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04. «La hipócrita Willows»

—¿Blair?

—¿Qué diablos hace aquí la duquesita?

Su presencia desencadena una ola de descontento entre mis amigas, y mientras ellas continúan digiriendo la nueva presencia en la sala, yo me apresuro a hacer acusaciones:

—Mike, ¿de verdad osaste invitar a Willows?

—Okey, okey, chicas tranquilas. ¡Cálmense! —El castaño retiene nuestro furioso avance hacia la entrometida como si estuviera arreando vacas, hecho que, personalmente, me irrita todavía más. —No tenía idea de que vendría —Una vez aclarada su “inocencia”, se gira hacia la intrusa, quien nos dedica una mirada altanera que parece especialmente dirigida a mí, poco antes de adoptar una carita de perrito regañado con puchero incluido bastante creíble frente a su novio—. Blair, ¿qué haces aquí, cariño?

—Lo lamento, me sentía sola en casa y tenía muchas ganas de verte. Llamé a tu teléfono cientos de veces, mas, nunca contestaste. Pensé que era muy raro, ya que sueles responderme siempre y sin falta, así que salí a buscarte con la esperanza de encontrarte en alguno de los lugares que frecuentas, en los cuales me enteré de que nadie te había visto hoy. Me rendí e iba camino a casa cuando vi tu motocicleta estacionada a unas calles. A partir de ahí y teniendo en cuenta que ninguno de vosotros había sido visto tampoco, no fue difícil imaginar en donde estaban. La pregunta es: ¿por qué rayos invadieron la escuela en vacaciones? Saben que las clases ya acabaron, ¿verdad?

—Maldita fisgona —masculla Stephanie con puro desagrado irradiando de su mirada.

—¡Oye! A mí no me hablas así.

Percibo su intención de empujarla y me coloco en medio para impedir que pueda clavarle sus uñas postizas a mi amiga.

—Es precisamente lo que eres inepta.

—¡Eh! ¡Chicas! ¡Basta! ¡Calma!

Como Mike continúe dándonos órdenes tontas en oraciones unimembres, prometo que lo ahorcaré con las estúpidas extensiones de la perra de su novia para luego quemarlas.

—Por eso jamás me inmiscuyo en temas de faldas —Si mis ojos tuvieran la capacidad de lanzar rayos láser, el zopenco de Tyler ya estuviera en el suelo, pulverizado—. Las cosas suelen ponerse salvajes.

Curtis se hace eco de su inservible comentario y tal acto termina por desatar el veneno almacenado en mi lengua.

—Estás muy chistoso hoy, Ty. ¿Acaso te la metió un payaso?

—Uy, baja las garras, amiga.

El menor de los Welsh resta carga negativa al asunto con una pose afeminada en exhibición de complicidad, por desgracia, su hermana mayor no hace el mismo esfuerzo por mantener el breve instante de distensión cuando se acerca sin miramientos a quien actúa como si fuera la heredera de la corona inglesa y pronuncia las siguientes palabras:

—Quiero que escuches atentamente porque no planeo repetirlo: juro por los siete infiernos que, si nos delatas, ¡acabaré contigo con mis propias manos!

La última frase es casi escupida en el rostro de la duquesita, quien, contra todo pronóstico, se mantiene impertérrita frente al inminente peligro.

—¿Es un tono de amenaza el que detecto en tu voz?

—Oh, no es un tono, créeme. Es una amenaza, con cada una de sus letras.

Las tres nos largamos de allí a paso apresurado. Necesito apartarme desesperadamente o terminaré cometiendo un homicidio.

...

Varias horas han pasado desde que nos separamos de los demás y en ese lapso de tiempo Trix y Steph se han dedicado a ayudarme a terminar mi broma para el profesor McCormack, mi molesto grano en el culo durante todo el condenado curso.

¿Pueden creer que ese imbécil tuvo la desfachatez de acosarme? Y no fui su única víctima, muchas otras chicas de mi clase también tuvieron que soportar sus asquerosos manoseos. Lo peor es que es intocable por ser el puñetero sobrino del director. «No es noticia que la cadena siempre se rompe por el eslabón más débil.»

Ubico la última botella de agua de la pila y mis amigas y yo nos miramos satisfechas. Mi venganza es un poco más... poética, por decirlo de algún modo.

Entre las tres hemos derrumbado las paredes de su oficina usando unos cuantos mazos y otras herramientas (un excelente ejercicio de liberación de estrés después de tener que verle la cara a la bruja hipócrita de Blair) y reemplazamos las paredes de volcanita, creando estructuras con botellas plásticas de agua apiladas en la misma disposición.

Es una forma de hacerle vivir la “fascinante” experiencia de sentirse expuesto e indefenso, justamente como hizo con mis compañeras y conmigo.

—Ten tu merecido, idiota —Un rencor latente se escurre en cada una de mis palabras.

—¡Ja! Será el hazmerreír del colegio después de esto.

Concuerdo con Trixie y seguidamente nos proponemos echarle una mano a su hermano, quien insiste en desarmar el inmobiliario del salón de Geografía por ser precisamente la materia por la que debe pasar el verano en la escuela.

Aunque, en justa defensa del maestro Stepeck, mi amigo aún cree que País Vasco pertenece a Italia y el Vaticano a España; al igual que piensa que Ucrania queda de alguna manera junto a Australia, o eso me dio a entender cuando, al comienzo de la guerra, me comentó sobre su angustia por los pobres koalas y canguros.

En un momento, en el que el menor de los Welsh va a por un destornillador de estrías para encargarse del escritorio, las chicas y yo compartimos una corta charla:

—Es que ya no sé qué hacer para que se fije en mí —Steph hace una mueca tierna mientras se queja sobre la falta de atención de Malcom hacia sus intentos de flirteo—. Me le he insinuado en miles de formas. ¡Se los juro! Y jamás muerde el anzuelo. ¿Realmente es tan burro?

Stone emplea una cantidad absurda de su tiempo libre enviándome señales sugestivas en lo absoluto sutiles, mas, es tan solo una de sus innumerables gilipolleces porque sabe de sobra que estoy colada por Michael.

Ambos tienen esta estúpida competencia de testosterona que implica llevar la cuenta de su número de víctimas. Y sí, me acosté con Mike, aun así, nunca se me ha ocurrido hacerlo con Malcom. ¡Ni, aunque perdiera la cabeza! Es que ni siquiera entiendo la persistencia de Stephanie en captar su atención.

—En realidad no creo que ese troglodita valga tanto la pena —murmura Trix mientras vuelca su concentración en desarmar la pata de una de las sillas.

—Si no estuviera tan caliente, estaría de acuerdo contigo —confiesa Gittens con un exagerado suspiro. Por supuesto que está consciente de ello, nadie es ajeno a las pocas luces de Stone.

Y, a pesar de que igualmente admito que Mal está buenísimo, también que, de allí en adelante, es simplemente otro saco de músculos. Su pelo negro que podría tal vez llamar “bonito” está severamente maltratado debido a las ocasiones en las que hala de él cuando se enfurece (que es, honestamente, tan habitual como el pan de cada día); sus ojos verdes que incluso podría llegar a considerar hasta “deslumbrantes”, están vacíos y casi sin vida a causa de la basura de la que vive rodeado y por favor, no hagamos un debate sobre su intelecto o sensibilidad emocional porque nos veríamos forzados a pasar al campo de los números negativos y el pobre, acabaría descalificado.

—Quizás deberías dejar de lado las insinuaciones y pasar a la acción —aconseja la hermana mayor de Tyler.

—¿Eso creen? —Steph gira para mirarme, así que me veo forzada a opinar sobre el asunto.

—Si la montaña no va a Maoma, Maoma va a la montaña —es mi respuesta junto a un simple encogimiento de hombros.

—Ay, Lila, me fascina cuando citas la cultura griega.

Su ocurrencia me divierte y le aclaro con una sonrisa:

—Musulmana, amiga. Es un proverbio musulmán —Las tres reímos en armonía. Luego, tomo una llave Stillson tendida en el piso para aflojar una tuerca demasiado ajustada del pupitre que trato de desarmar. Los guantes que llevo puestos no contribuyen a mi propósito, si bien son una medida de precaución bastante sensata del cavernícola para prevenir cualquier imprevisto, así que respeto su uso—. ¿Qué hay de ti, Welsh? ¿Alguien en la mira?

—No, y tampoco pienso ver a nadie pronto.

—Si ese es el caso, ¿por qué la semana pasada me pediste una píldora del día siguiente?

Entrecierro los ojos cuando veo a Trixie dudar un poco antes de contestar la perspicaz pregunta de la chismosa insaciable de Steph.

—Oh, aquello... —Hace un gesto de reconocimiento para seguidamente restarle peso a la cuestión—. Fue algo sin importancia. No volverá a repetirse.

Medito si insistir o no sobre el incidente puesto que es obvio para mí que no fue tan intrascendente como quiere hacernos creer. Desgraciadamente, Trix es la más reservada de las tres, y si no quiere hablar al respecto es casi imposible que consiga forzarla a hacerlo.

Es así como permito que la conversación muera, dejándolo pasar.

Tardamos horas, no obstante, finalmente acabamos con la totalidad de sillas y escritorios, dejando el salón cual cielo despejado. «¡Menuda sorpresita va a llevarse el maestro cuando lo vea!»

Sacudo mi ropa con energía para deshacerme de las diminutas astillas que se han adherido a ella durante la ardua labor; soy especialmente cuidadosa con aquellas que se han quedado pegadas en las letras de mi blusa, las mismas que forman la frase: “Los viernes me convierto en una chica mala”.

En cuanto llegamos al corredor nuestros estómagos gruñen en sintonía y los cuatro apuramos el paso para dirigirnos hacia la máquina expendedora. Allí nos topamos con los demás.

Estoy sopesando mi elección entre un snack dulce o salado cuando Malcom, (alias “George de la selva”) se aproxima de manera inesperada y sin motivo aparente, comienza a darle golpes al aparato tecnológico. Tras ser derribada, la herramienta empieza a liberar las golosinas que almacena descontroladamente y, en lugar de lanzarme sobre ellas como el resto, me detengo a pensar en lo gracioso que es el cuadro en el que la máquina parece estar vomitando.

Después reparo en la abominable sonrisa que esboza el rostro del ser primitivo a mi lado. «Salvaje tenía que ser», pienso al mismo tiempo en que pongo los ojos en blanco por la actitud del neandertal Stone.

La siempre dulce Stephanie reserva una barrita de Snickers para mí y yo le sonrío suavemente por el detalle. Además, me honra concediéndome su Twix derecho por lo que, a cambio, le tiendo un chicle de fresa que nadie más ha tomado.

Sí que tengo hambre (a tal punto que mientras estábamos en el aula de Geografía juraría que vi una sombra observándonos desde el pasillo), con todo, mi estado famélico no sobrepasa el de algunos de mis amigos, que engullen como si no hubieran probado bocado en días. Por ejemplo, está Michael, que devora sus coloridos Skittles de una forma que, perfectamente pudiera competir con un bulldog dándole caña a un enorme bistec.

Por otro lado, Tyler le exige a Trixie que le ceda sus M&M en tanto ella le niega su petición despojada del menor remordimiento, así que él riñe, enfurruñado como un niño en guardería al que le han usurpado su dulce predilecto. Simultáneamente, Curtis luce perdido en las burbujas visibles en la parte superior de su gaseosa de lima mientras Blair intenta comer una barra de KitKat pretendiendo, de algún modo milagroso, no ensuciar sus manos con chocolate en pos de preservar de forma intacta su perfecta manicura.

El reloj digital que nos vigila desde lo más alto de la pared frente a la que nos encontramos marca la medianoche con cierta insistencia y es precisamente en ese instante que un fétido hedor se adueña de nuestro olfato.

—¿Pero qué...?

El Welsh ni siquiera puede terminar de quejarse pues el nauseabundo aroma parece estarle causando arcadas. Lo mismo sucede con su hermana, quien comenta:

—Dios, algo se está pudriendo aquí dentro.

Entre los ocho intentamos rastrearlo (lo cual no es muy difícil ya que la fragancia es, sin duda alguna, distintiva) hasta que nos topamos con la habitación del conserje, donde son guardados los productos de higiene.

—Tiene que tratarse de una broma, se supone que este debería ser el lugar más limpio de todo el colegio.

Después de corroborar la opinión de Steph con ruidos afirmativos, nos disponemos a entrar al cuarto de aseo. Para la maloliente misión nos dividimos en tres grupos: algunos cubren su nariz con sus manos en una especie de barrera contra la peste, otros se proponen combatirla respirando a través de la boca, y luego estamos el resto, que intentamos hacer ambas cosas porque el “perfume” es tan putrefacto que incluso si inhalas utilizando la boca provoca unas fuertes ganas de vomitar.

Michael sostiene una reñida lucha con el cerrojo de la puerta, aunque finalmente logra abrirlo con ayuda de algunos pocos gramos de fuerza bruta y, para sorpresa colectiva, encontramos algo que jamás podríamos imaginar.

—¿Ese es un cadáver?

«Sí, lo era. El primero de muchos...»

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