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Cuando te ayuda una desconocida (Parte I)

*Imagen de Kurt Wiedwald (Pixabay)

—Esto no está bien —dijo ella entre gemidos al tiempo que trataba de no perder el equilibrio.

Su acompañante continuó sosteniéndola por los glúteos, ajeno a todo cuanto pudiera decir. Acababa de bajarse el pantalón y sólo quería que cerrara la boca para continuar embistiéndola contra la pared del garaje. La encontraba particularmente irritante, sobre todo cuando se ponía a hablar de su marido, pero el sexo con ella no estaba mal.

Aquel empleo le parecía soporífero. Fue su padre quien, tras mover algunos hilos, le consiguió una entrevista con el dueño del negocio. Empeñado en que su hijo, al que catalogaba de hippie sin futuro, pusiera al fin los pies sobre el suelo y comenzara a comportarse como un hombre de provecho, quiso tomar medidas extremas cuando éste notificó su intención de no continuar estudiando.

El muchacho no acababa de encontrarse a sí mismo, de modo que, creyendo oportuno complacer a su progenitor, aceptó el puesto pese a que no le proporcionaba ningún estímulo. En cambio, tirarse a la mujer del jefe era otra cosa.

No era sólo por intentar matar a su padre de un infarto que se comportaba de esa forma. En cuanto se topaba con el sexo opuesto, sentía que una fuerza descomunal dominaba su cuerpo, obligándolo a seducir sin control. No era un adicto cualquiera, ni tampoco se reducía todo a mantener relaciones, sino a sentirse todopoderoso.

Conocía muy bien el cuerpo de las féminas, sabía cómo moverse, qué decir o cómo besarlas cuando se proponía llevarlas al orgasmo y, como si de una actividad automática se tratara, ponía en práctica sus cualidades para erigirse como ese dios del placer que todas decían que era.

Entre duras embestidas, procuró que ella no dejara de mirarle. Elevó entonces sus piernas con la intención de penetrarla más profundamente y, en un esfuerzo considerable, ya que la mujer era bastante alta, la apartó de la pared para que no se apoyara sobre ninguna superficie.

Sorprendida y más excitada que nunca, ella exclamó:

—¡Perdóname, Dios!

—¿Qué estupidez es esa? —preguntó él.

—¿No debo pedir perdón? Hice una promesa al casarme, ¿sabes? —respondió jadeando.

—Pídeme perdón a mí, que me estás clavando las uñas —rio.

El orgasmo no se hizo esperar cuando él, atendiendo a las carcajadas de su compañera, mordió su mandíbula sin dejar de moverse con fuerza.

Aún abrazada al chico y sin reparar en la humedad concentrada entre sus piernas, sólo pudo decir:

—¿Qué voy a hacer contigo, Fender?

A Jaime le gustaba aquella parte del sexo. Era ahí dónde descubría la verdadera esencia de las mujeres, la misma que algunas se esmeraban en mantener bajo control. Para él era toda una ciencia y encontraba fascinante sumergirse hasta hallar esa desnudez que iba mucho más allá de quitar faldas y sujetadores.

Obviamente sus encuentros con la mujer del jefe no pasaron inadvertidos. La mitad de la jornada se la pasaba armando jaleo en el parking de los empleados, de manera que era cuestión de tiempo que un compañero, molesto por contar con un enchufado en la empresa que además pasaba horas sin realizar su trabajo, acabara contando lo que sucedía.

Fue despedido con contundencia. Y dio gracias por no tener que recibir un puñetazo mientras se cerraba la bragueta. Sin embargo, no tuvo en cuenta que existían cosas bastante peores:

—¿¡Qué diablos tienes en la cabeza, mocoso de mierda!?

Los gritos de su padre se escuchaban desde el otro lado de la calle. El hombre estaba fuera de sí. Jaime mantuvo silencio. Por mucho que hubiera querido explicarse, el personaje que tenía enfrente podría explotar de un momento a otro y no quería ser el culpable de que le diera un colapso.

—¿¡Es que no puedes controlarte cuando ves un culo o qué? —siguió vociferando el padre.

—Me van más las tetas —respondió al fin.

—¡Sal de esta casa inmediatamente!

Jaime no rechistó. Preparó las maletas y tomó sus ahorros dispuesto a explorar Europa, sin pensar en nada más que su necesidad de alejarse de los gritos.

En otro momento hubiera tolerado que su padre, aparte de llamarlo sátiro, lo situara como un juguete roto. Solía decirle que era un desperdicio académico, que estaba desaprovechando sus cualidades. Resultaba extraño escucharle decir que era un sujeto brillante y que poco después lo señalara como un desastre sin remedio. Pensó en ello fríamente mientras atendía a los siguientes vuelos que saldrían del aeropuerto. Todavía no se había decantado por su destino, cuando dos jóvenes hablaron en francés a su lado. Las chicas tenían previsto ir a Suiza y, después de dedicarle unas tímidas miradas, Jaime decidió que compraría un pasaje para el mismo vuelo.

No tardó en mantener una conversación con las jóvenes una vez coincidieron en la puerta de embarque. Debía mejorar el francés, pero se defendía bien. Las chicas eran encantadoras, dos bellezas de tez clara que lo miraban como si fuera un helado en plena ola de calor.

Les contó que no había planificado su viaje y que si podían recomendarle alojamiento. Lejos de desconfiar, las chicas ofrecieron su piso y a Jaime se le antojó toda una experiencia. «Menos mal que no se han topado con un asesino en serie» pensó sorprendido ante su excesiva confianza.

Apenas habían pasado unas horas y ya las muchachas comían de su mano. Lo encontraron atractivo, pero también gracioso e interesante. Al menos así lo manifestó Colette, la más habladora de las dos, quien no dudó en acariciar su entrepierna bajo una chaqueta en pleno vuelo.

Para Jaime no era un problema que decenas de pasajeros pudieran percatarse de su divertimento, así que, acomodándose, dejó que la chica lo tocara con dulzura. No esperaba que, al llegar a su casa, tanto ella como Nadine quisieran seguir con la particular fiesta.

Era la primera vez que estaría con dos mujeres al mismo tiempo, lo cual lejos de amedrentarlo, le pareció un plan de lo más atrayente.

Salió de la ducha ataviado con la ropa de dormir, y se encontró con Colette en el pasillo. Se quitó la camiseta y dejó que la viera desnuda de cintura para arriba.

Jaime no se adelantó a los acontecimientos. En lugar de arrancarle el pantalón y penetrarla ahí mismo, se limitó a besarla y a preguntar dónde estaba Nadine. Ella sonrió y señaló el salón.

Hablaron unos minutos de la posibilidad de salir a cenar, pero entonces Colette bajó los tirantes de la blusa de su compañera y se dedicó a manosearla sin dejar de mirar a Jaime.

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