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Capítulo 40

—Recuerdo que todo se puso aún más mal cuando comencé la escuela. Las cosas solo fueron a peor y sentía como si todo se derrumbara y cayera sobre mis hombros...

Celeste caminaba hacia casa, sin las más mínimas ganas de llegar. Sostenía su mochila entre sus manos mientras sus muertos orbes dorados examinaban el mismo camino que debía tomar todos los días. Era curioso como aquellas calles la sacaban del infierno y la llevaban nuevamente allí después de unas horas de conocer el cielo lejos de este.

Tras sentir la risotada de un niño en el parque que quedaba a tan solo unas cuadras de su destino, se tomó el atrevimiento de apartar su mirada y colocarla sobre el protagonista de tal escándalo.

El chico se encontraba sentado sobre uno de los columpios. Tenía a tres más a su lado, dos a su izquierda y uno a su derecha. Justo al frente había un pobre niño que imploraba piedad mientras extendía lo que parecía ser un emparedado como una especie de ofrenda. Parecía una de esas escenas de un manfioso rodeado de sus secuaces intimidando a un inocente.

Celeste no se movió de su lugar, tampoco cambió de semblante, ni siquiera cuando la vista del que parecía ser líder se posó sobre ella. Él la miró con el ceño fruncido y su rostro arrugado debido al esfuerzo que ponía en hacer una expresión que le implantara en los huesos el temor.

—¿¡Y tú qué!? —gritó el chico, poniéndose en pie. Comenzó a caminar, pisando en el proceso la mano de aquel que se encontraba frente a él. Se detuvo a unos metros de la pelirrosa y esbozó la sonrisa más diabólica que su pequeña boquita le permitió—. ¿Acaso intentas defenderlo? —completó, con desdén. Ya había una mocosa que se había interpuesto entre él y su labor de hacer a todos temer con su nombre, una pequeña mocosa que recibió su merecido por salvar a una de sus víctimas.

Celeste ni se inmutó. Ni siquiera habló. Le importaba tres hectáreas de mierda lo que le sucediera a ese idiota, seguramente él se lo había buscado por juntarse con esa escoria. Simplemente había mirando por lo ruidosa que se había tornado la escena. No contestó, simplemente retomó su andadura.

—¡Oye, no me ignores! —exigió enfadado el chico. Corrió hasta llegar a la chica y se interpuso en su camino. La tomó de su blusa y la jaló hacia arriba—. ¿Acaso no sabes quién soy?

—Aparta. No puedo llegar tarde —dijo la de dorados orbes, en tono bajo, pausada, calmada.

—Tal vez debería hacértelo saber...

Esa fue la primera vez que me metí en una pelea callejera. Esos niños no tuvieron la decencia de pelear uno a uno contra mí, y barrieron el piso conmigo. Pero a pesar de estar demolida, adolorida y con sangre bañando mi rostro, me sentí aliviada al ver que la luna ya había salido. Yo iba a tardar más de lo que debía en llegar y sería menos tiempo el que tendría que pasar en esa casa.

Celeste se puso de puntillas para abrir la puerta principal con su propia llave, la misma que le había dado su madre para que cuando llegara de la escuela no la molestara. Eran pasadas las ocho y media de la noche.

Estando ya en el interior se quitó los zapatos como pudo y esperó un poco a qué sus ojos se adaptaran a la oscuridad. No quería encender ninguna luz para no llamar la atención de los mayores. Cuando pasaron unos minutos comenzó a caminar por el ancho pasillo que llevaba al recibidor. Sus pequeños oídos comenzaron a percibir el sonido del televisor encendido y, al final, comenzaba notarse la ligera claridad provocada por el aparato.

Al adentrarse en la sala de espera, Celeste divisó a sus progenitores sentados en el sofá, mirando una comedia mientras comían palomitas. De vez en cuando soltaban amplias carcajadas que hacían eco en aquellas paredes. No estaban preocupados, ni esperándola, no habían hecho una miserable llamada para saber por qué demoraba. No les importaba en lo más mínimo de seguridad de su hija.

Ellos estaban como si nada. Es más, se les veía más feliz que con ella por los alrededores.

Sus pequeños pasos la llevaron casi por inercia a colocarse junto al sofá, esperando que alguno de los dos se percatara de su presencia y volteara a verla. Se maldijo internamente por querer aquello.

—Al fin llegas —soltó la madre, sin siquiera apartar la vista del televisor. Dejó escapar una risotada al escuchar uno de los chistes de aquel programa barato. Como una dulce esposa le colocó una palomita a su marido en la boca—. Haz la cena, lava los platos, limpia las habitaciones. Antes que nada, haz que tu hermano deje de llorar. Me tiene ansiosa.

Celeste se limpió la sangre que chorreaba de su labio roto, esa que su madre ni siquiera había mirado. Tenía un ojo inflamado, las mejillas cubiertas de heridas, la ropa llena de polvo, el tabique de la nariz roto y el cabello alborotado. Estaba hecha una mierda y eso no le importaba a ninguno de ellos.

—No soy tu esclava —espetó como pudo, le dolía la garganta. No por sus sentimientos heridos, esos había aprendido a ignorarlos con el paso de los años, era más bien por el daño físico que había recibido.

Verónica se inclinó hacia adelante. De repente su semblante alegre se había transformado en una sombría expresión. Volteó a ver a Celeste de la forma más déspota y macabra que se pudiera.

—Mientras vivas bajo mi techo, tienes que hacer lo que te diga —sentenció la mayor.

Esa era la frase favorita de Verónica.

Una pequeña parte de Celeste esperó en ese momento algún comentario sobre su apariencia, algún regaño, alguna pregunta exigiendo una explicación. La mayor parte de Celeste sabía que eso no llegaría, por eso no se le rompió el corazón al ver a su madre incorporarse nuevamente junto a su padre, decidida a disfrutar de su programa y completamente segura de que su hija llevaría a cabo todas las tareas asignadas.

Celeste chasqueó los dientes y comenzó a caminar por el corredor. Su habitación era la última del pasillo, justo al final. Antes de poder llegar a ella y trancarse tuvo que pasar junto a la se Yuuki, lugar donde pudo escuchar a su hermanito llorar desesperadamente.

No era un buen día, así que eso la sacó más de quicio de lo que haría normalmente.

—¡Cállate de una vez! —exclamó, golpeando bruscamente la puerta del menor de los Izumi.

Dejó de tocar cuando sintió que los alaridos se transformaban en pequeños sollozos. Complacida, se dispuso a dirigirse nuevamente a su habitación cuando la puerta se abrió, mostrando a un pequeño Yuuki. Ella no iba a voltear a verlo, no tenía ni las mínimas ganas, pero la vocesita del niño la obligó a detener su paso nuevamente.

—One-chan... —susurró el peliazul, abrazando con fuerzas su almohada mientras imaginaba que era alguna especie de peluche. Todavía tenía los ojos llorosos y se le escapaba algún que otro suspiro.

—Déjame en paz —escupió con despecho la pelirrosa, mirándolo por encima del hombro. Quería que sus orbes iguales a los de un águila sedienta de sangre apartaran de una vez a esa molestia.

—One-chan, ¿estás bien? —inquirió el menor, soltando la almohada. Corrió como pudo hasta colocarse junto a su hermana mayor. Comenzó a llorar nuevamente cuando la vio toda magullada.

—Yuuki estaba llorando ese día porque yo no había llegado a casa. Estaba preocupado por mí. Y cuando me vio de ese modo, volvió a llorar como el niño que era. Aún así, yo solo desquitaba todo el rencor que sentía hacia mis padres con él. Yuuki fue durante muchos años mi saco de boxeo; pero no importaba cuando lo golpeara, él seguía ahí para mí, preocupado por mí. Durante años sentí que había algo mal en mí, que era defectuosa, que no merecía el amor de mis padres. Estaba tan ciega que no veía que había alguien que me amaba aún a pesar de que yo le mostraba mi peor cara. Yuuki me enseñó lo que es el verdadero amor, y lamento con todo mi ser haber tardado tantos años para comprenderlo.

El siguiente día las heridas de Celeste no habían cicatrizado, pero volvió a detener su camino en aquel mismo parque. Examinaba a los mismos chicos, sabiendo lo que eso desencadenaría.

Pero aquella era la excusa perfecta para sí misma.

No quería llegar a casa.

—¿Tú otra vez?

Y justo como lo había planeado, comenzó otra pelea.

—A partir de entonces comencé a buscar discusiones, a molestar a los matones. Quería pelear. Bolcaba todas mis emociones negativas en golpear y llegaba en la noche a casa. Era premio doble. Lo malo era que solía perderlas casi todas, aunque el dolor físico, con el tiempo, dejó de molestarme. Yuuki seguía esperándome llorando, Verónica no me esperaba, pero sí tenía preparadas una larga lista de tareas para mí. El cambio más radical a mi vida llego un año después, cuando cumplí los once años.

Celeste se encontraba tirada en el suelo. No se resistía, estaba consciente de que ya había perdido. Solo le quedaba esperar a que se aburrieran aquellos dos chicos que le pateaban el estómago mientras soltaban chistes machistas y absurdos al respecto.

En algún momento los movimientos de sus agresores se detuvieron. Ella no esperó verlos caer al piso completamente noqueados, pero ahí estaban.

La pelirrosa se puso en pie bastante incrédula. Se sostuvo una costilla rota mientras trataba de mantener el equilibrio. Todavía no daba crédito a lo que veía.

Un mocoso de su misma edad había limpiado el suelo con esos chicos de casi catorce años. Lo que era más, el chico lo había hecho sin recibir ni un rasguño, a una gran velocidad y con una gigantesca sonrisa.

Él estaba justo al frente, con una mano sujetaba un chupa chups, la otra la traía escondida en el bolsillo de su chandal negro. Iba con chanclas, cosa que hacía aún más difícil de creer que hubiera derrotado tan fácilmente a los otros.

—Te equivocas —soltó de repente el rubio, llevando su dulce a la boca—. Tú nunca podrás vencerlos con fuerza, al menos no por ahora. Para las mujeres en las artes marciales su mayor arma es su flexibilidad.

—¿Y tú quién eres? —Celeste sintió la inminente necesidad de preguntar aquello. Había sido abrumada por el aura tranquila pero feroz de aquel desconocido. Puso todo su empeño y las pocas fuerzas que le quedaban en sonar descortés y cortante, justo como siempre, pero aquello no había provocado que la gigante sonrisa en su acompañante se borrara.

—El gran Mikey ha venido a salvarte —fanfarroneó el chico, dándose aires superiores. Elevó las comisuras de sus labios a su máximo expendor y se inclinó ligeramente hacia adelante para quedar cerca de la chica—. Celeste Izumi, sé mi amiga.

Jamás esperé que esa pulga revoluvionara mi mundo como lo hizo. Al principio pasé de él, lo ignoré, lo mandé a la mierda. A Manji no le importó, estaba empeñado en que fuéramos amigos. Me seguía, me abrazaba de la nada, comenzó a defenderme y a meterse en mis peleas. Quería ahorcarlo por ser tan meloso. Pero justo como Yuuki me enseñó lo que era amar, Manji me mostró que yo sí valía, hizo que se despertara un lado salvaje en mí. Así que, sin tan siquiera darme cuenta, cambié la historia...

Celeste se adentró en su casa. Ese día estaba especialmente molesta debido a que, si bien había derrotado a tres mocosos, el cuarto había logrado derribarla.

No le hizo ni puta gracia encontrar a Verónica esperándola en la puerta, con esa mirada engreída y superior que solía dedicarle.

—¿Dónde demonios has estado, basura malcriada? —preguntó la mayor, hastiada.

—No te importa —respondió Celeste, apoyándose en la pared para quitarse sus zapatos.

—Sí me importa cuando la cena y la plancha dependen de tí. Y no me contestes.

—No soy tu esclava —siseó Celeste, comenzando a quitarse el segundo zapato. La escándalosa carcajada de su progenitora hizo que se detuviera en seco.

—Te dije que mientras vivieras bajo mi techo debes hacer lo que yo diga —vociferó Verónica, esbozando una sonrisa de lado.

En ese momento... Simplemente exploté.

—Bien. —Celeste comenzó a ponerse de vuelta sus zapatos.

—¿Qué haces?

—Me voy de abajo de tu techo —simplificó la menor, pausadamente.

—¿Te crees listilla con tus bromas?

—No es una broma, Verónica.

—¡One-chan! —llamó Yuukine, corriendo al encuentro de la aludida. Se detuvo a unos pasos porque sabía que Celeste no reaccionaba de forma dulce a las muestras de afecto, así que tuvo que contener las ganas de abrazarla.

—Vaya, el otro. A qué no adivinas que quiere hacer tu one-chan —dijo con sorna Verónica, incapaz de creerse aquellas palabras. Pensaba que la niña solo estaba montando una escena. Cuando tuvo lo mirada del peliazul sobre ella se cruzó de brazos y prosiguió, regocijándose en la triste expresión del pequeño. Disfrutaba hacerlos sufrir, y sabía que ese mocoso tenía una especial obsesión con su hermana mayor—. Se va de casa. Ya no la volverás a ver nunca más.

Yuukine giró su rostro veloz donde Celeste corroborando tal información. La chica ya se encontraba caminando para volver a abrir la puerta. Ni siquiera había recogido ropa o comida, se iba así sin más. Su pequeño corazoncito se oprimió y por puro instinto rompió la única regla que tenía con su hermana. La tocó.

Celeste detuvo su paso al sentir como su mano era apresada por la del pequeño Yuukine. Iba a gritarle mil barbaridades por aquello, pero cuando se volteó a verlo y lo encontró llorando en silencio, con lagrimones descendiendo por sus mejillas pero sin rechistar en voz alta para no molestarla, con una expresión asustada y quebrada... Ella simplemente no pudo hacerlo.

—¿A -dónde v-vas, one-chan? —cuestionó, entre pequeños hipos que difícilmente lo dejaron completar la oración.

—Lejos —simplificó Celeste, mirando por encima del hombro a Verónica, quien todavía no creía que sus palabras fueran ciertas.

—¿Puedo ir contigo?

—No.

Yuukine dio dos pasos. Le temblaba hasta el alma, pero no la soltaría.

—Yo quiero contigo. One-chan, déjame ir contigo.

Celeste resopló, descontenta con esa decisión. Comprendía el deseo de Yuukine de querer huir de ese infierno, pero lo que no podía entender de ningún modo es que quisiera hacerlo con ella, quien lo había tratado como un trapo todo ese tiempo.

Era menor y débil. Una completa molestia. La respuesta sin dudas seguía siendo no.

Siempre fue no, pero al momento de ponerlo en palabras se le escapó de los labios un:

—Bien.

Solo después de decirlo, Celeste fue consciente de lo que había hecho. Iba a retractarse cuando vio dibujada en el rostro de Yuukine una hermosa y complacida sonrisa. Sus lágrimas de dolor se habían transformado en unas de alegría.

Unos aplausos interrumpieron la escena—. Precioso e inesperado de tí, pequeño trozo de mierda. Pero realmente no tengo tiempo para esto, muero de hambre. Celeste regresa a la cocina de una vez.

La aludida ignoró esas palabras y abrió la puerta. El camino hacia el esterior fue aún más glorioso que nunca. Se sintió de maravilla poner un pie sobre el césped. Esa era su esperada libertad.

No regañó a Yuukine por agarrarse de su pullover mientras trataba de seguirle el ritmo. El pobre hacía su mayor esfuerzo para no ser un estorbo, pero al fin y al cabo seguía siendo un niño.

—¡Si te atreves a abandonarnos, ni se te ocurra regresar!

No estaba en planes volver. No importaba lo que me costara, yo no iba a regresar. Prefería morir en el intento. Yuuki estuvo conmigo todo el tiempo. Entonces llegaron momentos difíciles. No teníamos dónde ir, ni quien nos recibiera, ni comida. No teníamos nada. Recuerdo la horrible sensación de mi boca reseca rogándome algún bocado o agua. Recuerdo el abrumador frío de las noches que no desparecía ni cuando Yuuki se acurrucaba a mi en las más oscuras noches en la búsqueda de algo caliente. Recuerdo que la lluvia nos golpeaba, que el sol nos derretía. Dormíamos en las estaciones de trenes, en los parques. Pedimos limosna y solo con eso podíamos comprar algún que otro pan.

Ese día estaba lloviendo.

En algún momento Celeste había desechado la idea de mantener las distancias con Yuukine, había abandonado su política de espacio; porque en esos instantes de desgarrador frío y vientos que parecían querer arrancarle la piel, la única cálida sensación que podía experimentar era aquel abrazo de su hermano que nunca se había arrepentido de seguirla a esa vida llena de miserias.

Así que ahí estaban. Recostados a la pared de una casa cerca del parque, se encontraban envueltos en una agujereada manta que les había regalado por compasión una de las personas que les había dado alguna que otra moneda.

—One-chan... One-chan... —llamaba una y otra vez Yuukine, aferrándose con fuerza al cuerpo de su hermana.

—¿Qué sucede? —inquirió la mencionada, acurrucándose aún más al pequeño cuerpecito del menor. Esperó una respuesta que nunca llegó y se alarmó en demasía cuando sintió como Yuukine dejaba de abrazarla—. Oye... —Lo removió al percatarse que se había desmayado. De repente una extraña emoción le oprimió el pecho, ella no supo reconocerla porque jamás la había experimentado—¡Oye!

Celeste abrió sus ojos de par en par, abrumada por ese horrible sentimiento.

Entonces las gotas dejaron de impactar contra su rostro.

Anonadada, alzó la vista. Incapaz de contenerlas, las lágrimas que había estado reteniendo durante largos años de maltrato descendieron por sus mejillas al divisar a Manjirō con una inmensa sonrisa, tapándolos —a ella y a Yuukine— con su propia sombrilla mientras él recibía toda el agua.

—Cele-chi, vamos a casa.

Celeste no sabía cómo mierdas se había enterado ese entrometido de su situación, ni mucho menos qué significaba esa frase. Pero lo cierto era que, por primera vez, ella quería confiar en esas palabras.

.

.

.

























Palabras del autor:

Bueno, fue un capítulo un poco raro. Contado desde el punto de vista de Celeste, quien le ha estado haciendo toda la anécdota a sus amigas. Espero que se haya entendido.

En fin.

ManjiGod.

YuukiGod *inserto fotico de él*

CeleGod.

Aquí tenemos un trocito de la historia de Celeste. Es raro verla tan seria eh. Al principio era Manji el pegajoso.

Si te está gustando la historia vota y comenta para que llegue a más personas ~(˘▽˘~)(~˘▽˘)~

Lean comiendo palomitas ( ̄ω ̄)🍿

~Sora.



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