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seventeen

HERMIONE Y LOS ELFOS DOMÉSTICOS

HARRY, ADELYN, RON Y HERMIONE fueron aquella noche a buscar a Pigwidgeon a la lechucería para que Harry le pudiera enviar una carta a Sirius diciéndole que había logrado burlar al dragón sin recibir ningún daño. Por el camino, Harry puso a Ron al corriente de todo lo que Sirius le había dicho sobre Karkarov. Aunque al principio Ron se mostró impresionado al oír que Karkarov había sido un mortífago, para cuando entraban en la lechucería se extrañaba de que no lo hubieran sospechado desde el principio.

—Todo encaja, ¿no? —dijo—. ¿No os acordáis de lo que dijo Malfoy en el tren de que su padre y Karkarov eran amigos? Ahora ya sabemos dónde se conocieron. Seguramente en los Mundiales iban los dos juntitos y bien enmascarados... Pero te diré una cosa, Harry: si fue Karkarov el que puso tu nombre en el cáliz, ahora mismo debe de sentirse como un idiota, ¿a que sí? No le ha funcionado, ¿verdad? ¡Sólo recibiste un rasguño! Ven acá, yo lo haré.

Pigwidgeon estaba tan emocionado con la idea del reparto, que daba vueltas y más vueltas alrededor de Harry, ululando sin parar. Ron lo atrapó en el aire y lo sujetó mientras Harry le ataba la carta a la patita.

—No es posible que el resto de las pruebas sean tan peligrosas como ésta... ¿Cómo podrían serlo? —siguió Ron, acercando a Pigwidgeon a la ventana—. ¿Sabes qué? Creo que podrías ganar el Torneo, Harry, te lo digo en serio.

Harry sabía que Ron sólo se lo decía para compensar de alguna manera su comportamiento de las últimas semanas, pero se lo agradecía de todas formas. Hermione, sin embargo, se apoyó contra el muro de la lechucería, cruzó los brazos y miró a Ron con el entrecejo fruncido.

—A Harry le queda mucho por andar antes de que termine el Torneo —declaró muy seria—. Si esto ha sido la primera prueba, no me atrevo a pensar qué puede venir después.

—No importa de lo que se traten las otras pruebas, Harry —le aseguró Adelyn—. Encontraremos la forma de ayudarte igualmente.

—Eres la esperanza personificada, Hermione —le reprochó Ron, concordando con Adelyn—. Parece que te hayas puesto de acuerdo con la profesora Trelawney.

Arrojó al mochuelo por la ventana. Pigwidgeon cayó cuatro metros en picado antes de lograr remontar el vuelo. La carta que llevaba atada a la pata era mucho más grande y pesada de lo habitual: Harry no había podido vencer la tentación de hacerle a Sirius un relato pormenorizado de cómo había burlado y esquivado al colacuerno volando en torno a él. Contemplaron cómo desaparecía Pigwidgeon en la oscuridad, y luego dijo Ron:

—Bueno, será mejor que bajemos para tu fiesta sorpresa, Harry. A estas alturas, Fred y George ya habrán robado suficiente comida de las cocinas del castillo.

Por supuesto, cuando entraron en la sala común de Gryffindor todos prorrumpieron una vez más en gritos y vítores. Había montones de pasteles y de botellas grandes de zumo de calabaza y cerveza de mantequilla en cada mesa. Lee Jordan había encendido algunas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que no necesitaban fuego porque prendían con la humedad, así que el aire estaba cargado de chispas y estrellitas. Dean Thomas, que era muy bueno en dibujo, había colgado unos estandartes nuevos impresionantes, la mayoría de los cuales representaban a Harry volando en torno a la cabeza del colacuerno con su Saeta de Fuego, aunque un par de ellos mostraban a Cedric con la cabeza en llamas.

Harry se sirvió comida (casi había olvidado lo que era sentirse de verdad hambriento) y se sentó con Adelyn, Ron y Hermione. No podía concebir tanta felicidad: tenía de nuevo a Ron de su parte, había pasado la primera prueba y no tendría que afrontar la segunda hasta tres meses después.

—¡Jo, cómo pesa! —dijo Lee Jordan cogiendo el huevo de oro, que Harry había dejado en una mesa, y sopesándolo en una mano—. ¡Vamos, Harry, ábrelo! ¡A ver lo que hay dentro!

—Se supone que tiene que resolver la pista por sí mismo —objetó Hermione—. Son las reglas del Torneo...

—También se suponía que tenía que averiguar por mí mismo cómo burlar al dragón —susurró Harry para que sólo su amiga y novia pudieran oírlo, y Adelyn sonrió sintiéndose un poco culpable.

—¡Sí, vamos, Harry, ábrelo! —repitieron varios.

Lee le pasó el huevo a Harry, que hundió las uñas en la ranura y apalancó para abrirlo. Estaba hueco y completamente vacío. Pero, en cuanto Harry lo abrió, el más horrible de los ruidos, una especie de lamento chirriante y estrepitoso, llenó la sala. Lo más parecido a aquello que Harry había oído había sido la orquesta fantasma en la fiesta de cumpleaños de muerte de Nick Casi Decapitado, cuyos componentes tocaban sierras musicales.

—¡Ciérralo! —gritó Fred, tapándose los oídos con las manos.

—¿Qué era eso? —preguntó Seamus Finnigan, observando el huevo cuando Harry volvió a cerrarlo—. Sonaba como una banshee. ¡A lo mejor te hacen burlar a una de ellas, Harry!

—¡Era como alguien a quien estuvieran torturando! —opinó Neville, que se había puesto muy blanco y había dejado caer los hojaldres rellenos de salchicha—. ¡Vas a tener que luchar contra la maldición cruciatus!

—No seas tonto, Neville, eso es ilegal —observó George—. Nunca utilizarían la maldición cruciatus contra los campeones. Yo creo que se parecía más bien a Percy cantando... A lo mejor tienes que atacarlo cuando esté en la ducha, Harry.

—¿Quieres un trozo de tarta de mermelada, Hermione? —le ofreció Fred.

Hermione miró con desconfianza la fuente que él le ofrecía. Fred sonrió.

—No te preocupes, no le he hecho nada —le aseguró—. Con las que hay que tener cuidado es con las galletas de crema.

Neville, que precisamente acababa de probar una de esas galletas, se atragantó y la escupió. Fred se rió.

—Sólo es una broma inocente, Neville...

Hermione se sirvió un trozo de tarta de mermelada y preguntó:
—¿Has cogido todo esto de las cocinas, Fred?

—Ajá —contestó Fred muy sonriente. Adoptó un tono muy agudo para imitar la voz de un elfo—: «¡Cualquier cosa que podamos darle, señor, absolutamente cualquier cosa!» Son la mar de atentos... Si les digo que tengo un poquito de hambre son capaces de ofrecerme un buey asado.

—¿Cómo te las arreglas para entrar? —preguntó Hermione, con un tono de voz inocentemente indiferente.

—Es bastante fácil —dijo Fred—. Hay una puerta oculta detrás de un cuadro con un frutero. Cuando uno le hace cosquillas a la pera, se ríe y... —se detuvo y la miró con recelo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —contestó rápidamente Hermione.

—¿Vas a intentar ahora llevar a los elfos a la huelga? —inquirió George—. ¿Vas a dejar todo eso de la propaganda y sembrar el germen de la revolución?

Algunos se rieron alegremente, pero Hermione no contestó.

—Chicos —musitó Adelyn—. No hace falta burlarse, ¿de acuerdo? —Hermione finalmente la miró.

—No necesito que me defiendas, Adelyn —negó. La nombrada la miró y en lugar de intentar hablar con ella, solo suspiró y bajó la mirada. Ron y Harry se miraron.

—¡No vayas a enfadarlos diciéndoles que tienen que liberarse y cobrar salarios! —le advirtió Fred—. ¡Los distraerás de su trabajo en la cocina!

El que los distrajo en aquel momento fue Neville al convertirse en un canario grande.

—¡Ah, lo siento, Neville! —gritó Fred, por encima de las carcajadas—. Se me había olvidado. Es la galleta de crema que hemos embrujado.

Un minuto después las plumas de Neville empezaron a desprenderse, y, una vez que se hubieron caído todas, su aspecto volvió a ser el de siempre. Hasta él se rió.

—¡Son galletas de canarios! —explicó Fred con entusiasmo—. Las hemos inventado George y yo... Siete sickles cada una. ¡Son una ganga!

Era casi la una de la madrugada cuando por fin Harry subió al dormitorio acompañado de Adelyn, Ron, Neville, Seamus y Dean. Antes de cerrar las cortinas de su cama adoselada, Harry colocó la miniatura del colacuerno húngaro en la mesita de noche, donde el pequeño dragón bostezó, se acurrucó y cerró los ojos, no sin antes aceptar las caricias de la bruja. En realidad, pensó Harry, echando las cortinas, Hagrid y Adelyn tenían algo de razón: los dragones no estaban tan mal...

El comienzo del mes de diciembre llevó a Hogwarts vientos y tormentas de aguanieve. Aunque el castillo siempre resultaba frío en invierno por las abundantes corrientes de aire, a Harry le alegraba encontrar las chimeneas encendidas y los gruesos muros cada vez que volvía del lago, donde el viento hacía cabecear el barco de Durmstrang e inflaba las velas negras contra la oscuridad del cielo. Imaginó que el carruaje de Beauxbatons también debía de resultar bastante frío. Notó que Hagrid mantenía los caballos de Madame Maxime bien provistos de su bebida preferida: whisky de malta sin rebajar. Los efluvios que emanaban del bebedero, situado en un rincón del potrero, bastaban para que la clase entera de Cuidado de Criaturas Mágicas se mareara. Esto resultaba inconveniente, dado que seguían cuidando de los horribles escregutos y necesitaban tener la cabeza despejada.

—No estoy seguro de si hibernan o no —dijo Hagrid a sus alumnos, que temblaban de frío, en la siguiente clase, en la huerta de las calabazas—. Lo que vamos a hacer es probar si les apetece echarse un sueñecito... Los pondremos en estas cajas.

Sólo quedaban diez escregutos. Aparentemente, sus deseos de matarse se habían limitado a los de su especie. Para entonces tenían casi dos metros de largo. El grueso caparazón gris, las patas poderosas y rápidas, las colas explosivas, los aguijones y los aparatos succionadores se combinaban para hacer de los escregutos las criaturas más repulsivas que Harry hubiera visto nunca. Desalentada, la clase observó las enormes cajas que Hagrid acababa de llevarles, todas provistas de almohadas y mantas mullidas.

—Los meteremos dentro —explicó Hagrid—, les pondremos las tapas, y a ver qué sucede.

Pero no tardó en resultar evidente que los escregutos no hibernaban y que no se mostraban agradecidos de que los obligaran a meterse en cajas con almohadas y mantas, y los dejaran allí encerrados. Hagrid enseguida empezó a gritar: «¡No os asustéis, no os asustéis!», mientras los escregutos se desmadraban por el huerto de las calabazas tras dejarlo sembrado de los restos de las cajas, que ardían sin llama. La mayor parte de la clase (con Malfoy, Crabbe y Goyle a la cabeza) se había refugiado en la cabaña de Hagrid y se había atrincherado allí dentro. Harry, Adelyn, Ron y Hermione, sin embargo, estaban entre los que se habían quedado fuera para ayudar a Hagrid. Entre todos consiguieron sujetar y atar a nueve escregutos, aunque a costa de numerosas quemaduras y heridas. Al final no quedaba más que uno.

—¡No lo espantéis! —les gritó Hagrid a Harry y Ron, que le lanzaban chorros de chispas con las varitas. El escreguto avanzaba hacia ellos con aire amenazador, el aguijón levantado y temblando—. ¡Sólo hay que deslizarle una cuerda por el aguijón para que no les haga daño a los otros!

—¡Por nada del mundo querríamos que sufrieran ningún daño! —exclamó Ron con enojo mientras Harry y él retrocedían hacia la cabaña de Hagrid, defendiéndose del escreguto a base de chispas.

—Bien, bien, bien... esto parece divertido.

Rita Skeeter estaba apoyada en la valía del jardín de Hagrid, contemplando el alboroto. Aquel día llevaba una gruesa capa de color fucsia con cuello de piel púrpura y, colgado del brazo, el bolso de piel de cocodrilo.

—Chicos, muévanse —pidió Adelyn, y ambos le hicieron caso—. ¡Immobulus!

Hagrid se lanzó sobre el escreguto que estaba temporalmente congelado, y lo aplastó contra el suelo.

—¡Finite!

El animal recuperó la movilidad y disparó por la cola un chorro de fuego que estropeó las plantas de calabaza cercanas.

—¿Quién es usted? —le preguntó Hagrid a Rita Skeeter, mientras le pasaba al escreguto un lazo por el aguijón y lo apretaba.

—Rita Skeeter, reportera de El Profeta —contestó Rita con una sonrisa. Le brillaron los dientes de oro.

—Creía que Dumbledore le había dicho que ya no se le permitía entrar en Hogwarts —contestó ceñudo Hagrid, que se incorporó y empezó a arrastrar el escreguto hacia sus compañeros. Rita actuó como si no lo hubiera oído.

—¿Cómo se llaman esas fascinantes criaturas? —preguntó, acentuando aún más su sonrisa.

—Escregutos de cola explosiva —gruñó Hagrid.

—¿De verdad? —dijo Rita, llena de interés—. Nunca había oído hablar de ellos... ¿De dónde vienen?

Harry notó que, por encima de la enmarañada barba negra de Hagrid, la piel adquiría rápidamente un color rojo mate, y se le cayó el alma a los pies. ¿Dónde había conseguido Hagrid los escregutos?

Adelyn, que parecía estar igual de sorprendida por la pregunta que Hagrid, se apresuró a intervenir.

—Son muy interesantes, ¿verdad? ¿Verdad, Harry?

—¿Qué? ¡Ah, sí...!, ¡ay!... muy interesantes —dijo Harry al recibir un pisotón.

—¡Ah, pero si estás aquí, Harry! —exclamó Rita Skeeter cuando lo vio—. Así que te gusta el Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿eh? ¿Es una de tus asignaturas favoritas?

—Sí —declaró Harry con rotundidad. Hagrid le dirigió una sonrisa.

—Divinamente —dijo Rita—. Divinamente de verdad. ¿Lleva mucho dando clase? —le preguntó a Hagrid.

Harry notó que los ojos de ella pasaban de Dean (que tenía un feo corte en la mejilla) a Lavender (cuya túnica estaba chamuscada), a Seamus (que intentaba curarse varios dedos quemados) y luego a las ventanas de la cabaña, donde la mayor parte de la clase se apiñaba contra el cristal, esperando a que pasara el peligro.

—Éste es sólo mi segundo curso —contestó Hagrid.

—Divinamente... ¿Estaría usted dispuesto a concederme una entrevista? Podría compartir algo de su experiencia con las criaturas mágicas. El Profeta saca todos los miércoles una columna zoológica, como estoy segura de que sabrá. Podríamos hablar de estos... eh... «escorbutos de cola positiva» —Adelyn rodó los ojos, y Ron y Harry, conociendo sus intenciones, la detuvieron antes de que atacara a Skeeter. Ron la sostuvo mientras Harry le sacaba la varita. La bruja los miró mal.

—Escregutos de cola explosiva —la corrigió Hagrid—. Eh... sí, ¿por qué no?

A Adelyn aquello le dio muy mala espina, pero no había manera de decírselo a Hagrid sin que Rita Skeeter se diera cuenta, así que aguantó en silencio mientras Hagrid y Rita Skeeter acordaban verse en Las Tres Escobas esa misma semana para una larga entrevista. Luego sonó la campana en el castillo, señalando el fin de la clase.

—¡Bueno, Harry, adiós! —lo saludó Rita Skeeter con alegría cuando él se iba con Adelyn, Ron y Hermione—. ¡Hasta el viernes por la noche, Hagrid!

—Le dará la vuelta a todo lo que diga Hagrid —dijo Harry en voz baja.

—Mientras no haya importado los escregutos ilegalmente o algo así... —agregó Hermione muy preocupada.

Se miraron entre sí. Ése era precisamente el tipo de cosas de las que Hagrid era perfectamente capaz.

—Oh, es peor que eso —musitó Adelyn. Los tres la miraron—. Son híbridos. Nunca había oído de ellos antes, y Hagrid parece saber muy poco de ellos, lo que me lleva a pensar que él fue el primero en criarlos.

Los cuatro se miraron en silencio, aterrados.

—Hagrid ya ha dado antes muchos problemas, y Dumbledore no lo ha despedido nunca —dijo Ron en tono tranquilizador—. Lo peor que podría pasar sería que Hagrid tuviera que deshacerse de los escregutos. Perdón, ¿he dicho lo peor? Quería decir lo mejor.

Harry y Hermione se rieron mientras Adelyn negaba divertida y, algo más alegres, se fueron a comer.

Adelyn disfrutó mucho la clase de Adivinación de aquella tarde. Seguían con los mapas planetarios y las predicciones; pero, como Ron y Harry eran amigos de nuevo, la clase volvía a resultar muy divertida. La profesora Trelawney, que se había mostrado tan satisfecha del pelirrojo cuando predecía su horrible muerte, volvió a enfadarse de la risa tonta que les entró a los tres en medio de su explicación de las diversas maneras en que Plutón podía alterar la vida cotidiana.

—Me atrevo a pensar —dijo en su voz tenue que no ocultaba el evidente enfado— que algunos de los presentes —miró reveladoramente a Harry— se mostrarían menos frívolos si hubieran visto lo que he visto yo al mirar esta noche la bola de cristal. Estaba yo sentada cosiendo, cuando no pude contener el impulso de consultar la bola. Me levanté, me coloqué ante ella y sondeé en sus cristalinas profundidades... ¿Y a que no diríais lo que vi devolviéndome la mirada?

—¿Un murciélago con gafas? —dijo Ron en voz muy baja.

Harry hizo enormes esfuerzos para no reírse. Adelyn los golpeó a los dos, mordiéndose el labio para intentar ocultar su sonrisa.

—La muerte, queridos míos.

Parvati y Lavender se taparon la boca con las manos, horrorizadas.

—Sí —dijo la profesora Trelawney—, viene acercándose cada vez más, describiendo círculos en lo alto como un buitre, bajando, cerniéndose sobre el castillo...

Miró con enojo a Harry, que bostezaba con descaro.

—Daría más miedo si no hubiera dicho lo mismo ochenta veces antes —comentó Harry, cuando por fin salieron al aire fresco de la escalera que había bajo el aula de la profesora Trelawney—. Pero si me hubiera muerto cada vez que me lo ha pronosticado, sería a estas alturas un milagro médico.

—O un gato —sugirió Adelyn—... no, espera, ¿cuántas veces van?

—Ya se ha pasado de las nueve —le aseguró a su novia.

—Serías un concentrado de fantasma —dijo Ron riéndose alegremente cuando se cruzaron con el Barón Sanguinario, que iba en el sentido opuesto, con una expresión siniestra en los ojos—. Al menos no nos han puesto deberes. Espero que la profesora Vector le haya puesto a Hermione un montón de trabajo. Me encanta no hacer nada mientras ella está...

—Hablando de Hermione —Harry lo interrumpió, y volteó a ver a su novia—. ¿Por qué siguen peleadas? —Adelyn suspiró.

—¿Qué se supone que haga, Harry? —cuestionó—. ¿Disculparme por responder a su pregunta?

—¿Pero no la extrañas? —inquirió Ron.

—Claro que la extraño, es mi mejor amiga —se quejó—. Que no esté totalmente de acuerdo con sus métodos no quiere decir que no apoye lo que intenta hacer. Pero no es como si pudiera explicárselo cuando cada vez que abro la boca para intentarlo ella ya se encuentra en el otro lado del castillo —Harry y Ron se miraron—. De todas formas, ustedes dos al fin se hablan. Deberían celebrarlo en lugar de preocuparse por mi amistad con Hermione. Además, si yo no puedo hacer nada para arreglarla, dudo que ustedes consigan un resultado distinto.

Hermione no fue a cenar, ni la encontraron en la biblioteca cuando fueron a buscarla. Dentro sólo estaba Viktor Krum. Ron merodeó un rato por las estanterías, observando a Krum y cuchicheando con Harry y Adelyn sobre si pedirle un autógrafo. Pero luego Ron se dio cuenta de que había al acecho seis o siete chicas en la estantería de al lado debatiendo exactamente lo mismo, y perdió todo interés en la idea.

—Pero ¿adónde habrá ido? —preguntó Ron mientras volvían con la pareja a la torre de Gryffindor.

—Ni idea... —negó Harry—. «Tonterías.»

Apenas había empezado la Señora Gorda a despejar el paso, cuando las pisadas de alguien que se acercaba corriendo por detrás les anunciaron la llegada de Hermione.

—¡Harry! —llamó, jadeante, y patinó al intentar detenerse en seco (la Señora Gorda la observó con las cejas levantadas)—. Tienes que venir, Harry. Tienes que venir: es lo más sorprendente que puedas imaginar. Por favor...

Agarró a Harry del brazo e intentó arrastrarlo por el corredor.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—Ya lo verás cuando lleguemos. Ven, ven, rápido...

Harry miró a Ron, y él le devolvió la mirada, intrigado.

—Vale —aceptó Harry, que dio media vuelta para acompañar a Hermione. Ron se apresuró para no quedarse atrás. Ambos se detuvieron al no ser acompañados por Adelyn.

—¡Ah, no os preocupéis por mí! —les aseguró—. Tengo dos animales que cuidar —Oriol y Anwyll se asomaron por el dobladillo y el bolsillo de su túnica, respectivamente. Adelyn se dio la vuelta e ingresó a la sala común.

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