Miziwekamig - El mundo
El desayuno transcurrió en un aparente ambiente de cordialidad. Antoine poseía un innato don de gentes y mantuvo ocupado a Namid con una conversación afable e interesante, alejada de los problemas que asolaban su mente. Sin embargo, advertí que él no dejaba de lanzar breves miradas sobre los papeles que estaba leyendo cuando entré, incluso hubiera dicho que intentaba taparlos con su propio brazo extendido. De cuando en cuando, sus ojos viajaban a los míos y yo me concentraba para que no resultara obvio que me ponía nerviosa. Él sonreía levemente, divertido.
— Deberíamos organizar un concierto de bienvenida, ¿no crees, querida?
Las mañaneras copas de vino dulce comenzaban a desplegar su efecto, aturdiendo mis sentidos y mi capacidad de atención. Parpadeé y miré a Antoine.
— ¿Qué?
— No podemos tener a Namid aquí encerrado sin una vida social más allá de nuestras aburridas caras. Sería fabuloso organizar una cena de bienvenida.
— No te molestes —le detuvo Namid, quien por nada del mundo buscaba ser el foco de atención de un evento social protagonizado por blancos —, detesto las fiestas.
— Pero, ¡te aburrirás!
"A Namid le aburren las personas", pensé con una media sonrisa. Era una persona reservada y taciturna la mayor parte del tiempo; solo con sus más allegados se mostraba cálido y jocoso.
— Te aseguro que no me aburriré — se rió —. Preferiría la mayor tranquilidad posible.
Antoine se lo quedó mirando, consciente de que no le convencería y que, a decir verdad, sería más oportuno mantenerlo oculto.
— Cat, deberías de estrenar el nuevo clavicordio.
Las pupilas doradas de Namid brillaron con cierta atracción.
— Nuestro querido invitado jamás te ha escuchado tocar —prosiguió, aunque yo solo quisiera matarlo por exponerme una vez más —. Catherine solía incluso componer sus propias piezas, ¿lo sabías?
"Y eran todas sobre ti", musité en mi interior. Namid me escudriñó, satisfecho con mi acorralamiento, y repuso:
— No, no lo sabía.
— Hace años que no compongo.
— Me gustaría escucharte — insistió con aquellos labios deformes y provocadores.
Dudé sobre si realmente deseaba escucharme o únicamente buscaba enfadarme.
— Tendré que practicar mucho antes de poder deleitarte con un virtuosismo decente — apunté con calma.
— ¡Oh, vamos! — se rió Antoine —. ¡Entre familia no es necesaria la falsa modestia!
Namid y yo nos miramos fijamente, pensando exactamente lo mismo: "Nosotros no somos familia". Con aire despreocupado, levanté la mano derecha y le mostré los tres dedos curvados.
— Ya no puedo tocar como en el pasado.
"La mano no me deja de temblar y detesto enfrentarme a los recuerdos que me despierta la música".
Antoine me oteó con triste melancolía, a pesar de que hizo un esfuerzo por sonreír. Por su parte, Namid analizó la desfigurada forma de mis dedos y luego volvió a clavar sus ojos en los míos.
— ¿Quién te lo hizo? — preguntó de pronto, bebiendo de la copa.
El arquitecto se tensó en su asiento, sin demasiada confianza por el rumbo que había adquirido la plática. Inmediatamente recordé que Namid desconocía lo que el padre Quentin nos había hecho a Thomas Turner y a mí en los calabozos de Fort Necessity. Ni siquiera había tenido tiempo para explicárselo. Los recuerdos flamearon con vívido dolor.
— Quentin — pronuncié su nombre con suma dificultad. Mi voz se tornó oscura y mi mirada severa.
Esperé a que él respondiera, pero se mantuvo en silencio, abrasándome con la fijeza de sus ojos. Su expresión, inalterada, provocó que me diera cuenta de que Namid era conocedor de cómo había asesinado a aquel clérigo. No en vano el suceso viajó como la pólvora entre los batallones, dada la crueldad y sangre fría de su muerte. Irremediablemente, aquellos tres dedos me recordaban duramente a Jeanne.
— Son las cicatrices del guerrero —añadió finalmente.
A pesar de que él pretendía dotar a mi mano amorfa de magnificencia y honor, yo me encogí de hombros: necesitaba evitar que supiera lo difícil que era vérmela sin sentirme vacía.
— Todavía puedo moverlos, practicaré si es lo que deseas.
— ¿Cómo le mataste con una herida así?
Antoine ahogó una palabra inacabada, atónito por la osadía de aquel comentario. La tensión que se respiraba era asfixiante. Pensé mi respuesta, hundida en su iris miel, observando la retahíla de cicatrices que surcaban su cuerpo. Jeanne se lastimó en algún lugar de mi corazón.
— Era lo único que no me dolía.
‡‡‡
Con el pretexto de traerles un té, entré en el despacho de Antoine con sigilo a altas horas de la tarde. Él y Namid estaban sentados sobre los largos divanes burdeos, conversando acaloradamente. Ambos se callaron de súbito al reconocerme. Con un enfado claro surcando sus facciones, Namid apartó la mirada. Antoine forzó una sonrisa.
— Cat, ¿venías a traernos un refrigerio? Adelante, no seas tímida.
Anduve con lentitud hasta ellos, esperando a que reanudaran su conversación y yo pudiera averiguar qué era lo que ocurría. Dejé la bandeja sobre la mesa y comencé a servir la bebida en las tazas.
— Namid, no puedes marcharte ahora.
Logré alcanzar el terrón de azúcar a tiempo antes de que se me resbalara de las manos al escuchar aquello. ¿Namid se marchaba? No podía ser, acababa de llegar. No podía dejarme tan pronto.
— ¿Y qué demonios quieres que haga? — se alteró —. Están masacrando nuestras tierras, todas. Cuando ejecuten a Ishkode, ¿quién liderará el clan? Es mi pueblo el que está muriendo, no el tuyo.
Estaban tan sumidos en las palabras que se dirigían el uno al otro que olvidaron que estaba allí. La angustia empezó a subirme por la garganta y ralenticé aún más mis movimientos para poder permanecer en la sala el mayor tiempo posible.
— No hay que precipitarse. He estado recabando información y se cree que Inola podrá lograr el indulto.
"Inola está vivo", tragué saliva.
— ¿Y debo de fiarme de las habladurías? Inola será encarcelado si no entrega todas las armas del clan. Mi primo no habla, pero no es idiota.
— Tu tío tiene muchos contactos en Montreal, ha conseguido que sobrevivan gracias a ellos. Debemos confiar un poco más en él. Sé que es difícil, pero créeme, por el momento es mejor ser prudentes...
"Honovi está vivo", aguanté la respiración.
— Es muy fácil para ti decir eso. No puedo quedarme aquí de brazos cruzados tomando el té mientras mis hermanos están luchando por unos territorios que son nuestros por derecho de sangre.
— Acabarán contigo si regresas.
Namid no supo qué responder, o no quiso, y comprendí hasta qué punto era relevante su presencia en nuestra casa. Su cabeza tenía un elevado precio en el bando francés. Sin embargo, los ingleses tampoco lamentarían en exceso su pérdida, dado que simbolizaba una amenaza en sus planes de subversión de los indios. Quizá era algo más complicado que eso. Por mucho que yo intentara encerrarme en mí misma, seguía existiendo un mundo allá afuera, en el límite donde terminaba mi cuerpo.
— Debemos conseguir ayuda.
— ¿De quién? — exigió con gravedad —. Dime, ¿quién va a ayudarme?
Su voz se tiñó de desesperación. Al oírle, se me partió el corazón. Era cierto, ¿quién ayudaría a un indígena a luchar por sus intereses? Nadie en sus cabales —ya fuera inglés, francés, italiano o español—, lo haría. Debían estar fuera del mapa, puesto que ellos ejemplificaban su afán de conquista, eran la marca viva de sus masacres por el poder.
Miré a Namid de refilón y le tendí una taza de té a Antoine, quien no me dedicó ni una sola mirada.
— Viniste aquí con el propósito de conseguir ayuda y vamos a conseguirla —sentenció—. Hemos de tener fe.
— ¿Fe? —chasqueó la lengua con sarcasmo —. Yo no creo en la fe, ya no, creo en el ser humano. Y esto —levantó los papeles que portaba durante el desayuno y los zarandeó—, esto de aquí es lo que los hombres blancos le hacen a mi pueblo.
Nerviosa, le ofrecí su taza de té a Namid. Consumido por la impotencia y la ira, lanzó los papeles lejos, provocando que chocara con el vaso que yo sostenía y éste cayera al suelo, fragmentándose en miles de pedazos. Presencié el desorden con la boca entreabierta, pero, sobre todo, con sorpresa por el odio que había destilado la mirada de Namid.
— Per-perdón — balbuceé.
Me puse de rodillas para recoger los desperfectos y Namid bufó con asco, como si yo fuera un insecto molesto y superficial. Salió de allí sin una sola palabra y el estrepitoso sonido que causó al cerrar la puerta con fuerza me hizo dar un respingo sobre la alfombra.
— No te molestes, querida — suspiró Antoine —. Podrías cortarte — se agachó, tomándome de las manos —. Catherine, estás temblando.
Preocupado, me ayudó a levantarme. Yo solo podía pensar en Namid.
— ¿Te encuentras bien? —no me soltó.
— Sí, sí. No me esperaba que...
— Lamento que hayas tenido que escuchar esto. No deberías inmiscuirte.
— Perdóname por entrar, no pude evitarlo —le permití que me acariciara la mejilla—. ¿Qué está ocurriendo?
Él dudó, consciente de mi promesa silenciosa de no involucrarme nunca más en todo lo que tuviera ver con el Nuevo Mundo.
— Namid...
Sin saber cómo ordenar sus pensamientos, recogió los papeles del suelo y me los tendió.
— Léelos, pertenece a la gaceta de esta semana.
Rápidamente, las palabras de la primera noticia me golpearon: "Segunda matanza de pieles rojas en los territorios del Imperio". Sin necesidad de seguir, le miré con seriedad.
— Están masacrándolos. Como solía decir tu hermana: parece que el mundo está en llamas. No deja de arder y no podemos hacer nada para evitar que se consuma en el fuego.
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