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Nagamon - Una canción

Hacía días que notaba una mirada más inquisitiva de lo normal por parte del miembro joven de la tripulación. Derian, quien se había ofrecido con cierta bravuconería a subir nuestro equipaje, me esquivó desde el principio. Si aparecía en la cocina, se marchaba sin explicaciones. Si paseaba por la cubierta, se iba a otro lado. Si hablaba con Wells o Gibson, fuera cual fuera el motivo, nos observaba de refilón con expresión seria y después se esfumaba. Era como si mi presencia le insultara.

— Es tímido — dijo Gibson cuando hice el ademán de ayudar a Derian con las anclas y éste salió despavorido —. No se lo tenga en cuenta.

En realidad, me importaba bien poco que yo no le agradara, pero me despertaba cierta curiosidad aquel cambio de actitud surgido tras nuestro irrelevante conflicto en la playa.

— Debe creer de verdad que una mujer trae mal fario en alta mar — apunté, sonriendo, mirándole mientras se alejaba.

— Las mujeres siempre traen problemas. Por eso me quedé tuerto — se señaló el parche.

Derian subió hasta la zona del timón y fingió que estaba ocupado analizando el horizonte, no husmeando.

— Estoy segura de que esa mujer no le pidió que perdiera el ojo por ella — ironicé de buena gana, deshaciendo varios nudos de los cabos.

— Usted no la conoció. Era..., era... Merecía la pena perder el ojo por ella.

— No puedo imaginarme tal criatura mítica.

Él se echó a reír, apuntando como si estuviera dándome una lección vital:

— Me entenderá cuando se enamore, jovencita.

La sonrisa se quedó quieta en mis labios, mas la sombra abierta sobre ella fue obvia.

— ¿He dicho algo malo?

Estaba intentando con todas mis fuerzas rehacerme por dentro. Florentine todavía no se había atrevido a preguntarme qué había hecho durante aquellas semanas, ni porque regresé con sangre seca en la ropa. En cierto modo así podía evitar descubrir la verdad: que la niña de sus ojos era una asesina, aunque fuera por venganza. Había matado a un conde, lo que significaba que el precio por mi cabeza, una vez fuera acusada de ello, se acercaría a la recompensa demandada por Namid. Antoine estaba muerto y no lo había asimilado. Rodeada de extraños, sin interés por recuperar mi identidad —ni la de Catherine ni la de Waaseyaa—, obtenía mi única calma en perderme entre las nanas del oleaje. Pasaba horas y horas apoyada en la balaustrada, pensando, recomponiéndome. El abismo estaba a un paso.

— Le entiendo — añadí sin más.

El Tuerto comprendió y pareció sorprendido. Derian proseguía estudiándonos desde la distancia.

— Fue más inteligente que yo, señorita. Usted no perdió un ojo.

Sonreí, ya que estaba consolándome a su manera. Me hubiera gustado contarle que no había perdido un ojo, pero sí había perdido muchas otras cosas por amor. Sentirme separada de mis extremidades, por ejemplo. Cargar un estómago lleno de piedras donde antes habían nacido flores de fuego. Perder el camino hacia mi propio cuerpo. Abrazar la muerte por encima de la felicidad.

— ¿Escapó de su familia por eso? Algunos nobles repudian a sus hijos cuando se enamoran de los criados. O eso he oído.

— ¿Conque eso ha oído? ¿Por qué piensa que soy una noble? — pregunté sin acritud.

— Por cómo anda, señorita. Aunque vaya vestida..., así..., anda como una noble.

Era bueno saberlo.

— No me enamoré de ningún criado, pero sería una razón bonita para escapar.

Namid no era un sirviente, era un indio, lo que a fin de cuentas era casi peor que huir con el mozo de cuadras a Escocia.

— Quiero que sepa que no tengo nada en contra de las preferencias de los demás... Los..., los asuntos de alcoba son personales... Es respetable que...

— ¿Qué está insinuando? — me reí.

— ¿Le gustan las mujeres, no?

Mi carcajada alertó aún más si cabe a Derian.

— ¿De eso han estado hablando cuando no estoy, de si me gustan las mujeres?

Gibson palideció.

— ¿En serio?

— ¡Es misteriosa! — se excusó —. Lleva pantalones y...

— Si me hubieran gustado las mujeres, me hubiera ahorrado varios problemas — pensé en voz alta.

— ¡Lo respetamos!

Su gesto me resultó tierno.

— No hay nada que respetar.

— Entonces... — entreabrió la boca —. Usted..., a usted le...

— Soy viuda.

— Perdóneme, señorita. No pretendía...

— ¿Cuál es la historia de Derian?

Rondaba la veintena. No era bien parecido, mas no podía establecerlo con certeza: poseía rasgos fuertes, de los que despertaban gran atractivo o gran rechazo. Hubiera lucido más presentable sin toda aquella mugre en el pelo. Estaba convencida de que era rubio debajo de la suciedad marrón. Una nariz grande en forma de pico ocupaba una cara fortachona, con el labio inferior partido y unos penetrantes ojos azules.

— ¿De Derian? — susurró —. El chico se ha pasado la mitad de su corta vida como polizonte, se marearía si estuviera en tierra firme. Es solitario, así son las demandas del mar. Y, si me permite la confidencia — se aproximó a mi oreja —, creo que no está acostumbrado a las mujeres. Para él son todas sirenas dispuestas a devorarlo por la noche.


***


— ¿No ha convencido al capitán de que nos traslade a un camarote propio?

Florentine estaba cosiendo la falda de Esther, ya que se la había rajado al jugar con los anzuelos, y no estaba de buen humor. Sabía que era incómodo para ellas tener que convivir en aquel ambiente, sobre todo considerando que íbamos a permanecer allí durante tres meses.

— No hay otro camarote. Solo el suyo y la bodega. Tendremos que conformarnos.

Bufó y cerré el libro de navegación que Wells me había prestado.

— ¿No considera que es inseguro que la niña se relacione con ellos? Quizá deberíamos decirle que entre.

— Esther necesita compañía. La tratan bien.

— Esther ya tiene compañía.

— No la que necesita.

— ¿Y por qué, si puede saberse?

La puerta de la cocina se entreabría constantemente por el vaivén del barco.

— Porque no puedo dársela.

Aguanté su intenso contacto visual.

— No puedo entretenerla todo lo que me gustaría, ni contarle cuentos cada noche, ni peinarle como tú la peinas. Mejoraré con el tiempo.

"Cuando me cure".

— ¿Cuándo va a contarme lo que pasó?

— No quieres saberlo ni yo quiero contártelo.

— Es..., está diferente..., muy diferente... Es como si..., como si se hubiera escondido en una cueva oscura... Sé que ha pasado por momentos durísimos y que la pérdida del señor Clément es reciente...

— ¿Pero?

— Pero tengo miedo de perderla.

Era complicado, altamente complicado. Ni tan siquiera podía explicarlo.

— No me perderéis, Florentine. Os protegeré hasta el final.

— No queremos que nos proteja, queremos que sea feliz. Es lo que el señor hubiera querido.

— Antoine está muerto — en otro tiempo me hubiera levantado y hubiera dado un portazo, pero ya estaba lejos de aquel pasado. Se trataba de una aceptación amarga —. No necesitas que te lo cuente para saber que he asesinado a personas. Lo hice en la guerra y lo hice en Inglaterra. Acabé con ellas a sangre fría. Estoy aprendiendo a vivir con el dolor y las almas que cargo a la espalda.

A pesar de que no era una sorpresa, contuvo las lágrimas.

— Hubiera deseado, por todos los dioses del cielo, una vida distinta para usted. No merecía que...

— Nadie merece sufrir, sin embargo, nunca nos acordamos de los que son más desafortunados que nosotros. Mi vida es un mapa, un mapa que todavía está siendo trazado y que me llevará a un destino final. Recorrerlo siempre destruye. Así es como volvemos a nacer, al rompernos.

Me senté a su lado y le apreté la mano.

— Mejoraré con el tiempo, te lo prometo — besé su frente —, pero no puedo dejar de ser quien soy. Solo aceptando lo que somos podemos obtener lo que queremos. La felicidad solo es una estrella fugaz.


***


Wells nos había permitido por primera vez usar la cocina y preparar la cena para toda la tripulación. Habían acabado con todos los víveres entre carcajadas, jarras de cerveza negra y anécdotas varias. Algunos de ellos habían sido mercantes en las Indias Orientales, otros se habían visto sumidos en la piratería durante su juventud, por lo que sus relatos nos mantuvieron entretenidas e incluidas. Florentine era la más reticente de las tres: sentada en un extremo de la larga mesa de madera, observaba a sus compañeros de travesía con cautela, sin fiarse de ellos, vigilando a Esther con olfato de halcón.

— Tendrá que prepararnos esa mermelada de arándanos cuando atraquemos en tierra, señorita.

Gibson tenía a la niña sentada sobre sus piernas, haciéndole trotar con sus rodillas. Ella sonreía, dejándose abrazar. La tranquilidad de un infante era una sensación placentera, como si ninguna desgracia pudiera ocurrir mientras albergaran seguridad en tus brazos.

— Sería buena para el escorbuto — comentó Wells fumando de su pipa —. ¿Cuáles son sus planes en el Nuevo Mundo?

Los demás hombres estaban demasiado pendientes de Esther —el ídolo inocente en medio de una vida desordenada— como para prestar atención a mi respuesta, pero Florentine levantó las cejas, alerta.

— Están permitidos los secretos — me aseguró al darse cuenta de que no contestaba —. Todos los hombres tienen derecho a borrar su pasado. Mírenos. Y todas las mujeres, discúlpeme.

Conforme pasaba el tiempo, el capitán se mostraba más respetuoso, aunque desconocía la razón. Parecía haber superado sus pruebas, ya que no me había quejado ni una sola vez, ayudaba con las tareas y no provocaba a sus chicos con seducciones.

— El Nuevo Mundo es tan amplio que tiene sus ventajas. Podría asentarse en cualquier hueco de tierra indómita y sería suya. Obtenga tierras antes de que la llegada de nuevos colonos sea insoportable.

Prosiguió dándome una conversación apacible hasta que Gibson empezó a tararear una canción. Se calló al instante, girándose para tenerlo enfrente, y todos le atendieron con una sensibilidad que descubrí entonces. Esther también lo miraba, embelesada, y mis cabellos se erizaron al ser golpeada por una voz melódica y sentimental.

Era una deliciosa y agradable mañana de verano,

cuando los campos y los prados estaban cubiertos de maíz:

los mirlos y los zorzales cantaban en cada capullo verde,

y las alondras cantaban melodiosas en el amanecer del día.

Un marinero y su verdadero amor caminaban un día.

Dijo el marinero a su verdadero amor: estoy atado lejos,

estoy destinado a las Indias Orientales,

donde rugen los cañones fuertes.

Debo ir y dejarte, Nancy,

eres la dama a la que adoro.

A continuación, el anillo de su dedo al instante se quitó

diciendo: toma esto, mi querido William,

y mi corazón también irá contigo.

Y mientras se estaban abrazando,

las lágrimas cayeron de sus ojos diciendo:

¿puedo acompañarte? Oh no, mi amor, adiós.

Así que esto es un adiós, querida Nancy,

ya no puedo quedarme a tu lado,

las velas se han izado y el ancla se ha alzado,

y mi nave se encuentra a la espera

de la próxima marea que fluye,

y si alguna vez consigo volver de nuevo,

te prometo, amor mío, que serás mi mujer.

Salí a trompicones del camarote antes de que pudieran verme llorar. Una desmedida presión en el pecho me poseyó justo cuando me lancé a la baranda de proa. No podía respirar y me llevé los dedos arqueados hacia la garganta, jadeando en llanto. Mantuve el equilibrio a duras penas, agarrada a la madera con la vista borrosa sobre las violentas olas que se estrellaban contra el tajamar. "No puedo respirar", me repetía, "No puedo respirar". El manto de estrellas extendido en la noche profunda que rodeaba al cielo era una gran boca con colmillos labrados en conchas. Sin aire, me tiré al suelo.

Antoine estaba muerto. Había perdido la cordura en sus últimos días. A veces vagaba por los pasillos a oscuras, balbuceando el nombre de su esposa. Entonces yo debía llevarlo hasta la cama, tumbarlo como a un bebé y contarle cuentos felices. Cuentos de aventuras donde caballeros de brillante armadura salvaban a princesas encerradas en torreones. A veces se permitía una sonrisa bobalicona, me apretaba la muñeca y decía: "Jeanne llegará pronto. Salió a recoger flores y terminó perdiéndose, ¿verdad, Cat?". Mi adorada hermana se perdió. Y allí no pudimos seguirla.

— ¿Se..., se encuentra bien?

Ojalá me hubieran llevado a mí. Ojalá ellos pudieran haber sido felices. Juntos. ¿Cómo podía un corazón sobrevivir al vacío?

— Señorita..., ¿se encuentra...?

"Así que esto es un adiós, querida Nancy, ya no puedo quedarme a tu lado". Tengo que abandonarte, amor mío.

— ¿Señorita...?

Solo quería que Namid me sostuviera desde atrás..., que me besara la curvatura del cuello imperceptiblemente.

— ¿Señorita...?

Alguien me rozó el hombro y reaccioné como una bestia. Parpadeé, ya encima de Derian con mi daga apuntándole al cuello, y él palideció.

— Se-señorita...

Ni tan siquiera había sido consciente de mi propio movimiento. Estaba sentada a horcajadas sobre su figura tumbada e inmovilizada. ¿Cómo había...?

— No pretendía... — tragó saliva —. Estaba haciendo la guardia..., la oí llorar y...

No sé por qué, pero no me moví. Seguí estudiándolo, sin apartar el filo.

— La..., la dejaré sola...

¿Hubiera podido enamorarme de alguien como Derian? Aquel indio estaba en todas partes. Siempre lo estaba.

— Déjame sola.

Tras la sentencia, me puse de pie, liberándolo. Estaba temblando. La tentación de lanzar el cuchillo al mar me sobrecogió. Escuché cómo se incorporaba, colocándose bien la camisa.

— No voy a tirarme por la borda — aseveré con aplomo, puesto que no se marchaba. Él dio un respingo —. Dime, ¿por qué me tienes miedo?

— Porque usted me tiene miedo a mí — repuso después de unos instantes de reflexión.

Meditando su aportación, esbocé una media sonrisa amarga. Tenía razón.

— ¡Señorita, señorita!

Florentine, preocupada por mi escapada, estaba andando a la limitada velocidad que su espalda le permitía.

— Toma, quédatela.

Derian se sobresaltó cuando le entregué la daga de Derrick. Estaba repujada en oro y poseía incrustaciones de rubíes.

— No..., no puedo aceptarla... Es...

— Sirve para lo mismo que un machete de descuartizar pollos. Ya no la quiero.

Le di la espalda, avanzando hacia Florentine.

— Señorita—me llamó—, yo no sé usarla.

— Por eso mismo te la he dado.

— Pero...

— Su antiguo dueño la profanó, espero que le des un mejor uso.

— Pero yo no quiero matar a nadie.

Solo así consiguió que me detuviera.

— Yo no quiero matar a nadie, señorita.

¿Qué hubiera querido Namid? Envejecer plácidamente en un tipi junto al arroyo, a una cabalgata de distancia de sus hermanos, de sus padres, de sus tíos y primos, ocupando sus horas con el ganado, con la recolección de plantas, con su ávida curiosidad por saber. Sin guerras, sin plata, rodeado de hijos, de nietos, hasta que el gris de su cabello se lo llevara con los ancestros.

— Espero que nunca tengas que hacerlo. 

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