Miikana - El camino
La noche en el bosque, el mayor miedo de una cría de catorce años, se había convertido en el amparo maternal de un gorrión herido. El pulular de los búhos era el único capaz de acallar las voces de mi cabeza, los estallidos de unas manos manchadas de sangre, la estela de un barco alejándose.
Me había marchado sin más tras aquel parlamento, consciente de que la coraza de Namid sería infranqueable. Aquel era el peso de la violencia, las consecuencias de una guerra. No podía pedirle que me aceptara entre sus brazos porque ambos representábamos para el otro el símbolo de nuestra desgracia personal: su raza, sus tierras, sus insurrecciones..., me habían arrebatado a mi hermana; mi raza, mi egoísmo, mis conquistas..., le habían arrebatado —y seguirían haciéndolo— todo. Era como enfrentarse a un espejo de pesadillas. Al fin y al cabo, el amor en sí mismo era singularmente libre. Por el contrario, los amantes, fuera de la enajenación sentimental, eran esclavos del mundo. ¿Cómo amar entonces siendo seres humanos?
Tumbada sobre la hierba, fundida en la oscuridad, las hojas muertas del otoño acariciaban la soledad de un cuerpo del mismo modo marchito. Estaban húmedas, puesto que había lloviznado, y me recordaron que, a pesar de todo, yo seguía viva en el infinito universo de la palma de una mano.
Acabé por suspirar y me incorporé. Hubiera dormido allí sin más, pero Florentine estaría tremendamente preocupada por mí. Tras años de encierro, aquel día le entregaría un vestido manchado de barro. Ya en pie, alterada por los recuerdos que me perseguían, escuché unos lamentos. Agudicé los sentidos y distinguí la resquebrajada llamada de un ave. Cerré los ojos, tal y como los ojibwa me habían enseñado, y busqué el origen del sonido a través de la ceguera. Anduve así entre la maleza hasta que mis dedos chocaron con un tronco. Fue entonces cuando los abrí y acaricié su piel nervada. Sobre una alta rama reposaba un nido y, en su interior, una cría sollozaba en soledad. Supuse que había sido abandonada o quizá su madre había muerto. Lo quisiera o no, me identifiqué con ella.
— No tengas miedo — le dije desde mi posición —. Te ayudaré.
Sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Me quité los tacones, me agarré al ancho torso de aquel árbol y busqué un punto de apoyo al tiempo que mi mano derecha se adhería a una rama baja. Ignoré mi malformación y me impulsé. El vestido tiró de mí hacia abajo, con el corsé fragmentando la respiración, mas resistí, como si aquel rescate significara un acto de rebeldía personal. Sonreí al conseguir estabilizarme para continuar trepando. Llegar, salvar a alguien. Salvar a alguien por fin. Estaba cerca, a un estirón de distancia. Pero el águila dorada había olvidado cómo emprender el vuelo: mis nudillos deformes se rebelaron ante tal actividad y un doloroso espasmo me recorrió el cuerpo desde la muñeca hasta la nuca. Perdiendo el equilibrio, mi espalda chocó contra el rasposo tronco y caí de bruces a la superficie. Noté cómo el tobillo izquierdo emitía un crujido desafortunado y el repentino dolor provocó que lanzara un grito. Tirada de cualquier forma y enrabietada, el pajarillo siguió clamando.
— Estupendo... — susurré entre dientes.
— ¿Cuándo pensaste que sería buena idea trepar un árbol vestida así?
Reconocer la voz de Namid fue la cereza que coronó aquel pastel de mala suerte.
— Lo que me faltaba — farfullé sin que pudiera escucharme —. ¿Florentine te ha mandado a buscarme?
Apoyé las palmas en el lodo para lograr una posición que me permitiera ponerme de pie, pero en aquel momento lo que más me preocupaba era la vergüenza que albergaba: en primer lugar, Namid me había visto fracasar en mi empresa; en segundo lugar, las últimas palabras que le había dirigido, alejadas del arrebato que las había producido, me resultaban ahora intensas y reveladoras, demasiado reveladoras.
— No. He venido porque sabía que cometerías alguna estupidez — se rió sin ánimo de ofender. Yo intenté levantarme y el tobillo me lo impidió. Jadeé con dolor y regresé al mismo punto. Él rápidamente se aproximó diciendo —: ¿Estás herida?
Mientras se acercaba, vi que se había puesto los pantalones que Florentine le había escogido, mas había pasado por alto la parte superior del atuendo. Su piel descubierta brillaba con la luz de la luna.
— No es nada, una simple torcedura — hice un gesto con la mano para que se alejara.
Él ya estaba agachado, delante de mí, tasándome con aquellos ojos inescrutables. Le fulgían, le fulgían como si hubiera estado reflexionando sobre lo ocurrido entre nosotros horas atrás. Con su profunda cicatriz en la mejilla..., atractivo hasta el temeroso celibato.
— Ayúdame a levantarme — le pedí, ruborizada. Desde que había descubierto la existencia del libro, era como si las agresivas emociones del pasado estuvieran pellizcándome.
Sin pronunciar objeción, obedeció. Sin embargo, no me tendió su brazo como yo esperaba, sino que me levantó por la cintura como si pesara menos que una pluma. Desprevenida, apoyé el pie enfermo y el dolor me condujo a una segunda pérdida de equilibrio. Antes de que cayera, Namid me sostuvo de la cintura, acercándome contra él.
— ¿Harías el favor de no pisar o voy a tener que cogerte en volandas?
Aunque pronunciara quejas, Namid estaba disfrutando. Ya fuera porque me estaba incomodando —actividad que le agradaba en demasía— o porque verdaderamente gustaba de tocarme, no me hubiera soltado nunca.
— Perdona — carraspeé, bajando la barbilla.
No me soltaba. Sus labios reprimían una sonrisa dulce y sentí que sus manos en mi cintura eran besos entre los mulsos.
— ¿Me permites que eche un vistazo? — desvió la vista a mi tobillo. Parecía estar jugando con mi exaltación y que él no sintiera nada más allá de una pura diversión de empoderamiento masculino.
— S-sí.
Grácilmente me sentó sobre la hierba. Al hacerlo, rozó mi espalda y, cuando quiso darse cuenta, advertimos un rastro de sangre en ella.
— Solo es...
Interrumpiéndome, me movió para descubrir de dónde provenía.
— Me he golpeado con el tronco, será un corte de poca importancia...
Por suerte, tenía razón. Namid me informó de que la rozadura al caer me había provocado una pequeña tajada en la parte inferior del hombro. La manga de aquella zona se había roto, mas no había que alarmarse.
— Me escuece un poco, nada más. Lo curaré en casa — quise apartarle de mi cuerpo y mi leve destape.
Capté que Namid estaba concentrado en aquella parte de mi anatomía con expresión seria. No obstante, cuando me moví un poco, cesó.
— ¿Qué pretendías subiendo allá arriba? — rompió el silencio.
— Ayudar a la cría, ¿no la oyes?
— Han matado a su madre — respondió al tiempo que sus manos de curandero en ciernes buscaban mi tobillo.
— ¿Cómo lo sabes?
— Un animal nunca abandona a su cría. Tienen más decencia que los humanos.
Exhalé un jadeo en el momento en que tocó la protuberancia de mi torcedura. Una lágrima inconsciente surgió y apreté la boca.
— ¿Te duele? — me preguntó en un susurro. Yo asentí con rapidez. Su tacto se tornó más delicado y, por primera vez en mucho tiempo, me pidió permiso con cierta reserva —: ¿Puedo quitarte la media? Es para..., es para ver mejor la...
— Hazlo rápido — accedí, fingiendo que era una mujer madura y fría — Debemos regresar.
Él tragó saliva, tomándome el pie entre ambas manos. En movimientos rituales, como llevaba a cabo cualquier ojibwa cuando tocaba el cuerpo de otro, su apariencia se volvió seductora sin pretenderlo. Rígido, deslizó la media hacia atrás. La humedad del ambiente sobrecogió mi empeine desnudo. Había empezado a tornarse morado y estaba hinchado. Ninguno de los dos nos atrevíamos a mirarnos a los ojos.
— Seré rápido.
En aquel tiempo yo desconocía que Namid había aprendido todos los saberes posibles del oficio de curandero y podía averiguar las dolencias con una facilidad pasmosa. A causa de ello, me sorprendió cómo, con solo rozarme el desagradable bulto del tobillo, confirmó el diagnóstico:
— No está roto, sino torcido.
Le hubiera besado allí mismo. Me hubiera entregado a la bocanada de sus caricias. Frente a mí, con el cabello suelto cayéndole por delante de las orejas perforadas y la ternura de sus cejas, me arrebataba el aliento.
— Gracias — pude decir.
Recibidor de mis atenciones, Namid volvió a carraspear. Colocó mi pie en alto, sobre su rodilla, y al hacerlo, la postura ligeramente erguida de mi pierna ocasionó que el bajo de mi vestido se levantara más de la cuenta. Los fruncidos de tono crema que conferían a la falda amplitud se asomaban hasta la rodilla. Llamado por el cántico de la naturaleza, no pudo evitar clavar su vista en aquella extensión despejada. Los hambrientos pensamientos que circularon por su mente fueron tan evidentes que aparté el pie y lo dejé reposar con cuidado sobre las plantas.
— Dame la media — le pedí sin desear que la tensión fuera evidente.
— Perdón — se aturrulló, buscándola —. No pretendía..., no pretendía mirar.
¿No era él el que me había amenazado con tomarme contra mi voluntad en mi habitación? ¿Dónde se había esfumado toda aquella seguridad?
— Qué respetuoso — comenté con sarcasmo —. No deberíamos de estar aquí.
Le arrebaté la media y, justo cuando estaba inclinándome para ponérmela, Namid dijo:
— Por supuesto. ¿Por qué tendrías que estar con un piel roja en un bosque oscuro? Frótate bien la piel. Sí, con ese jabón tuyo. Frótate hasta borrar la suciedad del estúpido indio que va a tener que llevarte a cuestas hasta tu cama porque mademoiselle se ha torcido el tobillo haciéndose la valiente.
Entreabrí la boca, sorprendida, mas tardé poco tiempo en transformar el pasmo en indignación.
— ¿Es necesario ser tan hiriente?
— Ponte la maldita media y regresemos a casa — se levantó de un resorte.
— Yo no tengo que frotarme nada — contrataqué —. ¿Por las noches consigues creerte esas mentiras?
— ¿De qué demonios hablas?
— ¿Por las noches te convences de que me das asco? — elevé el tono. Él me taladró con la mirada —. Si piensas que soy una blanca como todas las demás que hayas podido conocer, te equivocas. Te recuerdo que esta estúpida blanca ha estado...
— ¿Enamorada de un indio? — me cortó, riéndose a continuación —. Preferirías que te tocara el cochero antes que yo, porque si fuera así, estarías condenada. ¿Qué sabrás tú lo que se siente?
— Namid, basta. ¿Has olvidado que...?
— No eres de los míos. Nunca lo serás.
— Namid, basta.
— No importa que sepas luchar y tengas un nombre indígena: eres una piel pálida y yo un piel roja.
— Namid... — me tembló la voz por el llanto —, basta.
— Nunca pertenecerás a mi mundo.
— ¡¡¡Cállate!!!
El atronador grito consiguió silenciar su retahíla de amarguras. No podía seguir escuchándole. Un sollozo indiscutible cubrió mi rostro. Namid me dejó llorar, pálido, con los puños cerrados, y fui calmándome mientras intentaba asimilar que él tuviera aquella concepción de mí después de todo.
— Llévame a casa, por favor... — le solicité entre lágrimas resecas. Él pareció esperar a que yo le atacara, que continuara la lucha, pero estaba sumamente cansada de aquello. Podía denostarle por diversos motivos, mas jamás le seguiría el juego en aquellos términos, sobre todo si ponía en duda mi tolerancia y mi afecto, aunque estuviera en el pasado —. Estoy agotada...
Un tenue arrepentimiento cruzó su semblante. ¿En qué nos habíamos convertido?
— No puedo caminar — susurré.
Circunspecto, Namid curvó su larga figura y con aquellas manos que hubieran podido sostener las raíces de mis demonios, me cogió en brazos. Sin esfuerzo, me amparó en su pecho como en la noche de bodas que nunca compartiríamos. Yo le rodeé el cuello por miedo a caer y la cercanía entre ambos me mareó. En silencio, él comenzó a caminar y la llamada de socorro de la cría disminuyó a medida que nos alejábamos. La cabeza me bullía mientras me portaba, al igual que la suya. Callados, acabamos por entrar en la vivienda y subimos las escaleras.
— La rescataré — musitó al arribar a la puerta de mi habitación. Su gesto no había dejado de ser sombrío, pensativo, y me dejó sobre tierra firme con delicadeza.
Tardé en entender a qué se refería. Giré el pomo y la madera crujió.
— No tienes por qué.
Él no prosiguió enseguida. Percibí que escudriñaba el hueco que lo invitaba a pasar a mis aposentos.
— ¿De verdad ha pasado tanto tiempo?
Dudé de la intención de sus palabras y pregunté:
— ¿A qué te refieres?
— ¿Ha pasado tanto tiempo desde que te salvé de aquel reno y quise llevarte a tu cama como estoy haciéndolo hoy?
El cariz de su voz era tenue, íntimo, pero estaba cargado de una profunda tristeza y resignación. Mi corazón tembló y alegó: "¿Tú también te acuerdas?".
— ¿Por qué parezco estar viviendo los mismos recuerdos una y otra vez? — siguió —. En aquella ocasión echaste a correr antes de que pudiera guiarte hasta la cerca. ¿Sabes? Soñé que te tomaba en brazos y me dejabas — una sonrisa endulzó su carita —. Me dejabas porque no me tenías miedo y no te importaba que mi piel fuera oscura. A mí no me importaba que la tuya fuera blanca como la nieve..., solo me importaba lo que sentía cuando te veía desde la distancia. Nada más que eso. Pesas lo mismo que imaginé entonces. Ligera como las llamas de una hoguera. Y yo débil sosteniéndote, aterrado por bajarte y no tenerte cerca.
El tiempo se congeló.
El refugio que era mi dormitorio estaba a un paso de distancia.
Nos miramos.
Temblé cuando Namid me acarició la mejilla con añoranza.
— Cuánto llegué a quererte, Catherine — murmuró con las yemas de los dedos sobre mis pómulos ruborizados —. Cuánto te quise — parpadeó como si las sienes le pesaran eternidades y se apartó —. Pero estoy vacío, perdí el camino de regreso a aquel libro. He olvidado cómo quererte de nuevo.
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