Waabishkizi - Ella es blanca
— Guardémosle un poco al indio.
La insinuación en voz baja de Lucas silenció la conversación que se había mantenido hasta el momento. Todo había transcurrido en orden: los niños, considerados un estorbo en la plática de los adultos, comían de sus platitos sobre la alfombra, mientras jugaban. María todavía no había pronunciado palabra, al contrario que Lucerna, quien en confianza era dicharachera como Richard, su marido. Asimismo, Jack había liderado los temas a tratar, informándome de que los familiares de Isabella llegarían en los próximos días, y la reluciente pareja nos escuchaba sin intervenir, ensimismados en sus carantoñas debajo de la mesa. Ajeno, sin derecho a participar, Namid continuaba en su posición.
— ¿Cómo has dicho? — reaccionó Jack.
María lo miró de soslayo como si estuviera advirtiéndole sobre mantener su temperamento a rajatabla en público.
— Vamos, hombre. Ha sobrado mucha comida, podemos ofrecerle un plato — intercedió Richard, quien parecía preocuparse más porque los comensales pasaran un buen rato que por la terquedad de su amigo —. ¿Le parece bien, señorita?
Yo había arrastrado a Namid hasta aquello y, a decir verdad, portaba largos minutos arrepintiéndome de mi decisión.
— Sí — asentí lacónicamente.
Tanto Isabella —que no se había quitado la corona de flores del pelo desde que la había recibido— como Lucas sonrieron. Él se apresuró en llenarle un plato de patatas hervidas con tomillo y un trozo de carne de conejo. Jack refunfuñó de mala gana, pero se encontraba en desventaja y se vio abocado a acceder.
— Gracias, Lucas. Eres un ángel — le apreté la mano con cariño.
— No se levante, yo se lo llevaré.
Bajo la aprobación de su futura esposa, anduvo hasta Namid con paso firme y le ofreció el plato humeante a rebosar. Aquella escena entrañable me encendió el alma.
— Cógelo y da las gracias.
Namid estaba tan inmiscuido en su papel que no se movió hasta que yo lo ordené. Impenetrable, tomó el plato y le hizo una inclinación de cabeza. Lucas no permaneció demasiado tiempo cerca de él, ya que era indudable que le producía cierto miedo, mas también le ofreció un vaso de agua.
— Gracias, Lucas — repetí cuando regresó a la mesa.
Me pregunté si le dejarían tomar asiento. Los negros y los esclavos de toda índole tenían prohibido comer bajo el mismo techo que los blancos. Debían hacerlo en otra habitación o, en el peor de los casos, en las cuadras o en la calle.
— Que se siente en la esquina, junto a la ventana — dijo entre dientes Jack, intolerante, pero no una mala persona —. Pero que no se acerque a los niños.
— Muévete donde te ha permitido el señor Jack.
Namid obedeció, sentándose en una maltrecha silla de madera. Los infantes empezaron a cuchichear cuando le vieron comer con las manos. Noté que Lucas se avergonzaba en silencio de no haberle dado unos cubiertos y contuve las ganas de decirle que aquel ojibwa nunca los usaba.
— Niños, no os acerquéis — comandó el Leñador con autoridad.
Al instante, los niños volvieron a darle la espalda y se concentraron en sus muñecos, a pesar de que los hubieran dejado para poder admirar a aquella criatura tan dispar. Me encontré pensando que, para ellos, para la gran mayoría de blancos, Namid era como un animal proveniente de tierras lejanas, como aquellas fieras que aparecían dibujadas a litografía en los atlas de Antoine y cuyas leyendas leían: elephantus africanus.
— ¿Quiere un poco de licor dulce? — me convidó Richard, claramente incómodo con la dureza de su compañero.
Por enésima vez, cacé a Lucerna oteando a Namid con pupilas centelleantes. No era fascinación, era algo más..., era deseo.
— No, no bebo — lo rechacé, mirando a mi supuesto esclavo con cierta preocupación —. ¿Cómo se llaman sus hijos?
"Debo entretener la mente. En cuanto Namid acabe nos largaremos", pensé.
— Venid a saludar a la señora.
Como un pelotón de milicianos, los cinco se acercaron a la mesa. La única niña acudió regazada, creyendo que nadie se daba cuenta de que estaba observando a Namid sin disimular.
— Este es Mateo, mi hijo mediano — lo adelantó un poco Jack.
— Sí, me acuerdo de ti — le sonreí. Tenía las mejillas llenas de pecas —. Mateo, bendición del Señor, ¿no es cierto?
Había pasado los últimos cinco años estudiando polvorientos tratados de etimología que Antoine me traía desde Londres como pasatiempo.
— Así es, ¿cómo lo sabe? — encarnó una ceja su padre.
— He tenido tiempo para estudiar cualquier libro de la biblioteca. Me divierte conocer los significados de los nombres — expliqué sin darle importancia —. ¿Y quién es este hombrecito que se esconde detrás de Mateo?
— Este es Pedro, mi hermano pequeño — contestó Lucas entre risas.
— Hola, Pedro — le estreché la mano, haciéndolo reír —. Fuerte como una roca.
Se le habían caído los dientes de leche delanteros y, cuando me sonrió, el hueco me resultó tierno.
— ¿Y los demás hombrecitos?
— Saluda a la señora, Marcus — lo apremió Lucerna, puesto que era su madre —. Tú también, Simón.
— ¿Quieres saber qué significa tu nombre? — él me asintió, tímido —. Significa "martillo" — los demás se rieron —. Pero no es un mal nombre, quien lo porte crecerá con fuerza y coraje.
Simón, que apenas había aprendido a caminar, poseía una maraña de pelo oscuro y no había soltado su soldadito de madera.
— El tuyo significa "El que ha escuchado a Dios" — le conté con zalamería —. ¿Qué llevas en la mano? ¿Me dejas verlo?
A Namid le encantaban los niños, se le daban de maravilla, y nos examinó desde su posición, siendo lo suficientemente cauteloso para que Jack no lo descubriera.
— Deja que la señorita lo vea, Simón — le convenció Richard.
Con la desconfianza propia de la infancia en materia de pertenencias, me lo dio, alerta para arrebatármelo en cualquier momento. Cuando lo tuve entre las manos, no quise haberlo tocado.
— Es un casaca roja, ¿a qué sí, cariño? Díselo a la señorita.
Mi espíritu ansió soltarlo como si se tratara de un objeto venenoso, mas me quedé quieta, con la mandíbula apretada. Las fosas nasales se me llenaron de pólvora y los dedos, cubiertos por los habituales guantes que ocultaban su deformidad, se retorcieron en sí mismos, asustados.
— ¿Te gustan los casacas rojas? — fingí tranquilidad, devolviéndoselo.
Los alaridos, las tripas desparramándose por la hierba, los jóvenes vestiditos de uniforme, decapitados sin más.
— Quiere ser soldado de mayor, ¿a qué sí? — habló Lucerna —. Un valeroso soldado inglés.
Ojalá Simón jamás tuviera que participar en ninguna guerra y sus sueños se vieran truncados.
— ¿Se encuentra bien? — siseó Jack.
— Sí — asentí, trabajando una expresión creíble que enterrara mi lividez —. ¿Y quién es la única niña? ¿Cómo te llamas?
Ella avanzó hasta a mí con aquellas pupilas despiertas, incluso temerarias, y su nariz respingona se arrugó.
— Esther, señorita.
Sonreí, pero solo yo conocía la razón tras mi sonrisa y, antes de expresarla abiertamente, Esther preguntó con inocencia:
— ¿Por qué su criado es de color marrón?
Su ocurrencia, la propia de una niña que no había salido de los confines de su aldea y, por tanto, no había visto a nadie que no fuera blanco, no me ofendió, como tampoco ofendió a Namid, quien estaba aguantándose la risa en la silla. Sin embargo, los miembros de su familia se pusieron pálidos como si les acabaran de arrojar una tinaja de agua helada.
— ¡Esther! — la regañó María.
— Discúlpela, es...
— ¿Te desagrada que sea marrón? — ignoré a sus padres.
— No, no me desagrada — negó como si hubiera dicho una sandez —. Señorita, es que yo nunca había visto a nadie que no fuera como usted, blanca. ¿Hay personas marrones fuera de Inglaterra?
— Déjenla, quiere aprender — los detuve con la palma alzada. Después, me centré en ella —. Verás, Esther... El mundo es un lugar muy grande, tan grande que existen personas de distintos colores. En Inglaterra, la mayoría poseen tez blanca, pero ello no significa que el blanco sea el único color. Lejos, muy lejos, cruzando el mar, existen personas con la piel oscura como mi criado, o incluso más oscura, casi negra.
Tomó una pausa para asimilar la información que le acababa de proporcionar y finalmente añadió:
— ¿Es su criado porque es marrón?
La sala entera enmudeció. En aquel momento, anhelé darle la razón, aseverarle: "Es cierto, Esther. Namid tiene que hacerse pasar por mi esclavo porque es indio, porque no es uno de los nuestros", pero mi mente se quedó en blanco.
— Siempre tan entrometida, ¿no has aprendido nada en la iglesia?
Jack la señaló con aquel dedo acusador que yo había sufrido tantas veces durante mi agridulce infancia, con aquella cinta alrededor del cuello que nos ahorcaba en las quimeras del ambicioso piel pálida.
— Lo siento, señorita — presionada, se disculpó bajando los ojos.
— Dios jamás proclamó que el color de la piel fuera un motivo para discriminar al prójimo. Amaos los unos a los otros como yo os he amado, ¿no? — cité —. Sin embargo, Dios, Jesús, proporcionan enseñanzas sobre la envidia y la avaricia. El hombre está destinado a intentar ejercer su poder sobre otros, es su manera de sobrevivir. Cuando otras niñas intentaban pegarme para quitarme mi muñeca, mi hermana me repetía constantemente: "siempre intentarán quitártela, sea una muñeca o sea otra cosa, por eso debes ser fuerte y no dejar que te arrebaten lo que es tuyo". Algunos creemos que merecemos más muñecas de las que nos corresponden. El color de la piel es lo mismo.
No me permití mirar a nadie más que no fuera a ella, a pesar de que los demás estaban escudriñándome con fijeza, sin entender adónde quería llegar. Al fin y al cabo, para ellos yo era una esclavista adinerada.
— ¿Es usted creyente? — escuché a Richard.
— ¿Católica? Lo fui — pronuncié una herejía y advertí cómo se escandalizaban —. Sé libre de realizarme las preguntas que gustes, Esther. Estaré encantada de poder contestarlas.
Ninguno de ellos me importaba, solo ella: aquel rayo de esperanza, aquel riachuelo no ensuciado con los prejuicios de los adultos.
— ¿Es pecado? — murmuró.
— ¿El qué?, ¿qué es pecado?
— Pensar que su piel es más bonita que la nuestra.
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