Ogimaans - Un príncipe
— Era cierto: somos vecinos — bromeé al vislumbrar la vivienda frente a mí. Ésta era sumamente parecida en estructura a la del Leñador, pero en un tamaño reducido, el propio para dos personas y sus planes de descendencia.
Caballeroso, Jack nos acompañó hasta la entrada y me entregó la llave oxidada sin dejar de vigilar a Namid. Él me seguía como una sombra, como un espectro anónimo carente de personalidad o emociones, sin inmutarse.
— Adelante.
Le sonreí y entramos. La casa estaba fría por la ausencia del calor propio de la ocupación, además de oscura.
— Les traeré algunos maderos para la chimenea.
— No se moleste — repuse. Inmediatamente miré a Namid —. Ve a conseguir leña, rápido.
Jack parpadeó varias veces al ver que salía sin una palabra, dejando los macutos apoyados en la pared.
— ¿Tiene velas? — me interesé para distraerlo.
— S-sí — avanzó hasta lo que parecía la cocina y buscó —. Siéntese, yo me encargo.
Obedecí con las piernas quejumbrosas, palpando en la penumbra. Resolutivo, encendió un par de ellas y las colocó sobre la repisas de las tres diferentes ventanas que decoraban los laterales. Habiendo sido el espacio alumbrado, pude contemplar con mayor claridad lo que me rodeaba. Como había deducido desde el exterior, la casa era altamente parecida a la de aquellas familias humildes: dividida en dos plantas, con una única estancia que abarcaba el horno, dos mesas de madera y cuatro sillas. Por encima del horno de piedra y el improvisado fogón de brasas, diversos utensilios culinarios colgaban hacia abajo. Estaba limpia, aunque más vacía que la anterior: los sillones y la alfombra estaban ausentes.
— Es..., es un lugar humilde, pero...
— Es perfecto. Se lo agradezco enormemente — corregí sus conclusiones precipitadas sobre mi observación seria —. ¿Le importaría enseñarme el piso superior?
Dejó que yo pasara primero y subí las escaleras sosteniéndome la manta como pude. A pesar de que, a aquellas alturas, Jack habría visto el estado deficiente de mi falda, no expresó sus conjeturas en voz alta, probablemente porque temía meterse en asuntos turbios que no le concernían. Me fijé en los fuertes techos, formados por alienadas vigas conformadas por troncos. Sin duda, era morada digna.
— Tiene a su disposición tres habitaciones.
Conforme me explicaba la distribución, iba enseñándome los habitáculos. El primero de ellos era el aseo, el cual consistía en una tina amplia de tono cobrizo taimada por el uso y un diminuto brasero. No sin pudor, Jack me informó de que llevaban a cabo sus necesidades en unas letrinas situadas en la parte trasera.
— Mi mujer se hará cargo de traerles paños limpios y mantas.
— Puede esperar hasta mañana, no se preocupe — moví la barbilla con despreocupación. Necesitaba quedarme a solas con Namid a toda costa.
El segundo de los habitáculos era un dormitorio al uso: una bella cama matrimonial pulcramente tallada, sin sábanas. A ambos lados, dos mesitas con jarrones vacíos. Contabilicé una cómoda y unas cortinas de cuadros. Sin poder evitarlo, me puse nerviosa. Mi mente estaba imaginando compartir aquella sala con Namid, como lo hubiera hecho cualquier pareja, y me ruboricé.
— Hay otro brasero pequeño en los cajones. Las semanas venideras serán muy frías.
No había estado escuchándole y me obligué a prestarle atención.
— ¿Es esta la habitación de Lucas y su esposa?
Mi pregunta lo detuvo en el estrecho pasillo que llevaba al último habitáculo.
— Sí, pero aún no la han ocupado. ¿Por qué?
"Es de mal fario", recordé las palabras de mi abuela.
— No querría utilizar la habitación de unos recién casados, no sería educado. Dormiré en esta — señalé la puerta cuando arribamos.
— Lamento decirle que esta está totalmente destartalada — me la mostró: más bien parecía una buhardilla repleta de pertenencias viejas y polvo —. Ni tan siquiera tiene un colchón. Pensábamos acondicionarla cuando lleguen los nietos — sonrió —. Para Lucas no será inconveniente que use la otra habitación. Supongo que su criado dormirá en el comedor, pero también podría hacerlo aquí.
Lo que para mí era un cuarto imposible de ocupar, para Namid, quien no era considerado un ser humano, era el destino inevitable.
— Hay espacio de sobra — añadí sin interés. Resultaba irónico que nadie pudiera imaginar que aquel indio y yo manteníamos un lazo ajeno a las reglas del mundo —. Le guiaré a la salida.
Entre cordialidades y agradecimientos, Jack subió a su caballo, desapareciendo rumbo a su hogar hasta el día siguiente. Tuve que insistir en que portábamos alimentos y abrigo para deshacerme de él. Despidiéndome con la mano desde el porche, vi a Namid a lo lejos, cortando un tronco con su hacha.
— Bueno, no está nada mal — suspiré una vez estuve dentro, sola, sin la obligación de fingir.
Me dejé caer sobre la silla y eché el cuello hacia atrás. Me costaba creer estar bajo un tejado seguro, sin tener que arrastrarme a la intemperie. Namid no tardó en regresar: lo hizo en silencio, portando varios maderos. Anduvo hasta la chimenea sin decir nada, se agachó y comenzó las tareas para encenderla.
— Es mejor de lo que esperaba, ¿no crees? Parecen buenas personas.
Él me dio la razón, lánguido. La visión de su espalda me invitó a anhelar abrazarlo con fuerza.
— Siento haberte tratado así — musité por fin.
Sin darse la vuelta, contestó:
— Has hecho lo que debías hacer para mantenernos seguros por el momento, no tienes por qué disculparte.
— No es agradable. Tú no eres ningún esclavo, tienes el mismo derecho a...
— ¿No lo soy? ¿Estás segura? — terminó mirándome. Su expresión todavía no se había desecho del estoicismo.
— Eres una persona, ni más ni menos.
— Todos somos esclavos, Catherine.
Impávido, volvió a concentrarse en la hoguera.
— En mis tierras quizá fuera alguien, por mi linaje, pero aquí..., aquí valgo menos que un cerdo. A decir verdad, tampoco poseo valor en Quebec, ni en Montreal, ni en ningún sitio. La historia se repite allá donde vaya.
Tragué saliva y me incorporé para transmitirle toda mi atención. Sabía que notaba mi mirada en la nuca. De pronto recordé las historias que Thomas Turner me había transmitido durante nuestras tardes de naipes: la familia de Namid provenía de una estirpe milenaria, de las tribus que ellos denominaban de Los Primeros Hombres, y los antepasados de sus padres habían formado parte de la monarquía ojibwa siglos atrás, igual que Honovi. Por decreto de sangre, Inola era descendiente de reyes indígenas, del mismo modo que lo era Namid. "Ese chico es lo que usted conocería como un príncipe, señorita Waaseyaa", me había asegurado el mercader. El príncipe libertario de los pueblos originarios.
— ¿No resulta curioso que me haya convertido en una paria hasta en mi propio territorio? — removió las llamas que crecían con el cuchillo. Con un crujido de huesos, se puso de pie, frotándose las manos de suciedad, y nuestras miradas se encontraron —. Supongo que no todos los hombres son iguales ante los ojos de dios.
Con cierta ironía latente, sonrió por un lado de la boca. Una parte de él se enfurecía ante aquella discriminación; otra había terminado por resignarse.
— No te sientas mal por seguir con este teatro, es la mejor estrategia. Jamás creerían que somos... — la intensidad de sus ojos se incrementó —. Lo que se supone que seamos.
Mis cejas descendieron con cierta tristeza, no por lo que acababa de decir, sino porque sabía que era verdad. Nadie creería posible, bajo ningún concepto, que dos seres como nosotros nos quisiéramos.
— Lo siento — dije sin saber exactamente por qué.
— Mírame como lo haces ahora, háblame como si no portara al demonio bajo la piel, comparte tus alimentos conmigo, acéptame..., no me digas que lo sientes. Podré morir en paz si una sola persona, si tú, me aprecias como a un igual aunque sea distinto. Créeme, es suficiente.
Un escalofrío me cruzó las muñecas desnudas. Erguido, tan alto como un árbol centenario, orgulloso como un guerrero, precioso como una ortiga mecida por el viento en un campo de amapolas.
— Sea como sea tu vida, nunca te conviertas en una de esas mujeres. Tu boca alberga demasiada sabiduría para permanecer con la cabeza gacha, obediente, callada hasta la muerte. Nunca te entregues a una existencia de servidumbre, lucha contra los grilletes que intentarán inmovilizarte por todos los medios hasta que olvides quién eres. Creo que podremos mantener esa promesa. Esa sí, ¿no crees?
Estaba ante un hombre extraordinario, un heredero al trono, un alma que el Gran Espíritu había moldeado para liderar a su pueblo hacia la salvación de los cielos.
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