Miskwiiwaagonagaa - Nieve sangrienta
Precipitándome al exterior bajo la extrañada mirada del resto de alojados, quienes disfrutaban de un plato de estofado caliente y jarras de cerveza de barril, la pesada puerta trasera de la hospedería me escupió a su baldío huerto. Encorvado sobre una pala, cubierto de largas pieles de oso, Namid estaba cavando para despejar la salida de nieve. Al verle, los latidos me llenaron la boca seca. No podía ser, era imposible. No podía volver a estar tan cerca de mí.
Alertado por los ruidos de mi súbita aparición, elevó la barbilla del suelo, con aquel ceño fruncido que había acabado por convertirse en otra de las cicatrices de sus penurias, y nuestras miradas se encontraron. Su expresión, hasta aquel momento meditabunda pero tranquila, enmudeció. Con un golpe seco, la herramienta cayó al lodo blanquecino. Y los relojes de nuestras almas se detuvieron, arrastrados por la tormenta de los afectos contradictorios. Quietos, ninguno se atrevió a aproximarse. La curvatura de sus espesas cejas pasó desde la sorpresa a la dulzura y de ésta a la ira contenida.
— ¿Qu-qué haces aquí?
Intentó imprimir seguridad a su voz, pero no lo logró. Mintiendo —como nos comunicábamos—, se agachó y recogió la pala. Empleó esos segundos para adquirir una postura de supremacía, aunque sus dedos temblaban como los de un niño.
— ¿Qué haces aquí?
Amaba tanto a aquel indígena que creí que el pecho me estallaría. Le amaba tanto que dolía como una puñalada, como el veneno de la felicidad.
— Deja de mirarme así, Catherine — apartó la vista bruscamente, alejándose de mí como un gorrión herido —. ¿Qué es lo que quieres?
A pesar de su rudeza, sonreí con dos lágrimas cayéndome por las mejillas. Sus pupilas flaquearon, a punto de ceder.
— Te he echado de menos.
Lo había pronunciado en voz alta.
— Te he echado de menos — repetí con franqueza agotada.
Mis palabras produjeron un denso silencio. Namid endureció su gesto, del mismo modo que lo hacía cuando esquivaba estocadas mortales de sus enemigos, y hasta percibí que no me creía.
— Vuelve adentro, Catherine — suspiró, rompiendo el contacto visual por segunda vez —. Has olvidado el abrigo.
Ahí estaba, su carácter atento alzándose a duras penas entre la oscuridad.
— No me importa, no tengo frío.
— Aléjate, no te acerques — se echó hacia atrás en el momento en que di un paso hacia él —. Vuelve adentro, maldita sea.
Sin embargo, yo continué caminando rumbo a mi destino y Namid fue incapaz de moverse. Frente a él, noté que había perdido peso y ello acentuaba los surcos de su rostro terroso. Sus delicados ojos dorados, lo único que restaba del joven ojibwa que yo había conocido, parpadearon con miedo, indefensos.
— No me apartarás de ti, ya no.
Se quedó estático cuando le abracé con todas mis fuerzas. La esencia de su piel, su aroma, me embriagaron. Cerré los párpados y el sollozo aumentó en intensidad. El vacío de mi interior comenzó a llenarse de agua pura y fresca. El mero hecho de sentirme sobre su cuerpo sanaba la amargura, provocaba que volviera a nacer.
— No subas a ese barco, por favor...
El amor, en todas sus aristas, es la fuerza más transformadora del mundo. Imperfecto en su egoísmo, completo en su necesidad.
Con lentitud y cuidado, las manos de Namid me sostuvieron y correspondió a mi abrazo rodeándome con protección. Apoyó la barbilla en mi cabecita convulsa y sentí el dolor inimaginable que emanaba. Con un suspiro quebrado, siseó:
— ¿Eres consciente de lo que me estás pidiendo?
Estaba pidiéndole que se quedara conmigo, lo que en aquellas circunstancias significaba que abandonara a su pueblo.
— No puedo perderte otra vez — lloré.
La rotura que exhalaba su ser se incrementó a medida que yo daba rienda suelta a mi tortura.
— Me perdiste para siempre hace demasiado tiempo — sentenció con un candor resignado, el único capaz de surgir entre trágicos enamorados —. Nos perdimos el día en que Jeanne se reunió con los ancestros.
Con sumo esfuerzo, me apartó. Era incapaz de mirarme directamente.
— Si no regreso, los matarán.
Supe en ese instante que Namid se había rendido con respecto a nosotros. Junto a sus pendientes plateados, una pluma de cuervo colgaba anudada de una de sus trenzas: era el símbolo de los huérfanos. Namid era un huérfano del mundo, marcado por la estela de la muerte.
— No puedes pedirme que me quede.
Dejarlo ir hundida en la rabia era bien diferente a dejarlo ir con la certeza de la lucha.
— Mi familia..., mi clan..., debo rescatarles mientras pueda. No debí haber venido. He sido iluso. Me han pateado y repudiado todavía más que en Nueva Francia. ¿Quién se dignará a escucharme en Londres? Siempre he albergado ese defecto: la esperanza en el cambio. Siempre seré un maldito indio, sucio y repugnante a los ojos de los blancos. Debo buscar mi propia justicia, aunque me cueste la vida. ¿Merece la pena vivir en una tierra viuda? — sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. Yo no podía alcanzar a comprender su impotencia —. Si alguna vez lograste quererme, no me pidas que me quede. No lo hagas más difícil, Catherine. Yo...
"Si alguna vez lograste quererme". Había amado a aquel indio desde que aprendí a sentir y lo seguía haciendo. Oírle poner en duda mi capacidad de querer a alguien como él me hirió profundamente, puesto que para mí era una persona como cualquier otra.
— Tú me enseñaste a querer.
Mi respuesta lo silenció.
— Si consigues subir a ese barco, morirás. Morirás antes de protegerlos. Sabes que estoy en lo cierto, en tu corazón lo sabes. Te prometo tiempo para...
— ¿Tiempo? — me cortó —. ¿No te das cuenta, Catherine? ¡No tengo tiempo para perderlo contigo!
Mis labios recibieron la estocada.
— Te prometo que los salvaremos.
— ¡¿Cómo?! — gritó.
— Namid... — quise tomarle de las manos.
— ¡¿Entiendes lo duro que es para mí quedarme o marcharme?! — me esquivó —. Si..., si me quedo..., mi familia... Si me marcho... — con la confesión en la punta de la lengua, me atravesó con la mirada y se reprimió —. ¡Maldita sea, Catherine! — le pegó un puntapié a la nieve —. ¡¿Por qué demonios apareciste en mi vida?!
Nervioso, anduvo arriba y abajo.
— ¿Por qué no puedo...? — echó la cabeza hacia atrás con desesperación —. Están masacrando a la sangre de mi sangre y no te desvaneces. ¡¿Por qué?!
Chillándome, me tomó de la cintura con violencia. Nuestros cuerpos chocaron y, a pesar de que sabía que jamás me haría daño, la furia de sus movimientos me arrebató el aliento. De repente la vi: vi la fogosidad animal con la que me miraba y sujetaba mi estructura como si fuera de papel.
— ¿Por qué me miras con esos ojos que atraviesan? ¿Por qué me sigues buscando? ¿Por qué ves las heridas que nadie más ve? ¿Por qué me perdonas día a día? ¡Ódiame, maldita sea! — me zarandeó —. ¡Trátame con desprecio, como todos los demás! — su boca estaba peligrosamente cerca de la mía —. ¡No sabes a los compromisos que he accedido, cómo he vendido mi alma al diablo!
De todas las cosas que podría haber dicho en aquel momento, Waaseyaa musitó:
— Estoy enamorada de ti.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro