19. «La ira de Melpómene»
Otro cuarto de hora ha transcurrido; quince largos y deprimentes minutos en los que Tyler se ha dedicado en cuerpo y alma a llorar y gritar a partes iguales, en tanto abraza, cual perezoso a una rama, el cuerpo inerte de su hermana mayor.
Al mismo tiempo, yo persisto sufriendo en silencio, una habilidad que vengo afianzando desde hace más de una década y que, debo admitirlo, se me da bien. Preocupantemente bien.
En cuanto a Michael, él parece ser más resistente de lo que Damian ha supuesto. Al menos continúa relativamente consciente, batallando con valentía contra Hipnos mientras pierde una cantidad asquerosamente alta de sangre a cada segundo; calculo, mínimo, poco más de un litro y medio, tomando como guía el enorme charco rubí que se cierne a sus pies bajo la silla.
Regreso a contemplar el solemne cadáver de Trix y no sé si reírme o estallar en llanto al darme cuenta de la ironía que encierra su ropa. ¿Podrían creer que su suéter negro tiene un letrero que dice: “El juego ha acabado”?
Intento esconder la impactante angustia que atropella mis entrañas y seguir adelante con mi obra de teatro digna de ser presentada en el prestigioso circuito de Broadway a la par que sostengo esta agotadora apariencia indiferente, cuando un par de susurros lastimeros, provenientes de los parlantes, se cuelan entre mis pensamientos y agrietan las asentadas bases de mi personaje.
Mi corazón se salta un latido en el momento en que distingo la voz de origen. ¡Es Mike! No comprendo con certeza lo que dice así que agudizo mis oídos. «Él... ¿está llamándome?» Los músculos de Damian, anteriormente relajados y ahora tiesos cual estatua de mármol me lo confirman.
El primogénito Addams murmura “Lila” en diferentes intervalos; se asemeja a un gemido cansado, una súplica, y me remonta a la época más obscura de nuestras existencias: aquella en la que éramos niños.
Mis primeros años desfilan frente a mis ojos en un pestañazo; simultáneamente, el dolor tan abrumadoramente rutinario de entonces, renace en mi pecho despojando a mis pulmones de oxígeno.
Varias escenas son proyectadas en mi cabeza, un colorido resumen de lo que ha sido mi vida hasta este punto: mi madre tendida en el sofá de la sala de estar, pálida y bañada en su propia sangre luego de una de las zurras diarias mi tío; yo oculta en la habitación contigua, rezando para que el sueño de mamá no sea eterno; las vistosas cicatrices que adornan la espalda de Damian y el tacto pegajoso de su camiseta; agua roja cayendo en una tranquila cascada desde el grifo del lavabo; Michael cojeando mientras cree que nadie puede verlo; libros, cuentos y leyendas plagados de figuras celestiales; manos curiosas, ajenas y no deseadas tocándome, recorriendo mis zonas más sensibles; más llanto; luces fluorescentes titilando sobre mí, un gran escenario y un público atento, repleto de hombres con rostros difusos y malas intenciones.
Los recuerdos revividos inundan mi mente y desbordan mi espíritu con la intensidad de un tsunami, una catástrofe que me empuja a reaccionar.
¿Recuerdan que antes les dije que me encontraba en una encrucijada donde no me decidía entre reír o llorar? Pues, resulta que acabo de resolverla y no he elegido ninguna de esas dos opciones. Porque me siento tan herida y confundida que lo único sobresaliente es mi furia, kilos de ira agolpándose en mi pecho que tornan imposible la misión de apaciguar mi alma turbulenta.
De repente, mi alrededor adopta un inusual tono carmesí, o quizás son mis ojos desorientados observando en derredor a través del filtro de la violencia salvaje que nace de mis más básicos instintos y se vuelve indetenible. Me siento atrapada, encerrada en una jaula llena de barrotes que me impiden respirar y con una rabia sinigual que fluye desde mi vena cardíaca magna.
Lo lastimado en mi interior ya no puede acallarse, la ruptura dentro de mí es tan profunda que la percibo como un agujero negro, absorbiendo cualquier emoción positiva o vestigio de estabilidad mental.
Sé de primera mano que no soy una santa. De hecho, ninguno aquí lo es (ni siquiera Damian y su enfermizo complejo de héroe). Me considero apenas una lacra, producto de la putrefacción que caracteriza al círculo vicioso del que soy parte, una mancha marginal más en la suela del mundo.
Aun así, no creo que exista ser humano que merezca este suplicio: verse obligado a luchar por su vida hasta el punto de casi rendirse, morir a manos de sus peores miedos o atestiguar tanta desolación junta.
¡Y me importa un carajo la basura por la que haya pasado Damian! Si fue expulsado de su puñetero colegio clasista o acosado por el orangután de Malcom no es mi responsabilidad.
He atravesado un montón de mierda en cuestión de minutos. Demasiado, incluso para una porquería como yo: he descubierto el cuerpo sin vida de lo más cercano que tendré jamás a un padre, me han secuestrado, he sido forzada a exponerme hasta la vulnerabilidad, he tratado de suicidarme, me ha machacado a golpes una jodida psicótica y, para cerrar con broche de oro, he presenciado las muertes consecutivas de mis mejores amigos en escasos minutos.
Y he aguantado en silencio, fingiendo obediencia ante el responsable y buscando el momento adecuado para vengarme. Mas, ya no puedo esperar.
Oír a Michael pronunciando mi nombre, pidiéndome ayuda con su último aliento rebalsa mis límites; y entiendo que este es el maldito instante donde tomaré el control. El vaso que simboliza mi paciencia cae al piso en un ruido dramático y se rompe en pedazos; solo quedan los fragmentos de cristal que herirán a cualquiera lo suficientemente tonto como para atreverse a acercarse.
El reloj marca las cinco en punto y una voz en mi cabeza me anuncia que la hora del verdadero huracán, por fin ha llegado.
Alguno de mis órganos realiza una acrobática voltereta dentro de mi caja torácica mientras formulo un breve, aunque efectivo plan con la cooperación de mi cerebro atolondrado.
Tyler parece estar en la misma sintonía, puesto que se apresura a levantarse, todavía medio tambaleante, y consigue recuperar su verticalidad casi por completo para empezar a caminar.
Damian no sabe qué hacer o esperar de este nuevo giro, en cambio, yo sí. Es por ello que la esperanza resurge en mi pecho como el ave fénix de sus cenizas; porque tal vez este loco de mierda no lo sepa, pero si hay alguien con la habilidad para escabullirse de este rincón del demonio, ese es Tyler.
Y, en efecto, Welsh logra meterse a una especie de túnel subterráneo desde su casillero, que estoy segura, conduce a algún escondrijo o pasadizo que nadie más conoce. Su destreza para escaquearse de clase siempre ha sido legendaria en la escuela, un mito en acción que me resta un peso de encima.
—¿Qué? Esto no puede estar pasando. ¡Tengo que detenerlo!
«Mm, no lo creo. Verás, planeo ser yo quien te detenga.»
Con una creciente resolución emanando de mi interior, me dirijo a él dispuesta a todo. Esto ya no va sobre garantizar mi escape o es consecuencia de mi actuar en modo de autopreservación, ahora es mucho más que eso, se trata de justicia, un reclamo que enloquece mis sentidos.
Sin detenerme a pensar en las consecuencias resultantes de un posible fracaso, tomo una llave inglesa desperdigada en el piso y lo ataco en un punto clave de su cráneo. Supongo que sí aprendí algo útil durante esas lecciones de defensa personal a las que la señora Savage nos obligó a asistir antes de empezar a trabajar en el club.
Addams cae al suelo tal como un costal de papas y en mi fuero interno, doy gracias a esa maravillosa instructora por enseñarnos una maniobra tan certera, y a mi memoria por guardar tan valiosa información para brindármela en el momento requerido.
Mis manos, que aun sujetan la herramienta ensangrentada, tiemblan al mismo tiempo en que mi mente intenta descifrar cuál podría ser mi próximo paso. Voces en mi cabeza me alientan a no detenerme, convenciéndome de que un solo golpe no es suficiente para saldar su deuda.
No obstante, vuelvo a escuchar a Michael quien, a pesar del tiempo y la disminución de sus fuerzas, continúa llamándome. Y eso me basta para apartar mis demonios y correr como puedo (que no es precisamente rápido) hacia el cuarto de calderas donde acabo de deducir, debe encontrarse.
Llego en un deplorable estado de total agitación, sudando hasta por las uñas, y entro a la habitación después de girar la perilla. Resulta que el súper intelecto de Damian confiaba tanto en su brillante y malévolo plan que ni siquiera se molestó en ponerle seguro a la puerta.
La inmensa cantidad de sangre me causa una impresión espantosa, asimismo el olor nauseabundo que deprende el sitio en general. Hay al menos una docena de ratas asaltando el cuerpo de Mike en busca de una porción de carne, y, siendo honesta, tengo que recordarme que quien está muriendo en esa silla es mi amigo y primer amor para no dar media vuelta y marcharme tan lejos como pueda.
Aparto a esas alimañas con una escoba que hallo cerca y camino hacia él a toda velocidad para desatarlo con dificultad.
—¿Lila?
Me alegra comprobar que me reconoce mientras lo ayudo a ponerse en pie.
—Sí, aquí estoy. Vamos a salir de esta.
«No estoy segura aún de cómo, pero quiero tener fe en que lo haremos.»
—Te amo.
El universo parece detenerse por un microsegundo y quedo decepcionada por la sensación de vacío que experimento tras su declaración. He estado esperando esas dos palabras durante años, tantos que me parece una locura que, una vez las escucho, no me produzcan absolutamente nada. Quizás es porque no tengo tiempo para procesar sentimentalismos en medio de un lío tan enrevesado como este, o quizás se debe a que, luego de la larga espera, perdieron su valor.
«Lo cierto es que, incluso ahora que años han pasado, sigue sin removerme nada adentro. Solo siento lástima por ambos porque sé que no hay modo en que esto termine bien para ninguno de los dos.»
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