Nakweshkodaadiwag - Ellos se encuentran
— ¡Esta señorita ha estado remoloneando en la cama del señor hasta las tantas!
El abogado se puso de pie, sobresaltado, al caer sobre él la escandalosa voz de Florentine, quien se precipitó al salón persiguiendo a Esther entre risas.
— Oh, dios — se paró en seco al darse cuenta de que teníamos compañía y acababa de aparecer como una alegre energúmena. Mi sonrisa complacida me estiró las mejillas —. Ven aquí, querida. ¡Ven!
De forma bastante cómica, agarró a Esther del lazo trasero del vestido, tirándola hacia ella. Las dos tomaron postura decorosa y la expresión de no haber roto un plato.
— Discúlpenos, señorita. ¿Necesita que les prepare un té? — carraspeó, transformándose en una criada estoica.
La carcajada estaba a punto de romper el cascarón y me mordí los labios, haciéndoles un gesto con la mano.
— No es nada. Quedaos aquí. Nuestro invitado ya se marchaba.
Me miraron con cierta súplica de disculpa, lo cual me resultó todavía más divertido.
— Le acompañaré a la puerta — ofrecí, puesto que el hombre no había dejado de observarlas como si fueran un par de salvajes desvergonzadas —. Sígame.
Era un conocido de Antoine, lo había ayudado a gestionar nuestro traslado desde Francia a Inglaterra, pero era un estirado. Se asemejaba más a una vaina avinagrada que a un varón comprensivo.
— Espérenme dentro de unos cuatro días, debe firmar unos últimos documentos.
Había sido más sencillo de lo que me esperaba. Restaban algunas formalidades, pero ya me había convertido en el valido de las posesiones del arquitecto. Sus bienes, que consistían en aquella casa, algunas rentas obtenidas por la venta de pequeños terrenos de labranza en Quebec, los ahorros obtenidos por sus trabajos y los restos de la dilapidada asignación que sus padres le habían cedido antes de desheredarlo, ascendían a tres mil libras. Una pequeña fortuna provinciana, suficiente para sobrevivir sin ingresos durante, al menos, un par de años.
— Muchas gracias. Ha sido de gran ayuda.
Sin pensar, le tendí la mano para estrechársela. Así era cómo se cerraban los tratos. Él encarnó una ceja y no me la estrechó de vuelta. "Por supuesto, eres mujer", comprendí sin un rastro de condena por mi torpeza.
— Que tenga un buen día, señora Clément.
***
Antoine parecía más animado. Sus mejillas tenían mejor color y lograba llevarse algunos bocados sin sumirse en una tos compulsiva. Incluso pudimos bajarlo con ayuda de los mozos de cuadra y sentarlo en una de las sillas de madera del jardín trasero. "El sol le hará bien", había asegurado Florentine. Los rayos de luz, que ya empezaban a anunciar el tenue verano de aquellas tierras norteñas, se posaban en su rostro con cariño, calentándole más allá del físico maltrecho. Él echaba el cuello hacia atrás, suspirando, pero sin borrar la media sonrisa.
Esther y él se habían vuelto inseparables. Tanto Florentine como yo albergábamos reservas al respecto: creíamos que sería beneficioso evitar que la niña se encariñara, pero no nos atrevimos a romper su vínculo. Dormía todas las noches en su cama, cogiéndole de la mano, escuchando, luna tras luna, las aventuras de la guerrera Waaseyaa y el príncipe ojibwa hasta que caía dormida. No lo dejaba solo. Estaba protegiéndole. Sin embargo, mi cabeza no podía olvidar la jofaina de cerámica amarillenta, jaspeada de sangre hasta el borde.
Una tarde, mientras jugueteaban a los castillos de barro y yo leía un libro de leyes con Antoine reposando a mi lado, él dijo:
— En cuanto firmes los últimos papeles, debéis salir de aquí.
Me resistía a hablar sobre los acontecimientos que se producirían, sobre las decisiones a tomar, tras su muerte. Aquella actitud negativa no era una novedad, por lo que apuntó que le escuchara sin evitar lo que se avecinaba. Seguía sin estar preparada.
— No debes tardar en vender la casa. Las negociaciones ya están en marcha.
— Pero...
— Espera una semana más. Si Emily no responde a la misiva o no aparece por aquí, debes de dar por hecho que ha renunciado a cuidar de su nieta. Puede que incluso esté muerta. Una semana — reiteró, mirándome con fijeza —. Vended todo y emplear los pasajes. Sé que te has propuesto obviarlos, pero están en el cajón de mi escritorio, dentro de un sobre. Su destino es Halifax, Nueva Escocia. Desde allí tendréis que tomar otro barco hasta Quebec. El gobierno británico tomó la medida de cerrar ese puerto a embarcaciones grandes después de la guerra.
Esther, ajena a la plática, elevó una especie de montículo de tierra mojada deforme, mostrándonoslo orgullosa. El arquitecto le sonrió de oreja a oreja, como si...
— Actúas como si...
— ¿Como si me hubiera rendido? — completó, todavía oteándola con cariño —. Ella no es sorda, lo oye todo. Aunque no esté presente, lo sabe. Como tú sabías que tu padre estaba agonizando y tu madre seguía celebrando fiestas para que las demás familias no se regocijaran en vuestra desgracia y empezaran a repartirse vuestros favores como buitres. No debes ocultarle la realidad, Catherine. Es fuerte. Las personas, y ello incluye a los niños, valoran la verdad, da igual lo cruda que ésta sea, antes que una mentira de buenas intenciones. Esther conoce a la muerte, se ha enfrentado a ella. Quizá no en un campo de batalla, pero sí la ha mirado a la cara. Como nosotros.
Me hallé escudriñándola desde mi asiento. Su pelo claro mecido por la brisa, las manitas manchadas, la ausencia de sombra en su espalda.
— Por eso Namid la escogió.
***
— ¿Por qué le cuentas esas historias?
El último ataque había sido devastador. Portaba dos días sin dormir, vigilante para asistirlo en un dolor que no podía remediar. La mejoría había sido una ilusión, como la de todos los moribundos antes de exhalar su término. Esther ya no podía visitarle, era una visión demasiado desagradable para su edad, y habíamos despachado a todos los criados. Se quedaba en la puerta, esperando, callada, pero esperando. En ocasiones dormía a sus pies, despertándola cuando salía a limpiar los paños o traer más infusiones de láudano. Me pedía pasar con aquellas pupilas, mas me negaba, cerrando de nuevo.
— Bebe esto, te aliviará.
El brebaje que Florentine había aprendido a preparar en su juventud para mitigar los dolores de su marido era lo único que conseguía reducir sus temblores, dejándolo adormecido.
— No..., no quiero... — renegó débilmente, apartando el vaso —. Quiero..., quiero estar despierto...
Era más sencillo ver morir a un ser querido de un plumazo, alcanzado por una bala certera, ya que su sufrimiento era breve. En cambio, asistir a la destrucción paulatina de alguien amado era una tortura difícil de borrar. Ahí estabas, sentada a los pies de su cama, impotente, viendo cómo se apagaba sin remedio. Aquel hombre de ojos azules y pómulos marcados..., convertido en un esqueleto. En un manojo de huesos aferrado a la respiración pausada de la esperanza que se extingue. Un desconocido.
— Es bueno para ti — insistí.
Él movió el brazo con brusquedad, desparramando el líquido por el suelo. Su esfuerzo provocó una tos flemática. Asustada, lo incorporé y arribaron los vómitos. Eran vómitos rojos, viscerales. Sentí su mano aprisionando la mía con desesperación.
— ¡Florentine, Florentine! — alerté.
Se estaba quedando sin aire, sufriendo la lenta agonía del veneno.
— ¡¡¡Florentine!!!
Ella apareció a trompicones.
— ¡¡¡El láudano, rápido!!!
Su cuerpo fallaba con mayor frecuencia, anunciando el final, y un olor a orina inundó la habitación.
— ¡¡¡Rápido!!!
Todo se tornó lento, emborronado por mis lágrimas, y descubrí a Esther ante la puerta abierta, con el semblante de la muerte devolviéndome la mirada.
***
— Jeanne está aquí...
Me había dormido en la silla a tardías horas, en eternos turnos que no me atrevía a compartir con Florentine, y su voz me sobresaltó. Abrí los ojos con violencia, creyendo estar en otra de mis pesadillas, pero Antoine permanecía en el colchón, victorioso. Casi le habíamos perdido horas antes, mas resistía.
— ¿Có-cómo...? — me froté las legañas. Estaba agotada. La noche, sellada en la oscuridad, bailaba alrededor de una vela en la mesita —. ¿Necesitas agua?
Él estaba tumbado boca arriba, con la vista perdida en el techo. Balbuceaba murmullos.
— Jeanne está aquí.
Fruncí el ceño.
— Jeanne está aquí. Nos está llamando.
— ¿Qu-qué?
— Está ahí, junto al armario — lo señaló a duras penas. Pero aquel hueco estaba vacío —. Se está riendo porque no me crees. Lleva..., lleva un vestido verde y trencitas en el pelo. Está ahí, ¿no la ves?
Aquel hueco estaba vacío. Tan vacío como la nada más profunda.
— ¿No la ves, Catherine? — sonrió —. No me cree, cariño. No cree que estés ahí.
— ¿A...Antoine? — susurré, aterrada —. No hay nadie aquí...
— Claro que sí — volvió a sonreír, desvariando tiernamente —. Ha venido a buscarme. Estoy listo.
Los párpados se me humedecieron.
— ¿Qué diantres estás diciendo? Antoine, mírame. Antoine, no te vayas.
Le zarandeé sin poder evitarlo. Era como si hubiera perdido la razón, como si yo estuviera colmada de excesiva humanidad para que pudiera distinguirme entre las garras que estaban atrayéndolo rumbo al cielo.
— Estoy listo, cariño.
— ¡Antoine, mírame, por favor!
— El clavicordio.
— ¡Antoine!
Estaba tan calmado que era espeluznante.
— El clavicordio, Cat. Jeanne quiere escucharte tocarlo. Quiere. Sí, cariño. Quiere escucharte. Llévame. Queremos escucharte, pajarito. Llévame. Llévame ahora.
Sobrecogida, me quedé paralizada.
— Pajarito, llévame ahora. Llévame, pajarito.
***
El vaporoso ruido que produjeron mis intentos de cargarlo a pulso para conducirlo hasta la sala donde reposaba el instrumento despertó a Florentine y a Esther.
— ¡Señorita! ¿Qué demonios?
Estaba al principio de la escalera, con su figura colgándome, al tiempo que él musitaba recuerdos sin sentido.
— ¡Ayúdame, rápido!
Ella lo cogió por los tobillos y yo por los hombros. Esther se nos adelantó peldaños abajo, encendiendo un par de candelabros. En el momento en que llegamos a la estancia, le dejamos sobre el diván. Ese mismo diván en el Namid se había sentado a las pocas lunas de su llegada.
— ¿Qué le ocurre? Está, está...
— Trae trapos mojados. ¡Corre! — pedí sin pensar.
Esther le cogió de la mano sin titubear. Quise gritarle que saliera de allí, pero no me salieron los chillidos.
— Pajarito, la música... — sonreía — Jeanne está aquí...
Estaba muriéndose. Estaba a un paso de reunirse con su esposa en el reino de los ángeles. Porque aquel buen hombre solo podía descansar eternamente en el reino de los ángeles.
Jeanne estaba acompañándolo, aunque él solo pudiera verla.
— Dime dónde está.
Esther dio un respingo.
— Dime dónde está, Antoine. Está jugando al escondite y no puedo verla.
Forcé una sonrisa y las lágrimas me cayeron a borbotones. Florentine regresó, quedándose como una estatua con lo que le había pedido.
— Qué pillina eres, cariño — alegó con las cuencas perdidas —. Cat no puede verte si te escondes — se quedó en silencio unos segundos —. Dice que no quiere que la veas porque si no irás con ella y adonde nosotros vamos tú no puedes venir. Aún no.
— ¿Por qué? — temblé, colaborando en su farsa con el llanto entre los dientes —. Dile que sabe de sobra que debo seguiros a todos los sitios. Me da miedo estar sin vosotros.
Antoine sonrió y, por primera vez, Esther mostró debilidad.
— Dice que su pajarito ya no tiene miedo.
— An..., Antoine... — siseó Florentine.
— No quiere que llores. No quiere verte llorar.
El sollozo estalló. El espíritu de mi hermana me rozó los hombros. Estaba allí, siempre lo había estado, aunque yo no pudiera verla.
— No estés triste, Catherine, porque todos los hombres deben morir.
— ¡Señor! — se alertó.
"Todos los hombres deben morir".
— Toca. Toca, pajarito.
"Todos los hombres deben morir".
— Toca para nosotros.
No recuerdo con claridad aquellos momentos. El desgarro los enterró entre lápidas sin nombre. Sí me senté frente al clavicordio. Me senté y toqué. Toqué su pieza favorita, una composición que había creado tras la condena de Honovi. Pesada, melancólica, pero huidiza en pequeñas motas de esperanza. La toqué entera en un océano.
Cuando finalicé, apoyando el corazón apuñalado entre las teclas, Antoine nos había dejado. Extendido en el diván, sin soltar a su hija no nacida. Jeanne ya se lo había llevado.
Sonreía.
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