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Zaagi'idiwin - Amor


— Derrick lo sabe. Se reunirá conmigo en el momento en que arribe aquí. Está de camino. Es el huésped que Jones espera.

La sequedad de los labios entrecortaba mis palabras que, aunque sonaran seguras, por dentro temblaban.

— Sabe que traicionaré a Namid para salvarlo.

Antoine posó sus ojos en los míos con pesadumbre. Una pizca de esperanza los poblaba.

— Yo también he hecho algunas promesas — me adelanté a sus posibles preguntas. Un fuego distinto, regenerador, nos había unido en matrimonio ante los ancestros —. Pero debo romperlas para salvarlo.

— ¿De qué promesas estás hablando? — se alarmó.

Tomé aire y respondí:

— Me desposé con Namid antes de que los casacas rojas llegaran.

Hubiera deseado otra boda. Íntima, mas repleta de mis seres queridos. En el poblado, junto a la gran hoguera, al ritmo de los tambores ojibwa. Antoine me hubiera conducido hasta el altar improvisado, donde Honovi nos entregaría su bendición. Mitena y Huyana hubieran trenzado mi cabello para la ocasión y Florentine me hubiera confeccionado un vestido vaporoso. A un lado, Wenonah portaba las flores. Thomas Turner repartía botellas de whisky. Era feliz. Ishkode sonreía de verdad. Al otro lado, Jeanne contenía las lágrimas de júbilo con el vientre abultado por un embarazo sano. Estaba viva. Caminado por el sendero de tierra, Namid llegaba hasta mí con sus pieles más regias y un tocado de plumas. Éramos felices.

— ¿Có-cómo?

Pero nadie celebraría mi casamiento. Porque tenía que dejar de existir.

— Me casé con él, Antoine. Es mi esposo.

Era mi marido, no ante las leyes de mi mundo o del suyo, sino ante las nuestras, las que creábamos en un lienzo vacío.

— Soy la única que puede convencerle para que acepte el trato.

Lo vi. Vi la desaprobación del arquitecto bajo la gruesa capa de desconcierto. No porque me hubiera unido con Namid, sino porque ello significaba que me había entregado para siempre. Estaba manchada. Me había entregado a un proscrito, a un hombre que jamás cesaría de estar perseguido. Me había condenado a atarme a una sombra que estaría un par de pasos por delante, visible pero inalcanzable. Esa era la condena escrita en mi destino.

— Dime, ¿hubieras abandonado a Jeanne para salvarla, para poder verla desde lejos hasta la vejez? ¿Hubieras sido capaz de mentirle, de darle la espalda, para permitir dormir a su lado una noche más?

Sus pupilas se aguaron. Podría seguir adelante si él me comprendía.

— Hubiera vendido mi alma al diablo por ella — musitó con emoción.

Namid era una estrella, un astro que debía guiar a su pueblo hacia la salvación. Mi amor por aquel guerrero no provocaría más muertes, no lo ataría más en contra de su misión. Prefería una vida sin él que la culpabilidad de haberme puesto en su irremediable camino por mi egoísmo. Por fin había descubierto qué era el amor: permitir el sueño del prójimo sin importar las consecuencias personales.

— Yo acabo de venderla.


***


Antoine y yo no nos separamos ni un solo momento. Sin salir de la habitación, esperamos a que alguien nos proporcionara noticias. La comida llegó regularmente durante aquel día, con la única visita del servicio. Jones y Whytt parecían haberse evaporado. Sin embargo, me aferré a la convicción de que Namid estaría encerrado en algún calabozo, pero a escondidas. No lo declararían públicamente culpable hasta agotar todas las oportunidades para ratificar su firma en los documentos.

— Podrían forzarlo a embarcar.

Antoine estaba en lo cierto: no tenían por qué conseguir su consentimiento. No obstante, Derrick no quería recolectarlo como si fuera uno de sus muchos esclavos. Quería darle algo a cambio por sus servicios. Aquel documento convertiría a Namid en una cabeza de turco. En base a la ley, podría ser juzgado como un ciudadano y cargar las culpas.

— Van a forzarlo a la inglesa, pretendiendo que no lo hacen — añadí —. Creen que es lo suficientemente impredecible como para negarse. Es un buen trato... Recibirá un indulto para él y para su hermano..., podrá cruzar a su hogar y traspasar la frontera sin preguntas innecesarias. Y las armas..., las armas para su ejército — enumeré las ventajas — Solo un necio se negaría. Por eso las aceptó en el pasado.

— Étienne redactó los documentos de forma muy cuidadosa. Hasta diría que... — dudó—, hasta diría que formaba parte de su plan desde el principio. Quizá, después de todo, estaba colaborando para salvarlo.

La voz del prometedor abogado acarició mis oídos.

— He visto los indultos. No son falsos. Poseen el sello real — proseguí, buscando huir de las memorias relacionadas con Étienne —. Derrick está desesperado. Su desesperación será nuestra puerta trasera; por ella escaparemos cuando llegue el momento.

"Adelántate a tu oponente. Piensa en sus necesidades y apuñálale con ellas", me había enseñado Thomas Turner.

— Te seguiré allá donde ordenes — me aseveró.

— Hemos de sufrir un poco más. Debemos aguantar, fingir, hasta que Namid haya subido en ese barco. Pase lo que pase, todo valdrá la pena.

Antoine asintió, fiel y dispuesto. Luego tosió un par de veces y comentó:

— Namid no accederá si es obligado. Han matado a...

— A Namid ya no le queda orgullo. Se lo dio a Étienne. Está en esos papeles.

Del mismo modo que Derrick, había estado desesperado.

— Es la persona más generosa que conozco.

El conmocionado cumplido de Antoine me sobresaltó. Mi corazón latió de un golpe, perdidamente enamorado.

— Se..., se ha...

— Se ha rebajado para conseguir salvar a su pueblo. Que se quedara con nosotros no estaba en los planes, nos entrometimos sin buscarlo. Si yo no hubiera..., si yo no hubiera enfermado —¡cómo dolían aquellas certezas!—, Namid hubiera subido en el primer barco.

— El que naufragó — me recordó, puesto que se había enterado de las nuevas —. Namid ha seguido aquí por algo. Tal vez alguien, un ser superior, un dios, no sé, quiso que todo esto pasara así.

— Pero su tiempo aquí ha terminado. Lo siento en el aire. Me lo han transmitido las visiones, los sueños de nube roja. El Gran Espíritu lo reclama... Y debe responder a su llamada.


***


Al tercer día, la esposa de Jones llamó a la puerta. Las heridas sanaban a su libre albedrío, sin médico alguno que las revisara, y Antoine estaba tumbado junto a mí en la cama, contándome cuentos de su infancia afrancesada. Cuando entró, los dos nos incorporamos bruscamente, en guardia, y ella realizó una reverencia corta. Tal y como la recordaba de nuestro breve encuentro, vestía luto riguroso.

— Mi esposo desea cenar con ustedes en el salón principal.

Tras ella, dos criadas irrumpieron, cargando paños blancos y un vestido de tono azul marino.

— Un sirviente está esperándole en sus aposentos, señor Clément. Supongo que querrá refrescarse. Tendremos una visita importante.

Los dos nos miramos: Derrick estaría al caer.

— No tardaré. Nos veremos abajo — se levantó, diciéndome con la mirada que tuviera presente nuestra confabulación.

Le despedí sin emitir palabra y aquella mujer cerró la puerta con suavidad.

— Desnúdese. Debemos cambiarle los vendajes y vestirla.

Soterré las ganas de estamparle su falsa caridad en la cara. Tener que ponerme su vestido me producía náuseas.

— ¿El invitado importante es el heredero al condado de Devon? — sugerí nada más ponerme de pie con esfuerzo y un profundo dolor.

Las criadas se sorprendieron tímidamente. Yo podía estar confinada en aquel palacete, pero no era la rehén de nadie.

— Le pediría que no se entretuviera en tonterías.

Sus mocitas me rodearon, pidiendo un ligero permiso con sus rostros cabizbajos, y ella empezó a correr las cortinas para ocultar el paraje exterior. Pensé que se marcharía, mas tomó asiento, oteándome con fijeza.

— No necesito público.

— Quiero verla desnuda.

La tranquilidad de su tono me confundió un tanto.

— Vamos, rápido. Edward detesta esperar — se dirigió a las doncellas.

Ellas empezaron a trabajar sin dilación mientras yo me esforzaba en descubrir la naturaleza de sus verdaderas intenciones. Por el momento, había descubierto el nombre completo de mi captor: Edward Jones.

— ¿Cuántos años tiene, señorita Olivier?

Ajena a alteraciones, me proporcionó conversación. ¿Qué tipo de mujer estaría casada con alguien tan despiadado como Jones? O era el mismísimo demonio o era el alma más desgraciada del firmamento.

— Tengan cuidado — les regañó cuando yo di un respingo al recibir su tacto frío sobre la piel semidesnuda —. Dígame, ¿cuántos años tiene?

Ya me habían quitado el camisón, quedándome al descubierto. Los vendajes era lo único que ocultaba algunas zonas de los brazos, la mano que no había sufrido deformidades, y la extensión que iba desde la parte superior de mi ombligo hasta la línea media de mis senos. Gemí con molestias al tener que moverme: las costillas pedían clemencia.

— Veintiún años.

No podía concentrarme. Las costillas vociferaban como cuchillos y necesité cerrar los ojos cuando se dispusieron a cambiarme los paños que las constreñían. Jadeé al sentir su presión.

— Mi marido me contó que batalló usted en la guerra. La fortaleza de su cuerpo parece demostrarlo, pero me cuesta creer que no haya mentido respecto a su edad.

Me mareaba y tuve que apoyarme en el cabecero de la cama. Exhausta, elevé un poco una pierna, después otra, para que pudieran ponerme las enaguas pertinentes.

— Participé en la guerra con dieciséis años — murmuré, sudando.

— Posee usted una figura bonita. Lozana, firme — cambió de tema. Notaba cómo me escudriñaba al detalle, casi con cierto aire satisfactorio —. ¿También dejó de ser virgen a los dieciséis años?

Aquella mujer poseía el poder de mi abuela: averiguar los desflorecimientos ajenos. Escucharla me estremeció, aunque estaba demasiado ocupada para no desmayarme en los minutos en los que las criadas estaban situándome el faldón.

— La ausencia de compañía debe de haberla vuelto una chismosa.

Mi ingeniosa respuesta la desestabilizó.

— ¿No tiene hijos? — contraataqué.

Las sirvientas, que habían avanzado hasta la etapa de la camisa, estaban pálidas.

— No — contestó con dureza.

"Busca las debilidades. Busca las debilidades", me repetí.

— ¿Cuándo se casó con el gentil de Jones? Es manceba para ser viuda.

Frente a ella, ya que estaban situándome un ligero corsé sobre todos los fruncidos oscuros, advertí cómo su expresión se ensombrecía.

— ¿Por qué iba a ser viuda?

Sus ojos me evitaron por primera vez. Había encontrado una hendidura por la que insertar el veneno.

— Porque en mis costumbres, una cicatriz así es motivo de duelo por el esposo o la esposa.

Tragando saliva, me ataron el corpiño sin ejercer excesiva presión, la justa para mantener los huesos rotos en posición ordenada. Una me puso los zapatos y la otra inició la tarea de desenredarme el cabello.

— ¿Y qué costumbres son esas? — apuntó con desprecio contenido.

"Acorrálala. Acorrálala".

— Las de los pueblos de la Isla Tortuga.

Ella chasqueó la lengua con desdén.

— Conque Edward no fabulaba: usted es la cría obsesionada con los salvajes — tensa, se puso de pie. Había perdido toda aquella magnanimidad estoica. Las criadas se apartaron al unísono y la tuve enfrente —. Dígame, ¿se acostó con uno de ellos?

Forcé una sonrisa irónica que ocultaba una bofetada que la hubiera tirado de bruces al suelo.

— No es viuda. Esa cicatriz no se la infligió, se la infligieron. El tajo es deliberadamente irregular, imperceptible para la gran mayoría, pero no para mí. Debieron cortarle con saña, ¿no es cierto?

Hallando su flaqueza, ella me agarró de la barbilla, tirándome hacia su colérico semblante. Debía dejar de pensar en el dolor, debía mantenerme despierta.

— Es joven, temeraria, pero está horrenda. Una alimaña repleta de moratones — constató con las cejas henchidas de rabia —. Una ramera sucia que se pone a cuatro patas para que la fornique un salvaje.

Todos poseemos un daño irreparable, tan profundo que es nuestro escudo para protegernos del mundo. Una farisea muralla que esconde la vulnerabilidad de nuestro verdadero ser, la máscara que maquillamos día tras día para que nadie pueda descubrir lo aterrados que estamos en realidad. Y yo era experta en demolerlas.

— Se la hizo él, ¿verdad? Su marido la cortó.

El silencio apuñaló la habitación. Sus ojos, antaño tan seguros, se tornaron desvalidos. Había conseguido que estuviera asustada.

— Apuesto a que hubiera preferido mis costumbres.

Me empujó contra la pared, pero no me pegó. Hube de haber sentido pena por ella, sin embargo, no la albergué; su ahínco por mantener digna su muralla, por no dejar de mirarme como un perro rabioso, fue placentero.

— Me das asco — escupió —. Tú y tu despreciable salvaje estaréis pudriéndoos bajo tierra antes de lo que canta un gallo. Me encargaré de que sufras, fulana franchute.

Había perdido el control de sí misma..., con eso me bastaba. Todavía restaban acontecimientos que enfrentar antes de asesinarla.

— Deja de sonreír — me zarandeó.

No sabía pelear, era enclenque, pero la dejé hacer. Iba a propinarme un derechazo cuando la campanita de la entrada sonó, anunciando al esperado visitante. Ella entreabrió la boca, tomada por sorpresa, y se apartó. Pareció darse cuenta del error cometido, de la irracionalidad que la había poseído por dejarse manipular por mí: anduvo hasta la puerta con cautela, mirándome.

— Pronto dejarás de sonreír — me amenazó.

Antes de que saliera, contesté:

— Mis heridas se curarán, las tuyas no. 

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