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Allí me colé y en su fiesta me planté (Parte I)

Lo de ir a una barbacoa no me hacía gracia, mucho menos si lo que se celebraba era el cumpleaños de un tío al que ni conocía. Pero Luis se puso muy, muy pesado, por lo que al final accedí a acompañarle.

El lugar estaba abarrotado. Decenas de personas se aglomeraban alrededor de una mesa que supongo estaría llena de carne en todas sus versiones. O eso o regalaban oro a kilos. Los hambrientos salivaban empujándose entre risas, como si el hecho de estar saltándose todas las normas de educación posibles fuera una menudencia. «¡Es una fiesta! ¡Alegría, alegría!».

Aún no estaba tan borracha como para que aquella conducta me pareciera divertida —o cuando menos soportable—.

Luis, el creador de la frase «cariño, no es lo que parece», ya tenía nueva víctima en su punto de mira. He de reconocer que la muchachita en cuestión era más guapa que la de días atrás, de modo que comprendí hasta cierto punto que quisiera asistir a ese estúpido cumpleaños fuera como fuera.

La ventaja de haber tenido un novio como él radica en que ya estás preparada para advertir a los capullos que se acerquen a menos de un kilómetro a la redonda. Como amigo es sublime, pero como pareja es el peor de los virus. Ojalá me hubiera vacunado a tiempo, en serio.

Ahí estaba él, dando saltos como un canguro de dibujos animados alrededor de la tipa en cuestión, tan rubia y rosadita que supe de inmediato que acabaría abrasándose bajo el sol en menos de una hora. El chaleco reflectante —lo siento, no me acuerdo del nombre de la muchacha— y Luisito sucumbieron al placer en menos de lo esperado. «Acaba de batir su récord», pensé.

No tardó mucho en tomarla de la mano y dirigirse hasta el parking. Yo sólo podía pensar que en aquel coche sin aire acondicionado se iban a freír vivos cuando el cumpleañero se aceró a mí y preguntó:

—¿Y tú quién eres?

Su tonito me pareció de todo menos agradable. Y que conste que ello no impidió que me fijara en todos sus atributos. Todos. El tipo medía como dos metros —quizá menos, pero desde mi condición de Lisa la gnomo, todo el mundo tenía la virtud de lucir gigante—, y la luz solar incidía sobre sus musculaditos pectorales. Era el típico moreno que salía haciendo pesas en el escenario de Los vigilantes de la playa.

—Vine con Luis —respondí observándolo a través de las gafas de sol.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Me llamo Janice.

—¿De dónde eres?

Ya estamos. Desde que digo que me llamo Janice todo el mundo cree que se encuentra ante una guiri. A mi padre le gustaba la actriz Janice Rule, pero no me apetecía andar contándolo cada cinco minutos.

—¿Qué eres, mi biógrafo? —solté con mi habitual pedantería.

Lejos de sentirse ofendido, el muchacho echó a reír como si lo que acababa de decirle fuera un cumplido y no un repelente para tíos.

—Muy bien, Janice. Tómate lo que quieras.

Me pareció un arrogante, aunque para ser justos era una conducta lógica teniendo en cuenta lo borde que yo había sido. Tampoco me importaba demasiado, pero, quizá invadida por la necesidad de comportarme como un ser humano normal, seguí sus pasos y le pregunté cuál era su nombre.

—Josué —dijo luciendo su inmaculada hilera de dientes.

Antes de contestar se quitó las gafas como queriendo mostrar su expresión desnuda al identificarse. Aquella mirada me pareció de todo menos honesta, lasciva en realidad. Y se produjo algo que llevaba mucho tiempo sin suceder: me excité.

Acalorada y viéndome como la típica adolescente virgen que expone a través de unas mejillas enrojecidas su absoluta falta de experiencia, pregunté dónde estaba el baño. Josué me señaló un pasillo y agregó que era la última puerta a la izquierda.

Jamás una casa se me antojó tan extensa. La música del jardín penetraba a través de las paredes con fuerza, cosa que me puso aún más nerviosa de lo que ya estaba. «¿Qué necesidad hay de quedarse sordo», reclamó la doña Rogelia que llevo dentro.

La verdad es que cuando rompí con Luis me propuse no sucumbir a las virtudes de esa clase de tíos que te dan su número de teléfono como si te hicieran un favor. Había decidido no volver a caer en las arteras formas de esos trapaceros del sexo. Y no había faltado a mi promesa hasta que alguien llamó a la puerta del baño.

—¡Ocupado! —grité molesta.

—Pues sal, es mi casa.

Abrí dispuesta a mandarlo a la mierda, pero él se introdujo en el baño sin darme opción de salir.

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