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Wiisagi - Amargo

— ¡¿Has perdido el juicio?!

Evitando que la temida cólera de Derrick cayera sobre mí, Étienne me llevó a correprisa a la estancia que utilizaba como lugar de trabajo. Su tamaño, que superaba el de mis aposentos con creces, estaba ocupada por interminables estanterías de roble y muebles de estilo francés. En el centro, un enorme escritorio repleto de libros y papeles arrugados, así como varias botellas de vino vacías, no conseguían dotar a la habitación de una sensación hogareña.

— Definitivamente has perdido el juicio — ratificó al comprobar que estaba más ocupada en admirar la chimenea encendida que en sentir terror alguno —. ¿Me estás escuchando?

Me cogió de la muñeca con exigencia y me zafé con autoridad.

— No me toques — le advertí.

Él se ruborizó, tomado por sorpresa, y se disculpó.

— Quítate la idea de participar en la carrera de la cabeza. Antoine estará en contra y, aunque mi opinión no creo que cuente, yo también.

— Antoine no estará en contra. Hablas como si le conocieras. Ha cambiado mucho desde la última vez que le viste — le miré fijamente —. Y lamento que estés en contra de mi diversión, pero no me retractaré.

— ¿Diversión? ¿Crees que una carrera de ese tipo es una diversión?

— Te aseguro que he cabalgado en peores circunstancias que las que insinúas. Además, quiero ganarle.

— Es un fabuloso jinete.

— Me divertiré más, entonces — apunté con sarcasmo —. Además, ¿seguro que mi participación es lo que te agravia?

— ¿A qué te refieres?

— Pareces más ofendido porque haya retado a tu señor.

— ¿A mi señor? — se rió —. Derrick no es mi señor.

— Actúas como si fueras su siervo..., o su amigo..., no sé qué es peor.

— Desconocía que te interesaran mis amistades, Catherine.

— Me interesan si tu queridísimo Derrick insulta a Vittoria en mi presencia y tú te mantienes callado como un cobarde. O tratas a un joven honrado como si fuera una mosca molesta.

Sus ojos centellearon con dolor.

— Perdón por no ser tan íntegro como tú. Tenía la esperanza de que entrarías en razón, pero veo que es imposible. Sin embargo, no es una buena idea levantar la antipatía de los condes, sobre todo si estáis hospedándoos bajo su techo. Derrick no perdona, ejecuta.

— ¿Por eso trabajas para él?, ¿Porque tienes miedo de las represalias? — contraataqué, confundida por su lealtad —. Eres su abogado, ¿no? Llevas sus negocios de pieles en la Bahía de Hudson.

— ¿Por qué te expresas con tanto rencor? Es un trabajo digno como cualquier otro.

— Nunca pensé que usarías tu inteligencia para aprovecharte de las gentes de Nueva Francia. Te recordaba más altruista.

Él entreabrió la boca con indignación y dejó ir una risita molesta.

— ¿Conque era eso, no? — sonrió aunque estuviera enfadado —. ¿Todavía sigues obsesionada con los pieles rojas, Catherine?

¿Qué acababa de decir? ¿Esas palabras habían salido de la boca de Étienne?

— ¿Qué? ¿Qué esperabas que te dijera? — prosiguió ante mi asombro —. ¿Estás molesta conmigo porque dirijo las cuentas del conde en sus inversiones en el Nuevo Mundo y ello perjudica a los indios? Es mi trabajo. ¿De veras sigues empecinada en la misma locura adolescente?

¿Locura adolescente?

— ¿Cómo te atreves? — apreté los puños.

— No siento placer perjudicándoles. Es una cuestión de negocios.

La profunda decepción con la que le miré tambaleó su ímpetu un tanto.

— Esos pieles rojas a los que te refieres con tan bajo respeto son los causantes de que yo esté hoy hablando contigo, viva, al igual que Antoine. Debería darte vergüenza siquiera nombrarlos.

— ¿Por qué? El mundo es cruel, Catherine. Sobrevive el más fuerte. Los trato con igualdad, no tengo la culpa de que no...

— ¿De que no estén a tu nivel? — chasqueé la lengua —. La igualdad no puede existir en un territorio que ha sido dividido entre extranjeros como si se tratase de un trozo de pastel. ¿Qué sabrás tú de la crueldad del mundo? — le increpé —. Tú y tus condes estáis desbalijando a un país en ruinas por la guerra, os estáis aprovechando de su debilidad.

— ¿Y qué sabrás tú? ¿Eres india acaso? — saltó —. No solo perdiste tú a seres queridos, mi hermano también murió. Le asesinaron un par de salvajes cuando ni siquiera iba armado ni era un soldado.

Thibault estaba muerto.

— Lo-lo siento.

— No, no lo sientes. Le culpaste por la pérdida de tu sobrina. A mí también me culpas.

— No te atrevas a nombrarla, Étienne. Te lo advierto — elevé el tono —. ¿De verdad piensas que me vanaglorio en tu sufrimiento? ¿No has aprendido nada en siete años?

Él apretó la mandíbula.

— Todo esto es por él. Sigue siendo por él.

La tensión me asfixió.

— Por ese maldito salvaje — casi escupió —. ¿Cómo es posible que aún estés enamorada de él?

Asqueado, se alejó de mí. Con amargos movimientos, se echó el cabello hacia atrás y suspiró. De pronto, comprendí todo.

— Dime, ¿conseguisteis casaros?

Étienne había hecho todo aquello por venganza, por celos.

— ¿Sabes que cae una orden de busca y captura sobre su cabeza?

— No quiero volver a dirigirte la palabra — dictaminé —. Hemos terminado.

Me di la vuelta, más afectada de lo que hubiera imaginado, y él dijo:

— Su estúpida revolución es más importante que tú. Siempre lo será.

Mi interior estalló, probablemente porque sabía que tenía razón: llegué hasta a él y lo empujé contra la pared, inmovilizándole el cuello con mi antebrazo. Sorprendido por la violencia y rapidez de mi ataque, palideció. Alterada, mi pecho subía y bajaba con aceleración. Hacía años que no empleaba aquellas formas con nadie y me asusté de la propia magnitud de mis fieros sentimientos.

— Si vuelves a nombrarlo, te mataré — murmuré con los dientes constreñidos —. Te mataré, ¿está claro? — imprimí más presión, cortándole levemente la respiración —. Tú no sabes nada, ¡nada! He cometido muchos errores, pero mira en lo que te has convertido: eres un pusilánime, un parásito — nuestras narices se rozaban y él me mantuvo la mirada —. Me das asco.

A pesar de la dureza de mis ademanes, por dentro estaba desfalleciendo de tristeza.

— ¿Quién eres? — le recriminé —. ¿Dónde está tu sentido de la justicia?

— Suéltame, Catherine.

— ¿Sabes acaso lo mucho que están sufriendo? ¿Dónde quedaron esos sueños de los que hablábamos en Montreal, esos sueños generosos?

Batallador, intentó revolverse.

— Si no me sueltas, te haré daño — susurró con esfuerzo.

Mortífera, le agarré del cuello de la camisa y extraje la navaja que sabía que guardaba en sus pantalones de montar. Como en un sueño, su rostro adquirió la forma del de Quentin. Noté cómo daba un respingo cuando la hoja se acercó peligrosamente a su cuello.

— Ya no podréis hacerme daño — mi cuerpo ya estaba pegado al suyo y contuve las lágrimas —. La ambición del hombre blanco me convirtió en una asesina y no hay forma de regresar atrás. Recuerda quién querías ser, Étienne. Pregúntate si estarás satisfecho con tus acciones y podrás mirar a tus hijos a la cara cuando te pregunten de dónde conseguiste el dinero para proporcionarles una vida cómoda.

Sus ojos se humedecieron y supe que, a pesar de las decisiones que había tomado, escogidas en gran medida por frustración y pena, me quería como el primer día. Un amor sucio en su pureza, manchado por los rechazos y las envidias.

— Catherine, nunca dejaré de esperarte.

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