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Oshiimeyan - Su hermanita


Las decisiones tomadas pesaban más y más a cada minuto que pasaba sostenida por aquel mundo.

Ensimismados en nuestras propias pérdidas, ni Antoine y yo conversamos en exceso: tras abandonar la vivienda de Henry, avanzamos hasta la comarca más próxima al palacio y, habiendo adquirido un sencillo carro tirado de dos caballos para ocuparlo con nuestros baúles, instamos al cochero a que regresara con una nota de agradecimiento a Bonaventura. Solos, de nuevo los dos, decidimos continuar la marcha a pesar de que anochecería pronto y el frío constreñiría nuestras articulaciones. No debíamos detenernos.

Cuando el manto oscuro tiñó el cielo, pagamos unas cuantas monedas para hospedarnos en una errática posada sin demasiada reputación. Estaba situada en una aldea, a unas fabulosas millas de distancia del epicentro del condado de Devon. Aunque anhelábamos no dormir, necesitábamos refugiarnos de la inminente nevada y establecer nuestros próximos pasos.

— Mañana a mediodía habremos llegado al límite del condado — comentó Antoine mientras apuraba una jarra de cerveza negra. La comida consistía en un estofado aguado, acompañado de pan correoso y un coro de borrachos en las mesas contiguas —. Tiene un sabor espantoso, pero nos ayudará a quitarnos el frío del cuerpo — removió el manjar con la cuchara de madera —. Quizá deberíamos comprar algún mapa y...

— No lo necesitamos para volver a Plymouth.

Ahí estaba, en el aire: el dictamen respecto a si proseguiríamos buscando a Namid, dónde y cómo. Ambos desconocíamos la respuesta y mi apunte provocó un breve silencio.

— No vamos a volver a Plymouth, pajarito.

Mi corazón sonrió. Carecía de problemas para expresar en voz alta que quería encontrarle, mas una parte de mí se sentía culpable por arrastrar a Antoine en una pesquisa destinada al fracaso.

— ¿Estás seguro?

— Más seguro que el rojo de tu pelo — me acarició la palma de la mano —. Sé que no tenemos rumbo, pero existen algunos datos. Por ejemplo, sabemos que embarcará en el navío de Derrick hacia Nueva Escocia. No habrán muchos puertos que, en pleno invierno, permitan que un barco zarpe. Además, solo existe una dirección hacia el Nuevo Mundo. Es una costa muy amplia, sí, pero podríamos averiguar la ubicación de la embarcación en cuestión.

Conforme exponía sus argumentos, mi ánimo se encendía con la fe de las posibilidades.

— Estoy segura de que carga esclavos y algún objeto de contrabando, alcohol seguramente. Lo cambiará por pieles, tabaco y piedras preciosas. Un flete de ese calibre, tan alejado de la ley, estará oculto — me puse el pelo detrás de las orejas —. No será fácil obtener esa información y la gente a la que tendremos que sonsacársela no será apacible.

— ¿No decía Thomas que sonsacar información es otra manera de decir "preguntar"?

Aunque me reí, insistí:

— No deseo ponerte en peligros innecesarios, Antoine.

— Bueno, ¿con quién estoy viajando? Obviamente contigo. Si viajo contigo no tengo nada de preocuparme. Te encargarás de patearles el trasero y yo haré el resto — se rió también—. No te preocupes por mí, sé que vamos a encontrarlo. ¿Estás tú dispuesta al riesgo?

Ahí estaba de nuevo, en el aire: la oportunidad de luchar por Namid. Como en el pasado, ello significaba métodos que nada tenían que ver con los de una dama de buena familia ni con la ausencia de violencia física o verbal. Significaba desenterrar viejos hábitos y dejar de ahogar a una voz en mi cabeza llamada Waaseyaa. ¿Cedería?

Sus ojos me miraron, su voz me besó.

— Estoy dispuesta a asumir el riesgo. En esta vida y en todas las próximas.


‡‡‡


Percibía un aura de peligro en el aire. No había sufrido pesadillas en los últimos días, pero, tumbada sobre la piojosa cama de matrimonio de nuestra habitación, sentí que algo iba a ocurrir. Llevaba horas y horas dando vueltas, incapaz de dormir, con la luna llena como única espectadora de mi insomnio. Los búhos pululaban al mismo ritmo que los ronquidos de Antoine, quien dormitaba sobre un colchón de paja en el suelo, sobre la alfombra. Parecía tranquilo, ajeno a cualquier amenaza. Yo, por el contrario, tenía las extremidades tensas y analizaba la oscuridad de la estancia con mis pupilas en búsqueda de una amenaza. Había logrado convertirme en una persona muy intuitiva y supe que mi prevención no era infundada: más tarde o más temprano daría la cara.

Inquieta, me incorporé en silencio y, como no me había quitado el vestido, busqué la daga que le había sustraído a Derrick en el diminuto escondrijo de la falda. Ya de pie, la madera crujió con el peso de mis pies descalzos. De pronto, escuché pasos subir los peldaños que llevaban a la segunda planta, a nosotros. Aprovechando ese ruido, anduve con rapidez hasta situarme en la puerta. Pegué la oreja y distinguí pisadas de, como mínimo, dos personas. Con el pulso acelerado, desenfundé el cuchillo y tomé la posición que me permitiría, una vez abrieran, ocultarme detrás y surgir de la oscuridad para atacar. "Maldita sea, se han parado aquí", maldije. Su parlamento era perfectamente audible:

— No creo que sean horas para importunar a mis huéspedes, señor. ¿Tan urgente es el asunto? — reconocí al dueño de la posada, un irlandés con una excelente capacidad para la bebida y un nulo talento para las cuentas. Pareció recibir el asentimiento del desconocido y dijo—: Está bien, les llamaré.

Al segundo, aporreó dos veces la puerta y ésta tembló sobre mi frente.

— ¿Señor Montieu? Un hombre debe entregarle un mensaje urgente.

Antoine, quien había empleado un nombre falso para registrarse, dio un respingo como si la mismísima parca lo hubiera exigido a filas. Antes de que se alterara, me apresuré en llegar hasta él e indicarle con el dedo índice que se mantuviera en silencio. Su rostro se contrajo y abrió los ojos como platos, descubriendo mi arma al vuelo.

— ¿Señor Montieu? — elevó el tono, tocando otra vez —. ¿Ve? Se lo advertí. No son horas. Está viajando con su esposa y parecía cansada.

No existía nadie a quien demandáramos ver en aquel momento, a no ser que se tratara de Namid, probabilidad que fue derogada desde el primer momento. Cualquiera que quisiera entregarnos un mensaje con tal urgencia no podía ser bienvenido, puesto que era probable que tuviera que ver con los condes o algo peor. Por esa razón detuve a Antoine cuando quiso levantarse y le advertí con la mirada que debíamos mantenernos callados y quietos hasta que se marcharan por no recibir respuesta. Así lo hicimos, no obstante, el desconocido, sin intención alguna de recibir un no como respuesta, se dirigió a nosotros con apremio:

— Abridme la puerta, sé que estáis despiertos.

Los dos nos miramos al rescatar a una persona familiar: Étienne Baudin.

— Vengo a escondidas de ellos, así que abridme de una vez.

Como un resorte, no porque quisiera protegerle, sino por ira, me erguí y obedecí su petición. El posadero me miró con cautela al ver la expresión de mi rostro, clara prueba de que le habíamos ignorado deliberadamente, y Étienne lo apartó para situarse frente a mí. Sus rizos despeinados estaban húmedos y sus ojeras, aunque siempre habían sido profundas y características, ya no despertaban ningún sentimiento tierno. Gracias a que Antoine corrió a colocarse detrás de mí no me abalancé para abofetearlo hasta hartarme.

— Puede marcharse — ordenó al hombre, quien no daba crédito. Visitas secretas durante la noche no eran presagio de nada bueno —. He dicho que puede marcharse.

Asustado, se alejó con medida cautela. Ni le dediqué una mirada, estaba demasiado ocupada en contenerme.

— ¿Puedo pasar o vas a matarme antes?

— ¿Qué diantres haces aquí? — intervino el arquitecto —. ¿C-cómo?

— Llevabais unas cuantas horas de ventaja, pero he conseguido alcanzaros. ¿Me dejas pasar? — volvió a mirarme, frío.

Observé que, a un lado de su pierna derecha, un baúl reposaba.

— ¿Qué es eso? — lo señalé, impidiéndole la entrada.

— Si me dejas pasar, os lo explicaré.

Noté cómo Antoine me echaba ligeramente hacia atrás.

— Considera este favor como el último acto de nuestra pasada amistad — le dijo —. Pasa.

Respetando su criterio, no pronuncié palabra y dejé que pasara. Advertí la trayectoria de sus pupilas sobre el cuchillo que estaba sujetando y cerré con lentitud. Ninguno tomó asiento.

— ¿Y bien? — le azucé sin ocultar mi rechazo —. Estamos impacientes por escuchar tus palabras.

Sin más, respondió:

— Vittoria ha dado a luz a una niña.

Mi apretada mandíbula redujo un poco su tensión.

— Gracias a dios que están bien — suspiró Antoine.

— Fue un parto rápido. La condesa está recuperándose y el bebé ha nacido sano.

Étienne sabía que yo ansiaba aquellas nuevas, mas que las compartiera conmigo no disipó los negativos sentimientos que él me despertaba. A decir verdad, mi corazón había discernido todo aquel tiempo que Vittoria portaba a una niña en su vientre.

— ¿Has venido hasta aquí para eso?

Nuestros ojos se alienaron y capté por qué había albergado una noción de peligro próxima: se trataba de él.

— No — tardó en contestar —. No he venido hasta aquí por eso.

— Ahórrate el misterio, Étienne. Te escupiría en la cara. Dime, ¿por qué has afirmado que has venido a escondidas de Derrick? Era él a quien te referías, ¿no?

Apretujó los guantes y despegó los labios:

— Desconoces por qué Derrick le propinó una paliza a Vittoria.

Arqueé las cejas, con la boca del estómago estrechada.

— ¿Cuál es el objetivo de esta conversación? — agotó su paciencia Antoine.

Étienne seguía con sus pupilas fijas en las mías.

— ¿Existe una razón para su brutalidad? Ilumínanos.

— Le pegó porque la encontró rebuscando en los cajones en los que guarda los documentos de sus negocios.

Un jarrón de agua helada cayó sobre mis hombros. ¿Vittoria había hecho aquello?

— Todos los secretos de Derrick están escondidos ahí. No sé cómo consiguió la llave, pero abrió los cajones, inclusive el de las armas y el de sus ganancias personales — el cariz de mis mejillas fue palideciendo —. Creo que podéis imaginar cómo reaccionó él. La desnudó entera y solo encontró dinero y un pequeño puñal decorado con rubíes. Ella confesó a la desesperada que planeaba matarle con él mientras dormía. El resto de la historia es de sobra conocida — suspiró, ordenando sus pensamientos —. Por suerte, Derrick la creyó. Ha perdido facultades. Cuando lo conocí por primera vez era implacable, rapaz como un zorro. Las comodidades han nublado su juicio. Creerse intocable le ha hecho descuidado y eso ha salvado a Vittoria de algo peor y es la consecuencia principal de que yo esté ahora aquí. Te sientes confusa, ¿verdad, Catherine? Me miras con extrema cautela, desconoces cuál es el paradero final de toda esta palabrería. Bien, iré al grano: Vittoria no se escabulló en los aposentos de su marido para sustraer monedas y cuchillos, sino para averiguar dónde se encontraba tu adorado Namid. Buscaba documentos que indicaran la fecha y el lugar de salida del barco.

— No puede ser cierto... — livideció Antoine.

Vittoria... La vencedora, la que triunfa sobre el mal.

Mi amiga, mi hermana.

— He venido para terminar lo que ella empezó.

No podía creerlo. Los ojos se me llenaron de lágrimas. No podía creer que Vittoria, conociendo los riesgos, hubiera hecho aquello por mí.

— ¿Qu-qué quieres decir?

— Lo que oyes, Antoine — le miró —. Vittoria lo consiguió: consiguió averiguar el paradero de Namid — mi interior cayó en un reposo incrédulo, como la superficie helada de un lago, a punto de romperse al mínimo toque —. No tuvo tiempo para hacerte saber sus logros, Derrick se encargó con creces de castigarla, ignorando que su esposa había memorizado los datos.

Seco, me tendió un trozo de papel arrugado.

— Cuando pudo estar a solas con sus heridas, los escribió aquí, en este papel — suspendido entre su mano y la mía, dudé en cogerlo —. Es tuyo, Catherine. Tómalo.

Agarroté las comisuras de la boca y mis mejillas se humedecieron.

— Me hizo prometer que te lo entregaría.

Étienne había traicionado a Derrick llevando a cabo aquella promesa. Quizá su relación con Vittoria no era tan indiferente como yo había creído, quizá había estado protegiéndola desde las sombras.

— Quiso escribirte una carta de despedida, pero las evidentes circunstancias se lo impidieron.

Agitó la mano, indicándome que cogiera aquel papel y, con él, todas sus consecuencias. Yo no podía moverme. Antoine, consciente de mi parálisis, se lo arrebató con delicadeza, me abrió las palmas y me lo situó en ellas. Era diminuto, habiendo sido doblado múltiples veces, y la lealtad de aquella desgraciada dama, quien no tenía por qué inmiscuirse personalmente en mis desventuras, me estremeció.

— Te dejaremos a solas, Cat.

El arquitecto me apretó el hombro e invitó a Étienne a salir. Restaban múltiples asuntos que tratar en relación a su volátil comportamiento, a sus motivos, mas no era el momento: en la intimidad, yo debía enfrentarme con aquel papel. En el marco de la puerta, el abogado me echó una mirada pausada, tensa, resignada. Sin embargo, tras aquella amargura, tras el precio que suponía la máscara de la supervivencia, vi felicidad. Una felicidad dolorosa, breve, insuficiente... Étienne me había otorgado el camino hacia Namid, su enemigo, porque su amor por mí era mayor que cualquier desengaño sentimental.

Solemnes, desaparecieron. Las manos me ardían, más que el corazón y las cicatrices. Lentamente, deshice cada una de las esquinas. "Qué irónico: el peso de mi destino en un exiguo fragmento de papiro", pensé. Su anchura no superaba la de dos dedos juntos y estaba escrito por ambas caras. En caligrafía minúscula, realizada con un asombroso cuidado a pesar del terror que debió suponer la situación de su escritura, leí el escueto contenido de la parte delantera.

Namid había regresado a mí: disponíamos de rumbo al que dirigirnos.

En la parte trasera, tres oraciones y un nombre:

Jamás me arrepentiré.

Búscale, ámale.

Te veré ardiendo en los cielos.

Vittoria

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