...
—Sí, mucho —respondió algo desconcertado.
—¿Y para Tomás?
—¿Bromeas? No creo que haya visto a una mujer así en su vida... Estoy confuso, cariño.
—¿Por qué?
—Creí que ibas a enfadarte, quiero decir... Debí pedirte permiso para algo así. ¿No sientes que haya sido desleal?
—Si me lo hubieras preguntado, habría dicho que sí. No te tortures. No dudes en decirme las cosas, Leo.
Comprendió entonces que los problemas en las parejas no surgen de los cuernos, las mentiras o por invertir demasiado tiempo en el trabajo, sino que, a menudo, se pierde una costumbre muy saludable en las relaciones: la comunicación. Años de esconder sus deseos no facilitarían el propósito, pero acababa de comprender que si pretendía mantener a aquella mujer a su lado sólo debía complacerla en ese sentido. Leticia quería verdad y él estaba dispuesto a dársela.
Pese a que Matías había dejado todo listo para que un nuevo jefe se encargara de su negocio mientras él disfrutaba de la jubilación, se resistía a abandonar su despacho. A Leo no le importaba que el viejo fuera de vez en cuando, por lo que, después de trasladarle que su presencia era siempre bienvenida en la oficina, Matías sintió que aunque fuera únicamente para leer o hacer crucigramas, su despacho seguiría siendo un refugio para él.
Aquella tarde se presentó sin avisar, como siempre, y después de tomarse un café con el chico, se disculpó diciendo que debía coger una cosa de su despacho y marcharse antes de que su mujer lo quisiera echar de casa por no estar disfrutando de la jubilación como era debido.
Cerró con llave, un hábito ya enquistado en sus maneras, y tomó un libro del primer cajón del escritorio. Pero entonces, como si una fuerza se impusiera a sus obligaciones como esposo, encendió el ordenador y buscó en una carpeta llamada «documentos b».
Lejos de hallarse frente a un cofre de vergüenzas empresariales o registros de dinero negro, en realidad allí guardaba diez archivos, concretamente vídeos.
Durante dos meses se dedicó a espiar en los ordenadores de sus dos empleados más destacados: el de Noelia y el de Leo. Antes de tomar una decisión, quería constatar quien de los dos sería el sustituto idóneo, si alguno trapicheaba con su empresa o si guardaban secretos que le competían.
Su sobrino, un informático que prefería los trabajos clandestinos a realizar aburridas y legales programaciones, tuvo a bien hacerle aquel favor. Gracias a él no tendría que basarse única y exclusivamente en los peloteos de sus dos mejores empleados para tomar una decisión.
Pero entonces descubrió lo que un día el bueno de Leo había hecho en el trabajo. Ver a Leticia semana tras semana se volvió un ritual obsesivo y, embelesado con sus formas, consideró oportuno elegir a Leo. De ese modo serían frecuentes los encuentros con la encantadora muchacha, objeto de deseo del que se había encaprichado desde la primera vez que la vio en pantalla. Descubrir además que en persona demostraba ser no solo una mujer bella sino culta y divertida, consiguió enamorarlo perdidamente.
Quería una jubilación interesante y vaya si la había logrado.
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