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three

TRASLADOR

ADELYN SE OFRECIÓ PARA DESPERTAR A HARRY Y A RON, y cuando ingresó a la habitación que ambos compartían con los gemelos, lo primero que hizo fue tomar una bocanada de aire, y se preparó.

—¡ARRIBA, PAR DE VAGOS! —gritó. Harry y Ron se despertaron de golpe, asustados.

—Maldita sea, Adelyn, ¿estás loca? —se quejó Ron. La castaña frunció el ceño.

—Bien, no se despierten. Iremos a los mundiales sin ustedes —se dio la vuelta para abandonar la habitación, y sonrió cuando oyó a ambos adolescentes levantarse de sus camas.

—¡Estamos despiertos! —exclamaron a la vez. Adelyn volteó a verlos un segundo antes de asentir satisfecha.

—Si se vuelven a dormir la próxima vez vendré con agua —amenazó antes de abadonar la habitación.

Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sentó en la cama. Fuera todavía estaba oscuro. Ron decía algo incomprensible. Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, los dos bajaron la escalera camino de la cocina. La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, Adelyn hablaba con los gemelos, quienes también estaban más dormidos que despiertos, y el señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un grueso cinturón de cuero.

—¿Qué les parece? —pregunto—. Se supone que vamos de incógnito... ¿Parezco un muggle, Harry?

—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.

—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe... Pe... Percy? —preguntó George, sin lograr reprimir un descomunal bostezo.

—Bueno, van a aparecerse, ¿no? —dijo la señora Weasley, cargando con la olla hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de avena en los cuencos que Adelyn había dejado con un cazo—, así que pueden dormir un poco más.

Harry sabía que aparecerse era algo muy difícil; había que desaparecer de un lugar y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.

—O sea, que siguen en la cama... —dijo Fred de malhumor, acercándose su cuenco de gachas—. ¿Y por qué no podemos aparecernos nosotros también?

—Porque no tienen la edad y no han pasado el examen —contestó bruscamente la señora Weasley—. ¿Y dónde se han metido esas chicas?

—Creo que siguen durmiendo. Intenté despertarlas pero no me escucharon —respondió Adelyn.

Molly salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.

—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? —preguntó Harry.

—Desde luego —respondió el señor Weasley, poniendo a buen recaudo las entradas en el bolsillo trasero del pantalón—. El Departamento de Transportes Mágicos tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La aparición no es fácil, y cuando no se hace como se debe puede traer complicaciones muy desagradables. Esos dos que les digo se escindieron.

Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.

—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.

—La mitad del cuerpo quedó atrás —explicó el señor Weasley, echándose con la cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—. Y, por supuesto, estaban inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que esperar a que llegara el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un montón de papeleo, se lo puedo asegurar, con tantos muggles que vieron los trozos que habían dejado atrás...

Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de Privet Drive.

—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.

—Sí —respondió el señor Weasley con tranquilidad—. Pero les cayó una buena multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren la escoba: es más lenta, pero más segura.

—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?

—Charlie tuvo que repetir el examen —dijo Fred, con una sonrisita—. La primera vez se lo cargaron porque apareció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que tenía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra, ¿se acuerdan?

—Bueno, pero aprobó a la segunda —dijo la señora Weasley, entre un estallido de carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.

—Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas —dijo George—. Desde entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo para demostrar que es capaz de hacerlo.

Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en la cocina, pálidas y somnolientas.

—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —preguntó Ginny, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.

—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.

—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?

—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch...

—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.

—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.

—¿Qué tienes en el bolsillo?

—¡Nada!

—¡No me mientas!

La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:
—¡Accio!

Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de George, que en vano intentó agarrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano extendida de la señora Weasley.

—¡Les dijimos que los destruyeran! —exclamó, furiosa, la señora Weasley, sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos longuilinguos—. ¡Les dijimos que se deshicieran de todos! ¡Vacien los bolsillos, vamos, los dos!

Fue una escena desagradable. Evidentemente, los gemelos habían tratado de sacar de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el encantamiento convocador para encontrarlos todos.

—¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y los caramelos salieron de los lugares más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los vaqueros de Fred.

—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le gritó Fred a su madre, cuando ella los tiró.

—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses! —exclamó ella—. ¡No me extraña que no tuvieran mejores notas!

El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La señora Weasley aún tenía el entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los gemelos, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a su madre.

—Bueno, pásenlo bien —dijo la señora Weasley—, y pórtense como Dios manda —añadió dirigiéndose a los gemelos, pero ellos no se volvieron ni respondieron—. Les enviaré a Bill, Charlie y Percy hacia mediodía —añadió, mientras el señor Weasley, Harry, Adelyn, Ron, Hermione y Ginny se marchaban por el oscuro patio precedidos por Fred y George.

Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un pálido resplandor en el horizonte, a su derecha, indicaba que el amanecer se hallaba próximo. Harry, que había estado pensando en los miles de magos que se concentrarían para ver los Mundiales de quidditch, apretó el paso para caminar junto al señor Weasley. Adelyn lo imitó, pues iban de la mano.

—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo noten los muggles? —preguntó.

—Ha sido un enorme problema de organización —dijo el señor Weasley con un suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate que intentáramos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el andén nueve y tres cuartos... Así que teníamos que encontrar un buen páramo desierto y poner tantas precauciones antimuggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando en ello durante meses. En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas. La gente con entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes. Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen, claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano. Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos trasladores. Son objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas. Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la colina de Stoatshead. Es allí adonde nos dirigimos.

El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el pueblo de Ottery St. Catchpole, donde se alzaba una enorme montaña negra.

—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó Harry con curiosidad.

—Pueden ser cualquier cosa —respondió Adelyn esta vez—. Por lo general cuando se usan para este tipo de eventos se escojen cosas que no llamen la atención para que los muggles no las tomen y jueguen con ellas... Cosas que a ellos les parecerán simplemente basura. ¿No es así, señor Weasley?

—Eso es correcto, Adelyn, sí —asintió el adulto.

Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio, el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las manos y los pies helados, excepto por su mano derecha, que aún se matenía firmemente entrelazada con la izquierda de su novia. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.

Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoatshead no les quedaban fuerzas para hablar, y a menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. Harry tuvo que atrapar a Adelyn cuando ella tropezó con una roca y cayó para atrás. A ambos les costaba respirar, y las piernas les empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.

—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...

Hermione llegó en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.

—Ahora sólo falta el traslador —dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las gafas y buscando a su alrededor—. No será grande... Vamos...

Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito rasgó el aire.

—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.

Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos siluetas altas.

—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.

El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.

—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocen a su hijo Cedric.

Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y buscador del equipo de quidditch de la casa Hufflepuff, en Hogwarts. Además, era el novio de la prima de Adelyn.

—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos. Cuando cruzó miradas con Adelyn, sonrió. Abrió los brazos y la castaña soltó una risa antes de abrazarlo por unos segundos.

—Hola, Ced —sonrió, separándose.

Todos le devolvieron el saludo al adolescente, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a Cedric que venciera al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch del año anterior.

—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.

—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivimos justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y ustedes?

—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones... que es lo que nos han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a otros...

Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry, a Adelyn y a Hermione.

—¿Son todos tuyos, Arthur?

—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos—. Éstas son Hermione y Adelyn, amigas de Ron... y éste es Harry, otro amigo...

—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?

—Ehhh... sí —contestó Harry.

Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo. Adelyn le dio un apretón a su mano, como hacía para reconfortarlo cada vez que lo notaba alterado desde que se conocieron.

—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!

A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.

—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te dije que fue un accidente...

—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? —dijo Amos de manera cordial, dando a su hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de costumbre... Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡No hay que ser un genio para saber quién es el mejor!

—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir el señor Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?

—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron entradas —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta zona, ¿o sí?

—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que nos preparemos.

Miró a Harry y a Hermione.

—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más: con poner un dedo será suficiente.

Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los diez se reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.

Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería aquella imagen a cualquier muggle que se presentara en aquel momento por allí: diez personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella bota sucia, vieja y asquerosa, esperando...

—Tres... —masculló el señor Weasley, mirando al reloj—, dos... uno...

Ocurrió inmediatamente: Adelyn sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo, tirara de ella hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra; pudo notar a Hermione y a Harry, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la bota, como por atracción magnética. Y entonces... Tocó tierra con los pies. Harry se tambaleó contra ella y la hizo caer. El traslador golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.

Adelyn y Harry levantaron la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás se habían caído al suelo. Cuando Adelyn notó que Harry la tenía apresada contra el suelo, se ruborizó, y el azabache no tardó mucho en imitarla.

—Yo... —Harry murmuró, nervioso, intentando disculparse por empujarla y caer sobre ella. Intentó levantarse pero una de sus manos resbaló y volvió a caer, juntando sus labios con los de su novia. Oyó a los gemelos burlarse y a Ron quejarse antes de separarse.

—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.

Harry finalmente pudo levantarse y le tendió la mano a su novia, ayudandola. Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.

—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Adelyn vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgan de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperen... voy a buscar dónde están... Weasley... Weasley...

Consultó la lista del pergamino.

—Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.

—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.

Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harry vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, Harry reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.

—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.

—Buenos días —respondió el muggle.

—¿Es usted el señor Roberts?

—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

—Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

—Efectivamente —repuso el señor Weasley.

—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.

—¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?

—De veinte —lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.

—¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...

—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.

—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

—¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley. El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.

—El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no suele reservar.

—¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.

—Sí —dijo pensativamente el muggle—. Gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.

—¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.

—Es una especie de... no sé... como una especie de concentración —explicó el señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.

En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.

—¡Obliviate! —dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.

El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.

—Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron—, y el cambio.

—Muchas gracias —repuso el señor Weasley.

El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley:
—Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.

Y, sin más, se desapareció.

—Creía que el señor Bagman era el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos —dijo Ginny sorprendida—. No debería ir hablando de las bludgers cuando hay muggles cerca, ¿no les parece?

—Sí, es verdad —admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco... bueno... laxo en lo referente a seguridad. Sin embargo, sería imposible encontrar a un director del Departamento de Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de quidditch, ¿saben? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.

Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aunque habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el señor Roberts recelara. En medio del prado se levantaba una extravagante tienda en seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada. Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.

—Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Miren, éste es nuestro sitio.

Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».

—¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy contento el señor Weasley—. El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se desprendió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entusiasmo—, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así siempre... Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?

Harry no había acampado en su vida: los Dursley no lo habían llevado nunca con ellos de vacaciones, preferían dejarlo con la señora Figg, una vecina anciana. Adelyn lo notó, y fue ella quien se acercó a ayudar, pues a pesar de ser de sangre pura, había acampado un par de veces con su tía, que siempre había estado fascinada por cómo funcionaba el mundo muggle y prefería usar la menor cantidad de magia posible. Ella, Harry y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.

Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Adelyn parecía haberse dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.

—Estaremos un poco apretados —dijo—, pero cabremos. Entren a echar un vistazo.

Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de forma muy parecida al de la señora Figg: las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de ganchillo, y olía a gato.

—Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tiene lumbago, el pobre.

Cogió la tetera polvorienta y la observó por dentro.

—Necesitaremos agua...

—En el plano que nos ha dado el muggle hay señalada una fuente —dijo Ron, que había entrado en la tienda detrás de Harry y no parecía nada asombrado por sus dimensiones internas—. Está al otro lado del prado.

—Bien, ¿por qué no van por agua Harry, Adelyn, Hermione y tú? —El señor Weasley les entregó la tetera y un par de cazuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para hacer fuego.

—Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente...?

—¡La seguridad antimuggles, Ron! —le recordó el señor Weasley, impaciente ante la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los muggles de verdad acampan, hacen fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!

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