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Cuestión de altura (Parte II)

No tengo ni idea de qué puede significar este hecho. Tal vez sólo haya querido seguir dejándome en ridículo, en cuyo caso será mejor que me relaje y deje de hacerme ilusiones. No quiero un chasco más, sobre todo con una tía que se permite el lujo de tocarme para después decirme que ni de coña tendría algo conmigo.

—Disculpa —digo en un amago de salir de allí—. Tengo que ir al servicio.

—Venga, te acompaño.

Bajando las escaleras me doy cuenta de que cuando estamos de pie mi cabeza le llega a la altura de las tetas, y eso sería muy práctico en un mundo donde las medidas no fueran tan importantes, cosa que ahora mismo no me consuela para nada.

Salgo prácticamente corriendo del sitio, y Eli me sigue.

—Sé que dije que iría al baño, pero en realidad quiero fumar —argumento enseñándole la cajetilla de cigarros—. He de salir del centro comercial, así que ve y sigue con la película si quieres, quizá tarde.

—Bah, no es tan buena —dice sin dejar de andar—. Me parece mucho más prometedor esto.

Trago saliva, pero he de reconocer que estoy esbozando una sonrisa de alivio. Puede que me precipitara a la hora de interpretar los gestos de Eli. ¿Y si al fin he encontrado a una chica dispuesta a salir conmigo? Estoy feliz, aunque seguiré siendo cauto. Hasta que ella no lo exprese claramente, continuaré en mi línea desconfiada, pues no me apetece que me den calabazas y que encima se rían de mí.

—Al otro lado hay un parque —expongo con fingida naturalidad—. A esta hora no suele haber niños toca narices.

—¿Y por qué no vamos a mi casa? —pregunta.

Me limito a asentir, ya que creo que si intento hablar la voz que surgirá de mi garganta será la de un niño de 9 años.

No puedo creer que me haya metido en un coche con una total desconocida. Si lo pienso detenidamente acabo de quedar del todo a su merced. No soy un Madelman que puede defenderse en caso de agresión, aunque si Eli decide enseñarme esas tetorras no voy a quejarme. Puede que hasta le pida que me «agreda» con ellas. En la cara, si no es mucho pedir.

¿Por qué estoy tan salido?

Llegamos a su casa. Al menos no mentía cuando dijo que acababa de llegar de Irlanda. Decenas de cajas se reparten por el espacio, otorgándole una imagen caótica al salón.

—Perdona por el desorden, pero hasta que no coloque todos mis trastos en su sitio... —se disculpa quitándose los zapatos—. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—¿No te apetece una cerveza?

—No bebo —sonrío.

—También tengo zumo de melocotón —dice sacudiéndose el pelo.

Joder. Se le mueven un montón las tetas al hacerlo y yo estoy ahora mismo experimentando eso que llaman momento zen: Tetas, tetas, tetas, tetas...

—Gracias, no hace falta —resuelvo tragando saliva—. Bonito piso.

—¿Te molesta que sea tan directa?

Arrea.

—¿Directa? Bu-bueno... Cada uno es como es —digo con voz aguda.

—Eres tan rico...

Me acaba de besar. Lo ha hecho. Sigue haciéndolo y, uf, su lengua sabe a fruta. Me conduce, sin dejar de besarme, hasta el sofá. La facilidad con la que me ha trasladado hace que me sienta un llavero, pero he de reconocer que me vuelven loco esos gemiditos que va soltando.

—Siempre me gustaron los rubios —dice entre jadeos.

—¿Por eso te fuiste a Irlanda? —pregunto riendo.

—No —ríe—. ¿Tienes novia o algo así? Quiero dejar las cosas claras antes de quitarme la ropa.

—¿Te parezco un hombre bien servido? —expongo señalando mi erección—. Hace como un siglo que no me acarician.

—Si sólo quieres que te acaricien...

No me da tiempo a decir que quiero que me haga de todo, porque, sí, oh Dios mío... ¿¡Acaba de cogerme en brazos!? ¿¡Por qué!?

Vale, la perdono porque, después de tirarme sobre la cama como si fuera el mando de la tele, se quita la ropa.

Definitivamente me encanta. Es gloriosa, con esa curva que forman sus caderas y el sedoso dibujo de sus pezones ya rígidos, desafiándome a un pulso entre ellos y mi lengua.

Lo malo es que esto es un quid pro quo, por lo que si ella se queda como su madre la trajo al mundo, a mí me tocará hacer lo mismo.

¡Pero me da vergüenza!

Se acerca a mí, rozándome las piernas con el pecho y dice lo que más temo:

—A ver cómo eres tras ese pantalón.

Me quita el cinto y luego desabrocha el primero de los botones. Ya ha empezado a frotar los labios sobre mis calzoncillos cuando el miedo, el peor de los enemigos, decide joder el encuentro:

—¿Qué tal si apagamos la luz? —cuestiono sintiéndome estúpido.

—¿Eres tímido, Little boy?

—Por eso quería que estuviéramos a oscuras —declaro molesto e incorporándome en la cama—. No me siento cómodo con mi cuerpo y, como comprenderás, no es agradable escuchar cómo haces chistes al respecto.

—¿Qué chistes, guapo?

—Por favor, ¡deja de burlarte de mí!

—Perdona, Dimas. No sé a qué te refieres. ¿Qué he dicho?

—Little boy... —escupo cabreado—. ¿Te has parado a pensar cómo me sienta eso?

—Pero si a mí me pareces delicioso... —comenta acariciándome la cara—. Lo dije como algo bueno, no como un insulto. Por favor, dime que no he metido la pata...

Me levanto de la cama, negando con la cabeza y avergonzado por haber llegado a la conclusión de que nunca podré ser una persona normal. Y no es culpa de los demás, sino mía, tal y como apuntaba Germán.

—He de irme —digo tras darle un beso en la mejilla—. Lo siento mucho.

Sentada en la cama, Eli se queda muda, y es normal. Un enano acaba de rechazarla, a ella, a una tía que está buenísima y que además es encantadora.

—¿¡Me das tu número!? —vocifera desde la habitación.

Aparece agitada, con la bata a medio abrochar. Una de sus preciosas tetas sigue a la vista, cosa que de algún modo me disuade.

Finalmente me marcho. Ella insiste en llevarme de vuelta, pero decido coger el autobús y regresar a mi casa. Germán me envía un mensaje preguntándome dónde estamos, a lo que respondo que estoy de camino a mi casa y que no me esperen. Mañana me aguarda un interrogatorio, y lo peor es que ambos deben estar pensando que al fin el pigmeo de Dimas se ha estrenado.

¿Por qué me boicoteo de esta forma? Estaba junto a una chica preciosa que me deseaba, y ¿qué hago yo? Fastidiarla a lo grande. Mira, al menos en eso sí tengo altura...

Al llegar, mi madre me pregunta qué tal ha estado la película y le he dicho que el final era predecible. Supongo que la mentira encajaba perfectamente con la realidad, porque ha asentido y ha vuelto a mirar la pantalla de su ordenador, cual zombi.

Sobre la cama tengo varias camisetas regadas, pues ninguna de las que me había probado para ir al cine me quedaba bien. Todas eran como sacos enormes que lo único que hacían era potenciar mi esmirriada imagen. De algún modo siento que la realidad se ha propuesto recordarme a todas horas que soy un enclenque: ¿Que me siento en el autobús? Los pies no me llegan al suelo. ¿Que me compro unos pantalones? Siempre tengo que arreglarles el bajo. ¿Que quiero entrar a una discoteca? Me piden el carnet. Joder, si hasta el año pasado un abuelo por la calle me dijo: «los niños de hoy en día no sabéis respetar...» ¿Cómo que niño? ¡Tengo veintidós putos años!

Me da mucha rabia y me preocupa que, al ser tan chico, un día estalle y salga volando en mil pedazos... Será difícil que me encuentren, a no ser que usen un microscopio de alta resolución para ubicarme en el terreno. ¿Veis? Ni yo mismo me respeto. Me ha dado la risa al imaginarme volando sobre las casas de mis vecinos, como granos de maíz que se lanzan a unos pollos hambrientos. Me considero así de transcendente, ¿qué queréis que os diga?

No puedo dejar de pensar en el espantoso ridículo que he hecho frente a Eli. Esa hermosa mujer desnuda delante de mí, dispuesta a tener sexo conmigo y ¡pum!, me rajo. ¿Qué estará pensando? Que soy un eunuco, seguramente.

Suena mi móvil. Debe de ser Germán para reírse de mí. Lo más probable es que Eli le haya dicho a Aroa que la he dejado con las ganas y que ella a su vez se lo haya contado al novio.

Pues no. Es un mensaje de Eli:

Hola Dimas, me preguntaba si querrías quedar conmigo para tomar algo. Sólo para charlar.

Me muero de la vergüenza. No sé qué responderle. Al final y después de darle muchas vueltas, contesto con un escueto «me parece bien».

Después de una noche compleja, donde una y otra vez me visitaban las tetas de Eli, el amanecer me sorprendió meditabundo y también toqueteándome, para qué os voy a engañar. Habíamos quedado a eso de la 1, para tomar juntos un aperitivo en el paseo marítimo. Así que hice un par de cosas en la oficina —la verdad es que apenas pude concentrarme— y, antes de salir del trabajo, me apliqué un poco de desodorante que llevaba en la bolsa, además de echar un vistazo a mi aspecto. Bueno, al menos a parte de éste. El espejo del baño, situado a la altura normal que permite a los humanos medios verse hasta un poco más abajo del pecho, a mí sólo me deja verme la cara, pero lejos de hacer un berrinche por ello como tengo por costumbre, confirmé que estaba peinado y con la cara limpia.

Ya he llegado al punto de encuentro y Eli se retrasa. Empiezo a pensar que ha cambiado de opinión, lo cual no me extrañaría nada. Habrá visto a la luz del día mi foto en el WhatsApp y andará en urgencias, por haberse echado lejía en los ojos...

Sentado en uno de los bancos del paseo, me dedico a mirar a varias parejas que comen en las terrazas o caminan por la playa. Se les ve tan felices... ¿Cómo será eso de liberarse con alguien?

—Hola Dimas.

Pues ha venido. Eli está aquí. Lleva un vestido rosa de tirantes y unas sandalias que dejan a la vista unos pies muy bonitos. ¡Tengan a mano sus chalecos salvavidas, mis babas amenazan con un tsunami en breve!

—¿Llevas mucho tiempo esperándome? —pregunta sonriente.

—No demasiado —miento—. Además, estaba aprovechando para tomar sol, que estoy muy pálido.

Como mi nueva y desconocida afición por el bronceado empieza a pasarme factura, la convido a tomar refresco en un local próximo.

El calor ha hecho que se le coloreen ligeramente las mejillas. Se levanta el pelo con el fin de refrescarse la nuca y yo, absorto con esa visión, me quedo mirándola alelado.

—Me gustaría disculparme —dice ella sacándome de mi abstracción.

—Es igual. En realidad, soy yo quien tiene el problema. Estoy tan obsesionado con la estatura que ya no sé discernir entre una broma y un insulto.

—¿De verdad tienes problemas con tu aspecto? —pregunta incrédula.

Incómodo, me muevo en la silla. Es de esas que me dejan los pies en el aire, como el jodido autobús, y entonces atiendo a cómo me mira. No hay condescendencia en sus ojos, ni pena. Está mirándome con interés, escuchando cada palabra que digo. Eso no es habitual en mi vida, o tal vez yo no me he dado cuenta hasta ahora. En cualquier caso y quizá un poco afectado por una insolación latente, me arriesgo a acariciarle la mano.

Eli sonríe y me devuelve la caricia. Resulta agradable no pensar en nada más ahora mismo; no sentir que de un momento a otro alguien va a soltar una risita al verme con una chica más alta.

—¿Quieres que vayamos ahora a tu casa? —digo en un alarde de valentía impropio de mí.

—¿Y ese cambio de opinión? —cuestiona sonriendo.

—En la cama todos medimos lo mismo. 

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