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Waasa, besho - Lejos, cerca


Volví a encontrarlo muchos años después, tras una gran hilera de alegrías y decepciones en mis veintiún años de vida, y seguía manteniendo los sentimientos que albergué encerrados en un cajón aún más profundo y oscuro de mi corazón.

Lo vi a lo lejos, desde el jardín, caminando hacia la verja, hacia a mí, acompañado de Antoine, cruzando esos olmos que siempre había querido recorrer junto a él desde que abandoné Nueva Francia, cinco años atrás. A pesar del cansancio que se avistaba sobre sus largas piernas, la visión de su caminar erguido continuaba siendo la misma. ¿Cuántas horas, cuántos días habían pasado? Recordaba cada una de las noches transcurridas como si estuvieran marcadas a fuego en mi piel. Lo vi a lo lejos, vestido con sus ropajes ocres de búfalo, y sentí que regresaba a la tierna adolescencia que desapareció antes de lo previsto, a la primera vez que lo vi. Sin saber por qué, sonreí. Lo hice aunque mi corazón estaba llorando por dentro. Existen heridas que siguen abiertas después de décadas, se amoldan a tu interior como una sanguijuela y acaban por convertirse en tu realidad. Él era mi herida abierta, siempre lo fue, simplemente aprendí a dejar que sangrara sin preguntarme si podía hacer algo para cambiarlo.

Su estocada seguía sangrando cuando ambos llegaron hasta la cerca y solo tenían que caminar unos cuantos pies para alcanzarme. Me encontré con su piel amarronada, calentada por ese sol que tanto había estudiado junto a Jeanne desde mi ventana, y el tiempo se detuvo. Las manos me temblaban, tanto que creí que rompería la maceta en miles de pedazos solo con tocarla. De nuevo me hallé como una adolescente naufragada por él, sin saber si era buena idea aproximarme o no. Quizá podría dejar de mirarle, quizá podría darme la vuelta, entrar en casa y actuar como si nada hubiera ocurrido. Quizá no sea él y solo me lo esté imaginando, como en la mayoría de lunas en las que soñaba con sus ojos y rezaba porque estuviera vivo. Volví a sonreír al darme cuenta de que seguía siendo la misma niña, la única diferencia era que ya no podía permitírmelo: era una mujer adulta, experimentada y lo suficientemente inteligente para mentirse y decirse que podría ser capaz de saludarlo sin más. Precisamente mi ingenuidad había provocado toda aquella serie de fatídicas desgracias en mi familia. No iba a suceder algo peor por mentirme una vez más, portaba toda mi vida haciéndolo, casi desde el momento en el que decidí imponerme que podría amar a otra persona que no fuese él.

Tragué saliva, mareada, y me limpié las manos flácidas de barro en el delantal, justo antes de que se detuvieran frente a mí. Retuve a duras penas una expresión facial que delatara sorpresa o emoción, pero sus almendrados ojos, cegadores como las estrellas que bailaban su nombre, se clavaron en los míos. Mi interior se tambaleó al volverle a mirar. Recordé que pisar el mismo suelo que él pisaba, respirar el mismo aire que probablemente él había respirado en algún rincón, me traía memorias en las que tenía que trabajar cada día para poder olvidarlas. Él era la persona a la que había encerrado en un rincón abrupto de mí misma que jamás volvería abrirse. La persona que me enseñó a amar y de la que me alejé cuando menos lo necesitaba. La mentira más cruel que me obligué a creer. Era él, el de los ojos rasgados y brillantes.

¿Qué demonios hacía de nuevo junto a mí? Aquella era la pregunta que trastornaba mi mente. Maldije tener que volver a verlo y desearle. Todos los recuerdos pasaron por mis pupilas en segundos y recordé las lágrimas derramadas, los cadáveres, la pólvora. ¿Cuántos años tenía ahora? Su nombre se clavó en mi subconsciente: Namid. El hijo mediano del chamán de los ojibwa. Cuatro ciclos mayor que yo y, por tanto, un hombre de veinticinco años. Lo había conocido por primera vez cuando solo contaba catorce años, pero tardé en descubrir que él me superaba en edad. ¿Qué hacía Namid aquí? Era irónico estar ideando planes para huir mientras todo mi ser me exigía seguirlo. Me gustó pensar que seguía buscándome, aunque sonara egoísta y egocéntrico, mas la enorme cicatriz que poblaba su mejilla derecha, los pequeños surcos de abatimiento que no recordaba que poseyera y el rastro de muerte que poblaba su serio gesto, me indicaron que yo sería el menor de sus problemas en aquel momento.

— Catherine, aquí está nuestro querido amigo, Namid.

Agradecí que Antoine colaborara para no hacer de nuestro encuentro algo todavía más incómodo. No conocía todos los detalles de nuestra relación, pero la tensión que se formó entre nosotros era demasiado obvia para cualquiera que quisiese poner atención. Me costaba respirar. Quise concederme unos instantes de sinceridad y me permití mantenerle la mirada. Él seguía escudriñándome, en aquel torrente de contención tan propia de su masculinidad, sin haber dejado de hacerlo desde que me había distinguido en el jardín, y sus atenciones me produjeron escalofríos. Sus preciosos ojos inolvidables no habían perdido su aura enigmática, impenetrable..., a decir verdad, eran más impasibles que nunca. Lo sentía tan lejos..., pero estaba tan cerca. Muchos interrogantes acudieron a mi mente, sobre todo relacionados con el pasado, con mi sentimiento de culpa y con todo el rencor que había acumulado hacia lo que había representado su persona. En aquel momento seguía acusándole de haberme inducido a quererle sin remedio. Catherine, la misma estúpida de siempre, atrapada en recuerdos caducos plagados de romanticismo barato.

— Waaseyaa, has crecido mucho.

Ni siquiera reparé en que había roto en silencio para hablarme en francés: solo podía oír un abismal zumbido que provenía de las cavernas de mi corazón. Me había llamado "Waaseyaa". Hacía cinco años que no escuchaba a su voz dirigirse a mí de aquel modo. La memoria de ambos sentados en las colinas del poblado —como solíamos hacer todas las tardes cuando Namid había terminado de cazar con sus hermanos—, viendo cómo atardecía y él extendía el brazo hacia el cielo para indicarme sin palabras el significado de mi nombre, retuvo mi respiración durante un par de parpadeos. No podía mirarlo a los ojos, una fuerza superior me lo impedía.

— ¿Catherine?

Ensimismada, advertí la alerta de Antoine, preocupado por mi falta de respuesta. Era incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Esperé turbación en el saludo de Namid, pero solo encontré una voz monótona, casi socarrona, que reprimía cualquier sentimiento de manera letal. No sé por qué todavía esperaba que pudiera estar perdidamente enamorado de mí. ¿Por qué iba a estarlo? Era probable que pensara que le recordaba a alguien, a esa niña francesa llorona a la que seguía como una sombra para que no le ocurriera nada. Había pasado mucho tiempo, tanto que quizá ya no se acordaría, solo de la hendidura del desamor. Descubrí que estaba sonriéndome levemente, sin enseñar los dientes y balanceando su labio deforme, y aquello provocó que me sintiera aún más avergonzada. No quería ser una niña asustada, había decidido dejar de serlo épocas atrás.

— Me alegro de verte.

Le contesté en la lengua ojibwa que aún conservaba, despegando la boca con el peso terrorífico de la nostalgia. Pude haber dicho "Tú también has crecido" o "Quiero abrazarte", pero simplemente dije: "Me alegro de verte", sin ningún tipo de sentimentalismo, casi forzando una mueca de alegría genuina, como si jamás hubiésemos compartido un amor honesto y apasionado. Pude haber dicho: "Ignoras cuánto te he echado de menos, ¿sabes que una parte de mí seguía esperando?", pero no lo hice.

Pareció agradecido por oírme hablar ojibwa. Sonrió algo más, sin observarme más abajo de la altura del cuello, y sus ojos se entrecerraron con melancolía. Ni un rastro de intimidad. Ninguno de los dos añadió una palabra más y Antoine se apresuró a invitarnos a pasar al interior de la vivienda. Deseé que mi hermana estuviera conmigo para convencerme de que todo iría bien.

Me deshice del delantal y lo dejé sobre una de las mesas de madera que decoraba el jardín, entrando en la casa tras ellos. Conversaban en francés en voz baja, pero ni me molesté en averiguar sobre qué, ya que solo podía atender cómo Namid cojeaba desde mi privilegiada posición. Era sumamente extraño volver a ver a un indígena. Sin embargo, la visión de su espalda continuaba siendo la misma que había atesorado: ancha, dibujada por las marcadas esquinas que formaban los ropajes de su tribu. Con ella parecía poder abarcar un continente. Sus largas piernas, esculpidas por días y días de caminatas y corridas extenuantes por los bosques de Quebec. Toda su figura irradiaba un aura de misterio, de naturaleza en libertad. No pude evitar reprimir una media sonrisa cuando me di cuenta de que había viajado desde Nueva Francia hasta Inglaterra en sus prendas indias. Namid estaba fuera de cualquier norma que yo conociera y no tenía ningún interés en cambiar.

Nos sentamos en el salón principal y yo me dirigí a la cocina para ayudar a los sirvientes a preparar el té. Antes de que desapareciera de su campo de visión, noté cómo sus intensos ojos me seguían con la mirada. Unos nervios nauseabundos me subieron por la garganta seca. Rápidamente me situé lejos de su alcance, aliviada. No obstante, el corazón volvió a acelerárseme cuando anhelé averiguar qué opinión le habría merecido yo tras cinco años. Tal vez me hallara más adulta, o tal vez no le importara en absoluto. Advertí que se había detenido más de lo debido en mi vestido, seguramente porque era totalmente negro y me cubría como a un fantasma.

Me uní a ellos minutos después, acompañada de Florentine y cargando una de las bandejas de plata que sostenían el té y las galletas de jengibre. Namid analizó mi forma de caminar desde su asiento, pero celosamente volvió a centrar todo su interés en Antoine, apartando la mirada. Carraspeé para mis adentros, tan nerviosa que la bandeja resbaló un tanto, cayendo con indebida gracia sobre la mesita de centro, y el ruido que produjo la vajilla al chocar interrumpió su plática.

— Per-perdón — me disculpé en francés.

Deseé arrancarle esa maldita sonrisa de la cara cuando vi que se desdibujaba en el rostro de Namid, quien enseguida retomó su charla con Antoine tras mi torpe y desafortunada interrupción. Detestaba que me mirara como se mira a una hermana menor, como si fuera una inútil.

— Señorito Namid, me alegra mucho volver a verle. ¿Ha tenido un agradable viaje?

Florentine le saludó con cierta timidez y él se levantó de un resorte. Fruncí el ceño al reparar que no se había dado cuenta de la presencia de mi criada, como si hubiera estado demasiado ocupado contemplándome. Ella se echó a reír con cierto escándalo cuando Namid la abrazó con cariño. Tensa, en cierto modo dolida por no haber recibido ese trato, les di la espalda para servir la infusión en las tazas de porcelana. En el momento en que se la entregué a Namid, las manos me temblaban tanto que temí que descubriera mi farsa. "Maldita sea, Catherine, deja de temblar de una vez", pensé. Sin dejar de mirarme fijamente, él tomó la taza, rozando nuestros dedos con disimule, deteniéndose más de la cuenta en tocarlos. Bruscamente bajé el rostro, apartando mi mano para detener el contacto. La suya era grande, áspera, mas cálida. ¿Había provocado aquella caricia adrede? No quería saberlo, así que me senté en mi asiento y no le dirigí ni una sola mirada. Sonrojada, pensé que el estómago se me saldría por la boca. Mantuvo el contacto visual peligrosamente durante un par de segundos para finalmente romperlo con cierta tirantez.

— ¿No es sorprendente que estemos los tres aquí reunidos? — rompió el silencio Antoine.

Aún temblando como una hoja, asentí dando un sorbo al té, tan caliente que me quemó los labios. Inconscientemente, di un pequeño saltito por la impresión.

— Deberías soplar — comentó Namid.

Tanto Antoine como Florentine intercambiaron miradas sorprendidas. Yo apreté la mandíbula y contuve las impertinencias. ¿A qué santo venía aquel tono jactancioso?

— El fuego no quema a las hijas de las llamas.

Mi respuesta —que reproducía las palabras que Onida solía decirme— le dejó totalmente descolocado. Disfruté consiguiéndolo.

— Esto... — intentó intervenir Antoine con diplomacia.

Namid me taladró con sus ojos ámbar, pero yo no le proporcioné el placer de levantar la barbilla de mis galletas. Terminó por reírse en un resoplido y decir:

— Zoongide'e.

"Eres valiente", traduje. El vientre se me avivó al palpar su fuerte acento cuando habló en ojibwa. Había olvidado los efectos de su voz ronca. Sin embargo, ¿qué buscaba con aquel comentario sobre mi bravura? Me costaba creer que estuviera burlándose de mí.

— Como tú — forcé una sonrisa sin levantar los ojos.

Namid hizo el ademán de contratacar, pero Antoine cambió angustiosamente de tema. Florentine se marchó y, en cuestión de minutos, la conversación se oscureció en temas políticos. La guerra se había encrudecido en los últimos años, a pesar de estar cerca del final, y los ojibwa no parecían haber obtenido tregua alguna. Acorralados por las tropas inglesas que ya habían conquistado gran parte del país, habían sido desterrados de sus tierras a la fuerza para ocupar zonas estériles. Cuando Namid empleó la expresión "persecución masiva" para referirse al destino del pueblo que tanto me enseñó y me arrebató, entendí en cierto modo por qué estaba aquí, de nuevo entre nosotros: seríamos su refugio. Percibí cómo el color de semblante se cubría de tristeza y le observé mientras le explicaba a Antoine cómo los franceses habían acabado con una vergonzosa cantidad de ojibwa y, posteriormente, los ingleses habían roto todos los tratados de no intrusión en sus tierras. Ellos amaban sus tierras, eran sagradas, más importantes que la familia. De pronto, sentí una familiar oleada de rabia: el mundo no había cambiado lo más mínimo. La respetuosa cicatriz de su pómulo centellaba con la luz del candelabro, a juego con su abanico de oscuras pestañas. Asustada por no poder dejar de mirarle, me terminé la taza de té con la mayor rapidez posible para eliminar de raíz las ganas de estrecharle entre mis brazos. Las ansias que tuve de borrar su tristeza me aterraron. Ya no era nada para mí.

— Siento interrumpir —intervine con voz queda—. Me gustaría retirarme a mi habitación, estoy algo cansada.

Sabía que estaba actuando como una niña malcriada y superficial, completamente ajena a los problemas del mundo exterior. Pensé que quizás así conseguiría alejarlo de mí. Si actuaba como si no me importara, puede que él dejara de atravesarme con la mirada como si yo mereciera la pena.

— Por supuesto, Catherine —se puso precipitadamente de pie Antoine —. Apuesto a que este reencuentro te ha revuelto el estómago, ¿no es cierto?

— Demasiada política para la señorita Catherine — repuso él.

Palpé una profunda decepción en los ojos de Namid en el momento en que me alcé sin decir nada más y me marché de allí. Me dolió sentir su abatimiento aunque lo hubiera provocado yo. Sin darme cuenta, eché a correr escaleras arriba al saber que nadie podía verme y seguí corriendo hasta que me encerré en mi cuarto de un portazo. Me desvestí desesperadamente como si mis ropas estuvieran cubiertas de veneno y quedé totalmente desnuda, únicamente cubierta por mi ropa interior. Así me dejé caer sobre la cama, sintiendo que mi desnudez me ayudaría a enterrar los recuerdos de nuestro encuentro. Tenía su aroma clavado bajo las uñas, impregnado en una extensión más profunda que la de mi vestido. Seguía dentro de mí, como siempre había estado, sin que yo pudiera remediarlo. Había conseguido sobrevivir.

No podía dormir. Las manos seguían temblándome. A decir verdad, todo el cuerpo me temblaba. Sentía sus pupilas tragándome entre sus fauces. Namid. Namid. Namid. ¿Por qué demonios no desaparecía? Pensar aquello no era muy objetivo por mi parte, dado que hacía cinco años que no se cruzaba en mi camino, si es que podía considerarlo de aquella forma. De donde no desaparecía era de dentro de mí. En idas y venidas, no había día en que no hubiera pensado en él durante todos aquellos años. Había días en que me levantaba con ganas renovadas de amarlo, recordaba con ardor la primera vez que lo vi a la luz de la luna, tomándome de la cintura para alejarme de un reno esplendoroso que podría haberme matado, y deseaba abrazarlo con tanta fuerza que jamás hubiera podido ser capaz de apartarse de mí. Había días en los que quería perdonarlo, olvidar todo el daño y las pérdidas, pero aquellos días no eran muy comunes; necesitaba una razón en la que esconder mi rechazo hacia él. Había días, y eran muchos, en los que me decidía a odiarlo para después actuar como si no hubiera sido real. ¿Por qué él? ¿Por qué no podía arrancarlo de una vez por todas? Lo odiaba, pero era mi remordimiento el que estaba acusándome.

Ya estaba lanzando suspiros al aire, ya estaba enfermando de nuevo. Repentinamente, dos amargas lágrimas cayeron por mis mofletes y di la bienvenida a su tacto salado en los labios. ¿Por qué no había podido intercambiar con él más de dos palabras? Parecía inofensivo..., tal vez cínico, pero ni tan siquiera molesto. ¿Por qué no estaba molesto? ¿Seguiría siendo la misma persona? Si me había perdonado, yo no estaría en sus días a diferencia del resentimiento que sí estaba en los míos. ¿De quién estaba huyendo, de él o de mí misma? No podía, no podía permitirme volver a caer en los mismos errores. El primer paso para desterrarlo de una vez por todas era comportarme con normalidad.

¿Por qué me había tocado? Me producía pavor rozarme los dedos. La mano. Esa no iba a moverse. Podía frotarla con jabón, cubrirla con abalorios, pero seguiría ahí. Su mano temblaba cuando la acercó para acariciármela comedidamente. Temblaba como la mía. 

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